Sin pies no podía continuar avanzando, y me caí en la nieve, que estaba caliente como el hielo. Me quedé dormido mientras la pequeña Ricky lloraba implorándome que no lo hiciese. Pero no tenia más remedio que dormir.
Me desperté en la cama con Belle. Me estaba sacudiendo mientras decía:
¡Despierta, Dan! No puedo esperarte treinta años; una mujer tiene que pensar en su futuro.
Intenté levantarme y entregarle los sacos de oro que tenía debajo de la cama, pero ya se había ido… Además, una Muchacha de Servicio había ya recogido todo el oro y lo había puesto en la bandeja superior, y se había marchado de la habitación. Intenté correr tras ella, pero no tenía pies, no tenía cuerpo, según comprendí entonces. El mundo consistía en sargentos instructores y mucho trabajo… de modo que, ¿qué importancia tenía dónde y cómo se trabajase? Dejó que me volviesen a poner los arneses y empecé de nuevo a escalar la helada montaña. Era muy blanca y redondeada, y con tal de que consiguiera ascender a la rosada cumbre me dejarían dormir, que era lo que yo necesitaba. Pero no lo conseguí nunca: no tenía manos, ni pies, ni nada…
Había fuego en la montaña del bosque. La nieve no se fundía, pero mientras tanto proseguía mi lucha podía sentir cómo el fuego me alcanzaba en oleadas. El sargento estaba inclinado sobre mí:
—Despierta… despierta… despierta.
Apenas acababa de despertarme y ya quería que volviera a dormirme. De lo que ocurrió luego durante un rato, no estoy seguro. Parte del tiempo estaba sobre una mesa que vibraba debajo de mi, y había luces e instrumentos como serpientes, y mucha gente. Pero cuando estaba completamente despierto me encontraba en la cama de un hospital y me sentía bien, salvo por aquella lánguida sensación, como si flotara a medias, que se siente después de un baño turco. Volvía a tener manos y pies, pero nadie me hablaba, y cada vez que quería hacer una pregunta una enfermera me metía algo en la boca. Me hacían mucho masaje.
Y luego, una mañana, me sentí perfectamente y me levanté tan pronto como hube despertado. Me sentía un poco mareado, pero eso era todo. Sabía quién era, sabía cómo había llegado allí, y sabía que todo lo demás habían sido sueños.
Sabía quién me había metido allí. Si mientras estaba bajo la influencia de las drogas Belle me había ordenado que olvidase sus andanzas, las órdenes no habían calado en mí o bien treinta años de sueño frío había desvanecido el efecto hipnótico. No recordaba con claridad algunos detalles, pero sabía cómo se las habían arreglado para llevarme allí.
No estaba excesivamente enojado por ello. Cierto que todo había ocurrido solamente «ayer», puesto que ayer es el día que precede a un sueño del día de hoy; aunque aquel sueño había sido de años… No se puede definir exactamente la sensación, puesto por completo subjetiva, pero, mientras mi memoria era clara los a los acontecimientos de «ayer», mis sentimientos respecto aquellos acontecimientos eran como los que se tienen para remotas. ¿Habéis visto por la televisión esas imágenes de un jugador proyectadas como espectros sobre otras imágenes del conjunto del campo de juego? Pues era algo así. Mi recuerdo consciente era cercano, pero mi reacción emotiva era como algo muy distante en el tiempo y en el espacio.
Mi intención de ir en busca de Miles y de Belle y de hacerla picadillo era firme, pero no tenía prisa. Lo mismo valdría pan el año próximo; de momento, lo que verdaderamente me apetecía era verle la cara al año 2000.
Pero, ¿dónde estaba Pet? Debía haber estado por allí… a que el pobre infeliz no hubiese sobrevivido al Sueño.
Entonces —y sólo entonces— recordé que mis cuidadosos para traer a Pet conmigo habían fracasado.
Saqué a Belle y Miles de mi compartimento de «Esperar» y coloqué en el de «Urgente». Habían intentado matar a mi gato, ¿no?
Habían hecho algo peor que matar a Pet: le habían echado calle y le habían convertido en salvaje… para que terminase sus merodeando por miserables callejuelas en busca de migajas, mientras sus costillas se adelgazaban y su dulce carácter se iba deformando y se hacía desconfiado hacia los animales de dos patas.
Le habían dejado morir —pues sin duda estaba muerto a estas horas—, le habían dejado morir pensando que yo le había abandonado.
Me lo iban a pagar… si es que aún estaban vivos. ¡Oh, deseaba que estuvieran vivos ! ¡Lo indecible!
Me encontré de pie junto a la cama, aguantándome a la barra para no caer, vestido solamente con mi pijama. Miré en derredor en busca de alguna manera de llamar a alguien. Las habitaciones de los hospitales no habían variado mucho. No había ventana y no ver de dónde venia la luz; la cama era alta y delgada, tal como recordaba que siempre habían sido las camas de hospital, mostraba señales de haber sido dispuesta de manera que sirviese para algo más que para dormir en ella —entre otras cosas parecía tener un sistema de tuberías por debajo, algo que sospeché era un orinal mecánico, y la mesa de noche era parte de la misma estructura de la cama. Pero, si bien en circunstancias normales hubiese estado muy interesado en todo aquello, en aquel momento lo único que quería era encontrar aquella cosa en forma de pera que sirviese para llamar a la enfermera: quería mi ropa.
No encontré el interruptor, la pera, pero en cambio descubrí en qué se había convertido: en un interruptor a presión al lado de aquella mesa que no era del todo una mesa. Al tratar de alcanzarlo lo golpeé, y en una región transparente frente adonde mi cabeza hubiese estado, si yo hubiera estado en la cama, se encendió el letrero que decía: LLAMADA AL SERVICIO. Casi inmediatamente desapareció, siendo sustituido por UN MOMENTO, POR FAVOR.
Muy pronto se corrió silenciosamente la puerta y entró la enfermera. Las enfermeras no habían variado mucho. Aquélla era de bastante buen ver, y tenía los conocidos modales de un sargento instructor, llevaba un elegante gorrito blanco sobre su cabello corto de color orquídea, e iba vestida con un uniforme blanco. El uniforme era de un corte extraño que la tapaba por un lado y la destapaba por otro de una manera diferente a la de la moda de 1970-pero los vestidos de las mujeres, incluso los uniformes de trabajo, lo estaban haciendo siempre. Hubiese sido siempre una enfermera, en cualquier año, nada más que por sus modales inconfundibles.
—¡Vuélvase a la cama!
—¿Dónde está mi ropa?
—Vuélvase a la cama. ¡En seguida!
Respondí tratando de ser razonable:
—Mire enfermera; soy un ciudadano libre, mayor de edad, y no soy un criminal. No tengo por qué volverme a esa cama, y no lo voy a hacer. Y ahora me va usted a decir dónde está mi ropa, ¿o es que voy a tener que salir tal como estoy a buscarla?
Me miró, luego se volvió de repente y salió; la puerta se escondió a su paso.
Pero no se escondió cuando quise pasar yo. Estaba aún intentando descubrir el mecanismo, con la seguridad de que si un ingeniero Podía idearlo, Otro ingeniero podría descubrirlo, cuando se volvió a abrir y entró un hombre.
—Buenos días —dijo—. Soy el doctor Albrecht.
Su traje me pareció una especie de cruce entre un domingo Harlem y un picnic, pero sus modales decididos y sus cansados o tenían un aspecto francamente profesionaclass="underline" le creí.
—Buenos días, doctor. Quisiera que me entregasen mi r~
Entró justo lo suficiente para dejar que la puerta se cerrase t él, luego rebuscó por sus ropas y extrajo de ellas un paquete de cigarrillos. Sacó uno, lo sacudió al aire, lo colocó en su boa aspiró: el cigarrillo se encendió. Me ofreció la cajetilla:
—¿Quiere uno?
—Oh, no, gracias.
—Puede hacerlo; no le hará daño.
Meneé la cabeza. Siempre había trabajado con un cigarrillo encendido a mi lado; el progreso de uno de mis trabajos podía juzgado por los desbordantes ceniceros y las quemaduras en tableros de dibujo. Pero ahora me sentía algo mareado a la vista del humo, y me pregunté si durante mis años de sueño no había abandonado mi hábito de fumador.