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Belle lanzó un aullido y soltó el atizador.

No vi mucho de lo que siguió. Todavía estaba mirando hacia delante y podía ver la mayor parte de la sala de estar, pero no podía ver nada fuera de aquel ángulo, porque nadie me decía que mirara en otra dirección. De modo que seguí el resto de lo que ocurrió principalmente por el sonido, salvo una vez en que pasaron a través de mi zona visual, dos personas a la caza de un gato y luego, con rapidez increíble, dos personas perseguidas por un gato. Prescindiendo de esta breve escena, me daba cuenta de la batalla por los ruidos de las caídas, carreras, gritos, maldiciones y chillidos.

Pero no creo que llegaran nunca ni a tocarle.

Lo peor que me ocurrió a mi aquella noche fue que en la hora de mayor gloria de Pet, su mayor batalla y su mayor victoria, no solamente no vi los detalles, sino que estaba completamente incapaz de apreciarlos. Vi y oí, pero carecía de sentimientos sobre todo aquello; en su supremo Momento de Verdad, yo estaba insensible.

Lo recuerdo ahora y me despierta una emoción que no pude entonces sentir. Pero no es lo mismo; me lo han robado para siempre más, como a un narcotizado en su luna de miel.

Las caídas y las maldiciones cesaron repentinamente, y pronto Miles y Belle volvieron a la sala de estar. Belle dijo con voz entrecortada:

—¿Quién dejó abierta aquella maldita persiana?

—Tú. Cállate y no hables más. Ya se ha ido.

Miles tenía sangre en la cara además de las manos; se tocó las nuevas heridas de la cara, con lo cual no las mejoró. Se debía haber caído en un momento dado, pues así lo parecía por el estado de su ropa, y su americana estaba abierta por la espalda.

—No pienso callarme. ¿Tienes una pistola en la casa?

—¿Qué?

—Voy a matar a ese maldito gato.

Belle aún estaba peor que Miles: había tenido más piel expuesta al ataque de Pet; piernas, brazos y hombros descubiertos. Era evidente que no iba a llevar vestidos con tirantes durante una temporada larga, y a menos de que se cuidara, lo probable era que le quedaran cicatrices. Parecía una arpía después de un combate de lucha libre con sus hermanos.

—¡Siéntate! ordenó Miles.

La chica respondió brevemente, y por implicación negativamente:

—Voy a matar a ese gato.

—Entonces no te sientes. Ve a lavarte. Te ayudaré a ponerte yodo y lo demás, y tú me podrás ayudar a mí. Pero olvídate del gato. Hemos tenido suerte de librarnos de él.

Belle respondió con cierta incoherencia, pero Miles la entendió.

—Y lo mismo para ti —respondió él—. Mira, Belle, si tuviese un arma, y no es que diga que la tengo, y tú salieras y empezaras a disparar, tanto si te cargabas al gato como si no, tendrías aquí a la policía antes de diez minutos, hurgándolo todo y haciendo preguntas. ¿Quieres que suceda eso mientras le tenemos a él entre manos?

—E hizo un gesto con el pulgar en dirección hacia mi—. Y si esta noche sales de casa sin un arma, aquella fiera probablemente te matará a ti. —Frunció el ceño aún más profundamente:

—Debería haber leyes que prohibiesen tener animales de esa especie. Es un peligro público. Escúchale.

Todos podíamos oír a Pet que merodeaba alrededor de la casa. Entonces no maullaba; lanzaba su grito de guerra, invitándoles a escoger sus armas y a salir, de uno en uno o todos a la vez.

Belle escuchó y se estremeció.

—No te preocupes dijo Miles—; no puede entrar. No sólo he puesto el cerrojo a la persiana que te dejaste abierta, sino que he cerrado la puerta.

—¡No fui yo quien la dejó abierta!

—Como quieras.

Miles siguió su ronda comprobando que los cerrojos de las ventanas estaban echados. Luego Belle salió de la habitación, y él después. Cuando estuvieron fuera, Pet se calló. No sé cuánto tiempo estuvieron fuera; el tiempo no significaba nada para mí.

Belle fue la primera en volver. Su maquillaje y su peinado eran perfectos; se había puesto un vestido de mangas largas y de cuello alto, y se había cambiado las desgarradas medias. Salvo por las tiras de esparadrapo en su cara, no se veían otras señales de la batalla. Si no hubiese sido por la expresión de su cara, la habría considerado, en distintas circunstancias, como una visión deliciosa.

Vino directamente hacia mí y me dijo que me levantase. Me registró rápida y expertamente, sin olvidarse del bolsillo del reloj, de los bolsillos de la camisa y de aquel bolsillo diagonal de la parte interior de la americana del que carecen la mayor parte de los trajes. El botín no fue mucho: mi cartera con una pequeña cantidad en efectivo, tarjetas de identidad, permiso de conducir, llaves, un inhalador nasal contra la huminiebla, otras cosas sin importancia, y el sobre que contenía el cheque certificado que ella misma había comprado y me había enviado. Le dio la vuelta, leyó el endose que yo había escrito, y pareció perpleja.

—¿Qué es eso, Dan? ¿Te has comprado un seguro?

—No.

Se lo hubiese contado todo, pero lo único que sabía hacer era responder a la última pregunta.

Arrugó el ceño y dejó el cheque con el resto del contenido de los bolsillos. Entonces se apercibió del maletín de Pet, y por lo vi, recordó el bolsillo interior que utilizaba como cartera, pues levan el maletín y abrió el bolsillo.

Encontró el juego en cuadruplicado de la docena y media formularios que habla firmado para la Compañía de Seguros Mutuos. Se sentó y comenzó a leerlos. Yo me quedé donde me habían dejado, como un maniquí de sastre a la espera de que lo guardase Entonces entró Miles, en bata y zapatillas, y con una cantidad bastante apreciable de gasa i esparadrapo. Parecía un boxeador de cuarta categoría cuyo entrenador hubiese permitido que le diese una paliza. Llevaba una venda sobre el cuero cabelludo, de delante a atrás de su calva cabeza; Pet le debía haber dado cuando estaba en el suelo.

Belle alzó la vista, le hizo un gesto en silencio, y le indicó con mano el montón de papeles que acababa de revisar. Él se sentó comenzó a leer. La alcanzó en la lectura y terminó el último leyendo por encima del hombro de la muchacha.

Belle dijo:

—Eso hace que las cosas varíen.

—Más que eso. La orden de depósito es para el cuatro de diciembre; es decir, mañana. ¡Belle, aquí está que arde! ¡Tenemos que sacarlo de aquí! —Miró al reloj—. Por la mañana le estarán buscando.

—Miles, a ti siempre te entra miedo cuando las cosas se ponen á presión. Esto es una suerte, quizá la mejor suerte que podía tocarnos—.

—¿Qué quieres decir?

—Esa sopa para zombies, a pesar de ser muy buena, tiene ~ fallo. Supongamos que se la das a uno y que le cargas de todo lo que quieres que haga. Está bien; lo hace. Hace lo que le has mandado porque no tiene más remedio. Pero, ¿sabes algo acerca del hipnotismo?

—No mucho.

—¿Es que sabes algo que no sea derecho, Gordito? Careces por completo de curiosidad. Un dominio posthipnótico se reduce a eso, puede estar en oposición, en realidad es casi seguro que está CII oposición, a lo que el sujeto realmente quiere hacer. Eventualmente puede hacerle ir a parar a manos de un psiquiatra. Y si el psiquiatra es medio bueno, lo más probable es que al final descubra lo que Ocurre. Cabe la posibilidad de que Dan acabe por ir a uno de ellos y que le liberen de las órdenes que yo pueda darle. De ser así, podría dar mucho trabajo.

—¡Maldita sea! Me dijiste que la droga era completamente segura.

—Por favor, Gordito; en esta vida siempre hay que arriesgarse. Eso es lo que le da aliciente. Déjame pensar.

Al cabo de un momento, dijo:

—Lo más sencillo y más seguro es dejarle que cumpla su intención de dar el salto del sueño para el que está preparado. No podría molestarnos menos si estuviese muerto, y no hace falta que nos arriesguemos. En vez de tener que darle una serie de órdenes complicadas y luego confiar en que no se libere de ellas, basta con mandarle que prosiga con su intención de tomar el sueño frío y sacarle de aquí… O sacarle de aquí y ponerle sobrio. —Se volvió hacia mí—. Dan, ¿cuándo vas a tomar el sueño?