Robert Heinlein
Puerta al verano
Para A. P. y Phyllis, Mick y Arnette, a elurophiles todos.
1
Un invierno, poco antes de la Guerra de Seis Semanas, mi gato —Petronio el Arbitro— y yo vivimos en una vieja granja de Connecticut. Dudo de que la granja siga allí, ya que se hallaba situada cerca del área de tiro cercana a Manhattan, y esas construcciones de viejo armazón arden como papel de seda. Pero aunque siguiera en pie no sería utilizable como vivienda, debido a los derribos. Pero a Pet y a mí nos gustaba. La falta de agua corriente hacía que el alquiler fuese bajo, y lo que antes había sido el comedor tenía una buena luz del norte para mi mesa de diseño.
El inconveniente residía en que el lugar tenía once puertas que daban al exterior. Doce, si contamos la de Pet. Yo siempre procuraba una puerta para Pet — en este caso un tablero ajustado a la ventana de un dormitorio que no se utilizaba, y en el cual había cortado una gatera justo para que pasaran los bigotes de Pet —. He pasado gran parte de mi vida abriendo puertas para gatos… Una vez calculé que, desde el comienzo de la civilización, se han empleado de esta manera novecientos setenta y ocho siglos. Puedo enseñaros los cálculos.
Pet solía utilizar su propia puerta salvo cuando conseguía que yo le abriese una de las que utilizaban las personas, lo cual era de su preferencia. Sin embargo, nunca utilizaba su puerta cuando había nieve en el suelo.
Cuando Pet era muy pequeño, todo pelusa y ronroneos, ya había adquirido una sencilla filosofía: yo me ocupaba de la vivienda, del racionamiento y del tiempo, y él se ocupaba de todo lo demás; pero me hacía especialmente responsable del tiempo.
Los inviernos de Connecticut sólo son adecuados para las tarjetas de Navidad; aquel invierno, Pet observaba regularmente su propia puerta, negándose a salir debido a aquella desagradable sustancia blanca que había en el exterior (no era ningún tonto), y luego me hostigaba para que abriese una de las puertas para personas. Estaba convencido de que al menos una debía conducir a un tiempo de verano. Eso significaba que en cada ocasión tenía que ir con él a cada una de las once puertas, mantenerla abierta hasta que sé convenciera de que también allí era invierno, y luego pasar a la puerta siguiente mientras sus críticas a mi mala administración crecían en acritud con cada decepción.
Luego permanecía en el interior hasta que la presión hidráulica materialmente le obligaba a salir. Cuando regresaba, el hielo de sus patas resonaba como zuecos sobre el suelo de madera, y me miraba y se negaba a ronronear hasta que se lo había arrancado todo…, después de lo cual me perdonaba hasta la próxima ocasión.
Pero nunca abandonó su búsqueda de la Puerta al Verano.
Y el 3 de diciembre yo también la estaba buscando.
Mi pesquisa era casi tan desesperada como lo había sido la de aquel invierno en Connecticut. La poca nieve que había en el sur de California la guardaban en las montañas para los esquiadores, no en Los Ángeles, donde probablemente tampoco hubiera podido pasar a través de la contaminación. Pero el tiempo invernal estaba en mi corazón.
No me encontraba enfermo (aparte de una resaca acumulativa), aún me faltaban unos cuantos días para llegar a los treinta años, y estaba lejos de no tener dinero. La policía no me buscaba, ni tampoco ningún marido, ni ninguna citación judicial. No había nada en mí que una leve amnesia no hubiera podido curar. Pero en mi corazón había invierno y estaba buscando una puerta que diese al verano.
Si les parezco un hombre que padece un caso agudo de autocompasión, están en lo cierto. Sobre el planeta debía haber dos mil millones de hombres en peor estado y, no obstante, yo estaba buscando la Puerta al Verano.
La mayoría de las puertas que he comprobado últimamente han sido basculantes, como las que tenía frente a mi: SANS SOUCI Bar-Grill, anunciaba el letrero. Entré, escogí un compartimento hacia el medio, puse cuidadosamente sobre el asiento el maletín que llevaba, me instalé junto a él, y esperé al camarero.
El maletín dijo:
—¿Uaaarrr?
—Estate quieto, Pet —dije.
—¡Miauuu!
—Tonterías, acabas de ir. Cállate, que viene el camarero.
Pet se calló. Yo levanté la mirada al acercarse el camarero y le dije:
—Un whisky doble, un vaso de agua corriente y una ginger ale.
El camarero se quedó perplejo:
—¿Ginger ale, señor? ¿Con whisky?
—¿La tiene o no la tiene?
—Sí, claro que sí, pero…
—Pues tráigala. No voy a beberla; sólo quiero reírme de ella. Y traiga también un platillo.
—Como usted diga, señor. —Dio lustre al tablero de la mesa—. ¿Y un pequeño bistec, señor? ¿O un escalope, que están muy bien hoy?
—Mire, amigo, le daré propina por los escalopes si me promete que no me los servirá. Lo único que necesito es lo que he pedido… Y no se olvide del platillo.
Se calló y se marchó. De nuevo dije a Pet que se calmara, que había desembarcado la Infantería de Marina. El camarero regresó, satisfecho su orgullo al traer la ginger ale sobre el platillo. Hice que la abriera mientras yo mezclaba el whisky con el agua.
—¿Desea otro vaso para la ginger ale, señor?
—Soy un buen cowboy; la bebo directamente de la botella.
Se calló y dejó que pagase y le diese propina, sin olvidar la correspondiente a los escalopes. Cuando se hubo ido puse un poco de ginger ale en el platillo, y golpeé el maletín:
—La sopa está servida, Pet.
El maletín no estaba cerrado; nunca lo cerraba cuando él estaba dentro. Lo acabó de abrir con sus patas, sacó la cabeza y miró rápidamente alrededor, luego alzó su pecho y colocó las garras sobre el borde de la mesa. Yo levanté mi vaso y nos miramos el uno al otro:
—Brindemos por la raza femenina, Pet… ¡Encuéntralas y olvídalas!
Pet asintió; aquello estaba de acuerdo con su filosofía. Inclinó gentilmente la cabeza y comenzó a sorber su ginger ale.
—Si es que puedes, claro está —añadí, bebiendo un trago largo.
—Pet no respondió. Olvidar una hembra no suponía ningún esfuerzo para él; era un tipo nacido para soltero.
Frente de mí, y a través de la ventana del bar, había un anuncio luminoso que variaba constantemente. Primero se podía leer: TRABAJE MIENTRAS DUERME. Y luego: Y DISIPE SUS PREOCUPACIONES DURANTE EL SUEÑO. Después, en letras de doble tamaño, resplandecientes:
Leí varias veces los tres anuncios sin pensar en ellos. Sabía tanto, o tan poco, sobre la animación interrumpida, como todo el mundo.
Cuando fue anunciada por vez primera había leído un artículo divulgativo al respecto, y dos o tres veces por semana me llegaba en el correo de la mañana propaganda de una compañía de seguros, generalmente la tiraba a la papelera sin ni siquiera mirarla, pues no creía que me pudiera interesar más que la de lápices para labios.
En primer lugar, hasta hacía poco, no hubiera podido pagar un sueño en frío: era demasiado caro; en segundo lugar, ¿por qué un hombre a quien interesaba su trabajo, que ganaba dinero y esperaba ganar más, estaba enamorado y a punto de casarse, iba a querer suicidarse?
Si un hombre padecía una enfermedad incurable, o en todo caso esperaba morirse, pero creía que los doctores de una generación su siguiente serían capaces de curarle, y podía permitirse pagar el sueño frío mientras la ciencia médica buscaba solución a su caso, entonces el sueño frío era una decisión lógica. O si su ambición consistía en hacer un viaje a Marte y pensaba que suprimiendo una generación de su película personal podría conseguir un billete para el viaje, me figuro que entonces también era lógico… Se había publicado la historia de una pareja de buena sociedad que se casó y se fue directamente de la alcaldía al santuario del sueño de la Compañía de Seguros del Mundo Occidental, dejando instrucciones para que no se les despertara hasta que pudieran pasar su luna de miel en un transatlántico interplanetario…, aunque yo sospeché que se trataba de una propaganda organizada por la compañía de seguros, y que habían salido por la puerta trasera con nombres falsos. Eso de pasar la noche de bodas tan en frío, como un pescado congelado, no me parece a mí que sea muy creíble.