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Yo estaba verdaderamente asombrado, pero si Miles se sentía inquieto, no tenía derecho a sujetarle.

—No, no quiero irme. Lo que quiero es que crezcamos. Ya has oído mi propuesta. Es una propuesta en serio para decidir por parte de la corporación. Así lo propongo.

Me imagino que debí poner cara de asombro.

—¿Te empeñas en hacerlo en serio? Bueno, Belle, mi voto es «no». Anótalo. Pero no voy a presentar mi contrapropuesta esta noche. Quiero que te sientas contento, Miles.

Miles dijo con testarudez:

—Hagámoslo en regla. Llama por los nombres, Belle.

—Está bien, señor. Miles Gentry, vota por las acciones, números… —Leyó los números de las series—. ¿Qué dice usted?

—En favor.

Belle lo anotó en el libro.

—Daniel D. Davis, vota por las acciones… —Nuevamente leyó una serie (le números; ni siquiera la escuché—. ¿Qué dice usted?

—En contra.

Y esto cierra la cuestión. Lo siento, Miles.

—Belle S. Darkin prosiguió—, vota por las acciones… Y volvió a recitar números—. Voto en favor.

La boca se me abrió de golpe; luego conseguí cerrarla y decir:

—Pcro, chiquilla, ¡no puedes hacer eso! Es verdad que esas acciones son tuyas, pero sabes perfectamente que…

—Anuncia el resultado— gruñó Miles.

—Los votos en favor ganan. La propuesta es aceptada.

—Hágalo constar.

—Sí, señor.

Los siguientes minutos fueron confusos. Primero le grité; luego razoné con ella, después rugí que lo que había hecho no era decente… que era cierto que le había puesto las acciones a su nombre, pero ella sabía también como yo que era siempre yo el que votaba, que nunca había tenido intención de abandonar el control de la compañía, que no era sino un regalo de compromiso, pura y sencillamente. Diablos, si hasta había pagado el impuesto a la renta el mes de abril anterior. Si era capaz de hacer una cosa así cuando estábamos prometidos, ¿qué iba a ocurrir en nuestro matrimonio?

Me miró de frente, y su cara me pareció completamente desconocida:

—Dan Davis, si después de lo que me has dicho te figuras que podemos seguir estando prometidos, es que aún eres más estúpido de lo que siempre había supuesto.

—Se volvió hacia Gentry—. ¿Querrás acompañarme a casa, Miles?

—Sin duda, cariño.

Comencé a decir algo, luego me callé y salí de allí sin sombrero. Hice bien en marcharme, pues de lo contrario hubiera probablemente matado a Miles, puesto que no podía tocar a Belle.

Naturalmente, no dormí. A eso de las cuatro de la madrugada me levanté, hice llamadas telefónicas, accedí a pagar más de lo que valía, y a las cinco y media estaba delante de la planta con un camión. Me dirigí a la verja de entrada con la intención de abrirla y de hacer entrar el camión hasta el andén de carga, a fin de poder sacar a Frank Flexible por la puerta trasera: Frank pesaba ciento ochenta kilos.

En la verja de entrada había un nuevo candado. Pasé por encima, cortándome con el alambre de espinos. Una vez estuviese dentro, la verja no me molestaría, ya que en el taller había cien herramientas capaces de entendérselas con un candado.

Pero la cerradura de la puerta delantera también había sido cambiada.

Estaba contemplándola, pensando si sería más fácil romper una ventana con uno de los hierros para los neumáticos o bien sacar el crick del camión y meterlo entre el marco de la puerta y el plomo, cuando alguien gritó:

¡Eh, ahí! ¡Manos arriba!

No levanté las manos, pero sí me volví. Un hombre de mediana edad me estaba apuntando con un armatoste lo bastante grande para bombardear una ciudad:

—¿Quién diablos es usted?

—¿Y usted, quién es?

—Soy Dan Davis, ingeniero jefe de este lugar.

—¡Ah! —se tranquilizó un poco, pero siguió apuntándome con su mortero de campaña—. Si, responde usted a la descripción. Pero si lleva usted algo que le identifique, valdrá más que me lo enseñe.

—¿Y por qué? Le he preguntado quién es usted.

—¿Yo? No soy nadie a quien usted conozca. Me llamo Joe Todd, y trabajo para la Compañía de Protección y Patrulla del Desierto. Licencia particular. Debería usted saber quiénes somos; ustedes han sido clientes nuestros desde hace meses, para la patrulla de noche. Pero esta noche estoy aquí cumpliendo un servicio de guardia especial.

—¿De veras? Entonces, si le han dado a usted una llave de este lugar, utilícela. Quiero entrar. Y deje de una vez de apuntarme con ese arcabuz.

Siguió apuntándome con éclass="underline"

—No podría hacer eso, aunque quisiera, señor Davis. En primer lugar, no tengo llave. En segundo lugar, me han dado órdenes especiales respecto a usted. No puedo dejarle entrar; le abriré la verja para que salga.

—Desde luego quiero que abra la verja, pero voy a entrar.

Miré alrededor en busca de una piedra con que romper una ventana.

—Por favor, señor Davis.

¿Qué?

—Lamentaría mucho que usted insistiese. De veras que lo sentiría. Porque no podría arriesgarme a tirar a las piernas; no tengo buena puntería. Tendría que tirar a la barriga. Este trasto está cargado con balines de punta blanda; lo que sucedería seria bastante desagradable.

Supongo que fue eso lo que me hizo variar de opinión, a pesar de que me gustaría pensar que fue otra cosa, a saber, que cuando volví a mirar a través de la ventana vi que Frank Flexible no estaba donde le había dejado.

Mientras me abría la puerta de la verja para que saliese, Todd me entregó un sobre:

—Me dijeron que le entregase esto si aparecía usted por aquí. Lo leí en la cabina del camión. Decía:

18 noviembre, 1970

Querido señor Davis:

Durante la reunión ordinaria del consejo de dirección, celebrado en el día de hoy, se acordó por votación dar por terminadas todas sus relaciones con la corporación (aparte su calidad de accionista), según lo previsto en el párrafo tercero de su contrato. Se le requiere para que se mantenga fuera del recinto de la compañía. Sus documentos personales y los artículos de su propiedad le serán enviados por medio seguro.

El consejo desea agradecerle a usted los servicios y lamenta que las diferencias de opinión en cuestiones de política le hayan obligado a la presente determinación.

Le saluda atentamente,

Miles Gentry
Presidente del Consejo y Gerente General, por B. S. Darkin, Tesorero-Secretario.

Lo tuve que leer dos veces antes de recordar que con la corporación nunca había tenido ningún contrato por el cual se pudiese invocar ni el párrafo tercero ni ningún otro párrafo.

Más tarde, aquel mismo día, un mensajero entregó un paquete certificado en el hotel donde guardaba mi ropa interior limpia. Contenía mi sombrero, mi pluma de escribir, mi otra regla de cálculo, una serie de libros y correspondencia personal, así como una serie de documentos. Pero no incluía mis notas y diseños sobre Frank Flexible.

Algunos de los documentos eran muy interesantes; mi «contrato», por ejemplo. Efectivamente, el párrafo tercero permitía que me despidiesen sin previo aviso, con solamente entregarme tres meses de sueldo. Pero el párrafo siete era aún más interesante. Era el último grado de la sumisión a la esclavitud, en virtud de la cual el empleado se compromete a no aceptar ninguna ocupación competitiva durante cinco años, a base de establecer que sus patronos le pagasen en efectivo la opción a sus servicios, corno derecho de tanteo a sus servicios; es decir, podía volver a ir a trabajar siempre que quisiese, sin más que ir, sombrero en mano, y pedirles un empleo a Miles y Belle; quizá fuese por eso que me devolvían el sombrero.