—Gracias de todos modos.
—Está bien, señor Davis. Hace seis años que estoy aquí. Soy especialista en hipnología, resurrección y demás asuntos semejantes Aquí y en otros lugares he ayudado a ocho mil setenta y ti pacientes a volver de la hipotermia a la vida normal. Usted es número ocho mil setenta y cuatro. Les he visto hacer toda clase cosas raras al volver en sí; raras para los profanos, pero no para t Algunos de ellos quieren volverse a dormir enseguida y me gritan cuando trato de mantenerles despiertos. Algunos consiguen verdaderamente volverse a dormir y tenemos que llevarlos a otra clase institución. Otros empiezan a llorar interminablemente cuando dan cuenta de que ha sido un billete de ida solamente y de que demasiado tarde para regresar a su punto de partida, al año del que salieron. Y algunos, como usted, piden su ropa y quieren salir corriendo a la calle.
—Bueno. ¿Y por qué no? ¿Es que estoy prisionero?
—No. Podemos darle su ropa. Me imagino que la encontra pasada de moda, pero eso es problema suyo. No obstante, mientras la envío a buscar, ¿le importaría a usted decirme qué hay que sea de una urgencia tan terrible que necesita usted atenderlo precisamente en este instante… después de que ha esperado treinta años? ~ es el tiempo que usted ha estado a baja temperatura: treinta años. ¿Es verdaderamente tan urgente? ¿O podría esperar hasta un más tarde, hoy mismo? ¿O incluso hasta mañana?
Me estaba ya precipitando a decir que sí era urgente, cuando me detuve algo avergonzado:
—Quizá no sea tan urgente.
—Entonces, y como un favor para mí, ¿Quiere usted volverse a meter en la cama, permitirme que le examine, desayunar, y quizás hablar conmigo antes de empezar a galopar en todas direcciones? Incluso tal vez pueda indicarle a usted la dirección en que debe galopar.
—Bueno, está bien, doctor. Lamento haberle causado molestias.
Volví a trepar a la cama. Se estaba bien en ella; de repente me sentía cansado y conmocionado.
—Ninguna molestia. Debería usted ver algunos de los casos que se nos presentan. Tenemos que bajarles del techo. —Arregló las cubiertas alrededor de mis hombros, y se inclinó sobre la mesa que formaba parte de la cama—. Aquí, el doctor Albrecht en el diecisiete. Envien un ayudante con el desayuno… minuta cuatro menos.
Se volvió hacia mí y dijo:
—Vuélvase y levántese la chaqueta. Quiero examinarle las costillas. Mientras le veo puede ir haciendo preguntas, si es que lo desea.
Mientras me hurgaba las costillas intenté pensar. Supongo que lo que utilizaba era un estetoscopio, pero aquello más bien parecía un aparato en miniatura para sordos. Pero había una cosa que no había variado; el micrófono que apretó contra mí era tan duro y tan frío como siempre.
¿Qué es lo que uno pregunta al cabo de treinta años? ¿Han llegado ya a las estrellas? ¿Quién está ahora preparando «La Guerra para acabar con las Guerras»? ¿Salen los niños de tubos de ensayo?
—Doctor, ¿hay todavía máquinas para vender confites en las antesalas de los cines?
—La última vez que estuve las había. Pero no dispongo de mucho tiempo para ir al cine. Y de paso sea dicho, ahora no se les llama «cines», sino «agarres».
—¿Por qué?
—Pruébelo. Ya verá por qué. Pero asegúrese de atarse bien al cinturón del asiento; hay momentos en que anulan todo el teatro. Mire, señor Davis; nos encontramos cada día con el mismo problema, de modo que hemos adoptado una rutina. Tenemos vocabularios de adaptación para cada año de entrada, así como sumarios culturales e históricos. Es verdaderamente necesario, pues la desorientación puede ser extrema, por más que hagamos para aliviar el impacto.
—Sí, supongo que así debe ser.
—Segurisimo. Especialmente en un período extremo como el de usted. Treinta anos.
—¿Son treinta años el máximo?
—Sí y no. Treinta y cinco años es el máximo que hemos experimentado, puesto que el primer cliente que fue puesto a subtemperatura lo fue en diciembre de año 1965. Usted es el Durmiente de más tiempo que yo haya despertado. Pero tenemos aquí clientes con contratos de hasta un siglo y medio. No deberían nunca haberle aceptado a usted por treinta anos; entonces no sabían lo bastante. Le arriesgaron mucho la vida. Ha tenido suerte.
—¿De veras?
—De veras. Dé la vuelta. —siguió examinándome y añadió—:
Pero con lo que ahora hemos aprendido estaría dispuesto a preparar a un hombre para un salto de mil años, si es que hubiese alguna manera de financiarlo… Le mantendría durante un año a la temperatura a que usted estaba para comprobar, y luego le haría descender a doscientos bajo cero en un milisegundo. Creo que viviría. Probemos ahora sus reflejos.
Aquel descenso de temperatura no me hacia gracia.
El doctor Albrecht prosiguió:
—Siéntese y cruce las rodillas. La cuestión del idioma no le parecerá difícil. Naturalmente, he tenido buen cuidado de utilizar el vocabulario de 1970; tengo la pretensión de poder hablar en cualquiera de los lenguajes de entrada de mis clientes; los he estudiado en hipnosis. Pero usted podrá hablar el idioma contemporáneo perfectamente dentro de una semana; en realidad solamente se trata de nuevas palabras.
Pensé decirle que por lo menos había utilizado cuatro veces palabras que no se utilizaban en 1970, o por lo menos no se utilizaban en aquel sentido, pero decidí que no seria cortés decírselo.
—Eso es todo de momento —dijo finalmente—. Y de paso, la señora Schultz ha estado tratando de entrar en contacto con usted.
—¿Quién?
—¿No la conoce? Insistió diciendo que era una antigua amiga de usted.
—Schultz —repetí yo—. Me imagino que he conocido a varias señoras Schultz en mi vida, pero la única que recuerdo con exactitud fue mi maestra de cuarto grado. Pero debe haber muerto ya.
—Quizá tomó el Sueño. Bueno, puede usted aceptar el mensaje cuando le parezca bien. Voy a firmar su libertad. Pero si es usted listo de veras se quedará aquí algunos días estudiando reorientación. Le volveré a ver más tarde. ¡Hasta la vista!, como decían en su tiempo. Aquí viene el asistente con el desayuno.
Pensé que era mejor médico que lingüista. Pero dejé de pensar en eso en cuanto vi al asistente, que entró rodando cuidadosamente y evitando chocar con el doctor Albrecht, quien salió sin desviarse y sin preocuparse por su parte de evitar el encuentro.
Se acercó, ajustó la mesa de cama, la hizo oscilar hacia mi, y sobre ella dispuso mi desayuno con gran meticulosidad.
—¿Quiere que le sirva el café?
—Sí, por favor.
Realmente no quería que me lo sirviesen, pues hubiera preferido que se hubiese conservado caliente hasta haber terminado lo demás. Pero quería ver cómo lo servía. Pues estaba deliciosamente asombrado…, era Frank Flexible.
No el modelo primitivo y deslavazado que Miles y Belle me habían robado, naturalmente. Éste se parecía al primer Frank de la misma manera que un rápido a turbinas se parece a los primeros coches sin caballos. Pero uno reconoce su propio trabajo. Rabia fijado la idea original y lo presente representaba la necesaria evolucion… era el bisnieto de Frank, perfeccionado, elegantizado, más eficiente… pero de la misma sangre.
—¿Desea algo más?
—Espera un momento.
Al parecer no debía haber dicho eso, pues el autómata rebuscó en su interior y sacó una hoja de plástico rígida que me entregó. La hoja permaneció atada a él por medio de una delgada cadena de acero. La miré y en ella vi impreso lo siguiente:
CÓDIGO VOCAL —Castor Servicial Modelo XVII-¡ADVERTENCIA IMPORTANTE! Este autómata servicial NO comprende el lenguaje humano. Como es una máquina no comprende absolutamente nada. Pero para conveniencia de ustedes ha sido diseñado de modo que responda a una lista de órdenes habladas. No hará caso de ninguna otra cosa que se diga en presencia suya, o bien (cuando alguna frase se induzca de modo incompleto o de tal modo que se cree un circuito de dilema) ofrecerá esta hoja de instrucciones. Le rogamos la lea cuidadosamente.