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—¡Miles! —chilló Belle.

—¡Sal de aquí! —dijo Miles, amenazador.

Comprendí que lo decía de veras. Me levanté.

—Precisamente nos íbamos. Lo siento por ti, amigo. Al principio los dos cometimos una equivocación y la falta fue tanto como mía. Pero ahora tú la tienes que pagar solo. Y es una verdadera lástima, porque fue un error inocente.

Su curiosidad pudo más:

—¿Qué quieres decir?

—Deberíamos habernos preguntado por qué una mujer tan elegante, hermosa y competente, estaba dispuesta a trabajar para nosotros por un sueldo de mecanógrafa. Si hubiésemos tomado huellas digitales, como se hace en las grandes compañías, y hubiésemos llevado a cabo una inspección rutinaria, quizá no la hubiésemos tomado… y tú y yo seríamos aún socios.

¡Había dado en el clavo otra vez! Miles miró de repente a mujer, y ella adoptó una actitud de… Bueno, yo diría que de acorralada, si no fuese porque las ratas no tienen una forma la de Belle.

No fui capaz de dejar las cosas como estaban, que ya estaba bien; me sentí impulsado a seguir hurgando. Me dirigí a

—¿Y bien, Belle? Si me llevase ese vaso que has dejado a tu e hiciese investigar las huellas que hay en él, ¿qué encontré?.¿Fotografías en las oficinas de correos? ¿Bigamia? ¿Quizás algo de casarse con idiotas para sacarles el dinero? ¿Es Miles legalmente tu marido? —Me incliné hacia delante y cogí el vaso.

Belle me lo arrancó de la mano.

Miles me lanzó un grito.

Finalmente había confiado demasiado en mi suerte. Había sido estúpido al meterme en la jaula de unas fieras sin llevar armas, y luego olvidar el primer principio del domador de fieras: les volví la espalda.

Miles gritó y me volví hacia él. Belle cogió su bolsa… y recuerdo haber pensado entonces que tardaba mucho en sacar un cigarrillo.

Luego sentí el pinchazo de la aguja.

Recuerdo haber pensado sólo una cosa mientras mis piernas cedían y me hundía sobre la alfombra: una inmensa sorpresa de que Belle me hiciese algo así.

En el fondo aún había confiado en ella.

4

Nunca llegué a estar del todo inconsciente.

Cuando la droga me hizo efecto, me quedé mareado y confuso y fue más rápido que el de la morfina. Pero eso fue todo. Miles gritó algo a Belle y me agarró por el pecho mientras se me doblaban las rodillas. Cuando me hubo arrastrado hasta una silla, incluso el mareo se me pasó.

Sin embargo, aunque estaba despierto, parte de mí permanecía muerta. Ahora sé qué fue lo que usaron conmigo: la droga de los «zombies»; la respuesta del Tío Sam al lavado de cerebro. Que yo sepa, nunca llegamos a utilizarla con ningún prisionero, pero los chicos la inventaron en el curso de la investigación del lavado de cerebro, y allá estaba: ilegal pero muy eficaz; la misma substancia que se utiliza en el psicoanálisis de un día, pero creo que se necesita un permiso del juzgado para que pueda utilizarla incluso un psiquiatra.

Quién sabe dónde Belle la había encontrado. Pero, por otra parte, sólo Dios sabe con qué otros tipos estaba asociada.

Pero entonces yo no pensaba en eso; no pensaba en nada. Sencillamente, permanecía allí, tan pasivo como una mosca muerto oyendo lo que se decía, viendo todo lo que ocurría frente a mis ojos; pero, aunque la misma Lady Godiva hubiese pasado por allí sin su caballo, no hubiese desplazado mi mirada ni un milímetro.

A menos que me lo hubiesen mandado.

Pet salió de su maletín, trotó hasta llegar a mi lado y preguntó qué era lo que ocurría. Al ver que no respondía, empezó a frotarme los tobillos pidiendo una explicación. Cuando vio que seguía sin responder, se subió a mis rodillas, me colocó sus patas delanteras sobre el pecho, me miró fijamente a la cara, y dijo que quería saber qué pasaba, enseguida y sin más tonterías.

Yo no respondí y él empezó a maullar.

Eso hizo que Miles y Belle le dedicaran su atención. Cuando Miles me hubo depositado sobre la silla se volvió hacia Belle y dijo amargamente:

—Ya lo has hecho… ¿Es que te has vuelto loca?

Belle respondió:

—No pierdas la cabeza, Gordito. Vamos a liquidarlo de una vez para todas.

—¿Qué? ¿Te figuras que te voy a ayudar en un asesinato…?

—¡Cállate!. Eso sería lo lógico…, pero te falta valor. Afortunadamente, no es necesario con lo que lleva dentro.

—¿Qué quieres decir?

—Ahora es nuestro criado. Hará lo que le mandemos. Ya no nos molestará más.

—Pero, por Dios, Belle, no puedes tenerlo drogado indefinidamente. Cuando salga de esto…

—Deja de hablar como un abogado. Yo sé lo que puede hacer esta droga. Cuando vuelva en sí hará lo que yo le haya dicho que haga. Le diré que nunca nos persiga legalmente, y no lo hará nunca. Le diré que deje de meter las narices en nuestro negocio y nos dejará en paz. Le diré que vaya a Tombuctú y se irá allí. Le diré que se olvide de todo esto y se olvidará… y sin embargo lo hará.

Yo la escuchaba, entendiendo lo que decía, pero sin estar en absoluto interesado. Si alguien hubiese gritado que la casa estaba ardiendo también lo hubiese entendido, pero tampoco me hubiese interesado.

—No lo creo.

—¿No? —Le miró de un modo extraño—. Pues deberías creerlo.

¿Cómo? ¿Qué quieres decir?

Déjalo correr. Este producto funciona bien. Pero primero tenemos que…

Fue entonces cuando Pet empezó a maullar. No se oye maullar a un gato a menudo; a veces no se le oye en toda su vida. No lo hacen cuando pelean, por mucho que les lastimen, y nunca lo hacen por contrariedad. Un gato solamente maúlla cuando está completamente fuera de sí, cuando la situación le resulta insoportable, pero fuera de su comprensión, y no le queda ya ningún otro recurso.

Le recuerda a uno algo fantasmagórico. Y, además, resulta difícil de soportar: lo hacen en una frecuencia que ataca a los nervios.

Miles se volvió y dijo:

—¡Maldito gato! Tendremos que echarlo.

—Mátalo —dijo Belle.

—¿Qué? Siempre has sido demasiado radical, Belle. Dan armaría más jaleo por este miserable animal que si le hubiésemos dejado completamente desnudo. Vamos…

Se volvió y cogió el maletín de Pet.

—¡Seré yo quien lo mate! —dijo Belle, con acento salvaje—. Hace meses que tengo ganas de matar a ese maldito.

Se volvió alrededor en busca de alguna arma, y la encontró: el atizador de la chimenea; se precipitó hacia él, y lo agarró.

Miles cogió a Pet e intentó meterlo en el maletín.

«Intentó» es la palabra exacta. Pet no desea que le coja nadie, salvo yo mismo o Ricky, y ni siquiera yo le cogería cuando estaba maullando, sin antes tomar muchas precauciones; un gato emotivamente perturbado es tan detonante como el fulminato de mercurio. Pero, aunque no hubiese estado perturbado, Pet ciertamente no hubiese permitido que le agarrasen por la piel del cogote.

Pet le alcanzó con las garras en el antebrazo y los dientes en la parte carnosa del pulgar. Miles gritó, y le dejó caer.

Belle lanzó un chillido agudo:

—¡Apártate, Gordito! —y disparó un golpe con el atizador.

Las intenciones de Belle eran lo suficientemente claras, y además de fuerza tenía el arma. Pero no tenía habilidad en el manejo del arma, mientras que Pet sí la tenía en el de las suyas. Esquivó el golpe escapándose por debajo de la trayectoria del hierro e hincó sus cuatro garras en la muchacha, dos en cada pierna.