Al principio me molestaba hacerlo, ya que tenía que acudir al trabajo por Los Caminos y ni siquiera disponía de un saltagravedad. Dije lo que me parecía, y por poco pierdo mi empleo… hasta que el encargado recordó que era un durmiente y que realmente no lo comprendía.
—Se trata de una cuestión de sencilla economía, hijo mío. Son vehículos excedentes que el gobierno ha aceptado en garantía a cambio de préstamos para mantener los precios. Ahora tienen dos años y ya nunca podrán ser vendidos… De modo que el gobierno los desguaza y los vende como chatarra a la industria del acero. No es posible hacer funcionar un alto horno solamente con mineral de hierro; también es necesario tener chatarra. Eso debes saberlo aunque seas un durmiente. En realidad, con la actual escasez de mineral de buena calidad, la demanda de chatarra es cada día mayor. La industria del acero necesita estos coches.
—Pero ¿para qué construirlos, si no pueden ser vendidos? Parece una pérdida inútil.
—Solamente lo parece. ¿Quieres que la gente se quede sin empleo? ¿Quieres que descienda el nivel de vida?
—¿Y por qué no los envían al extranjero? Me parece a mí que SE podría obtener más por ellos en el mercado libre extranjero que como chatarra.
—¿Y arruinar el mercado de exportación? Además, si comenzásemos el dumping de automóviles en el extranjero Pospondríamos a malas con todo el mundo: con Japón, Francia, Alemania, Asía Grande… Con todo el mundo. ¿Qué te propones? ¿Armar una guerra? —Suspiró, y prosiguió en un tono paternal—: Ve a la Biblioteca pública y saca algunos libros. No tienes derecho a opina sobre estas cosas hasta que sepas algo de ellas.
De modo que me callé. No le dije que pasaba todo mi tiempo libre en la biblioteca pública o en la biblioteca de la UCLA. Había evitado admitir que era, o que había sido, un ingeniero. Pretender que era ahora un ingeniero hubiese sido algo así como dirigirse a Du Pont y decirles: «Caballeros, soy un alquimista ¿necesitan ustedes mis servicios?».
Volví a plantear la cuestión solamente otra vez más, porque observé que muy pocos de los coches para el mantenimiento de precios estaban verdaderamente a punto de circular. El trabajo era basto y con frecuencia carecían de partes esenciales, tales como instrumentos indicadores o de acondicionadores de aire. Pero cuando un día pude observar por la manera como los dientes de la máquina de aplastar mordían uno de los coches, que incluso les faltaba el motor, volví a hablar del asunto.
El jefe de turno me miró asombrado.
—¡Vaya, muchacho! ¿No esperarás realmente que se esmeren con coches que no son sino excedentes? Estos coches ya iban apoyados por préstamos para control de precios antes de salir de la línea de montaje.
Esta vez me callé, y me quedé callado. Más valdría que me dedicase exclusivamente a la ingeniería; la economía era demasiado esotérica para mi.
Pero tenía tiempo de sobras para pensar. El empleo que tenía no era verdaderamente un empleo para mi; todo el trabajo lo hacía Frank Flexible en sus diversos disfraces. Frank y sus hermano~ hacían funcionar la prensa, llevaban los autos a su sitio, desplazaban la chatarra, contaban y pesaban las cargas; mi trabajo consistía en estar de pie en una pequeña plataforma (no me permitían que me sentase), asido de un interruptor que podía detener toda la operación si algo funcionaba mal. Nunca nada falló, pero pronto descubrí que se esperaba de mí que descubriese por lo menos un fallo en los autómatas a cada turno, que detuviese el proceso, y que enviase a buscar un equipo de socorro.
Bueno, el caso era que me pagaban veinte dólares diarios, lo cual me permitía seguir comiendo. Lo primero es lo primero.
Descontada la seguridad social, la cuota al gremio, el impuesto a la renta, el impuesto de defensa, el plan médico y la mutua del bienestar, me quedaban unos dieciséis dólares para llevarme a casa. Doughty se había equivocado al decir que una comida costaba diez dólares; era posible conseguir una comida muy decente por tres si no se insistía en pedir verdadera carne, y yo desafío a cualquiera a que me diga si un bistec ruso había empezado su vida en un tanque o al aire libre. Y con las historias que circulaban sobre la carne del mercado negro que podía causar envenenamiento por radiación, me sentía perfectamente feliz con sustitutos.
Dónde vivir había sido un problema. Como Los Ángeles no había disfrutado de la limpieza instantánea de barracas del plan de Guerra de Seis Semanas, habían ido a parar allí un número asombroso de refugiados (supongo que yo era uno de ellos, si bien entonces no se me había ocurrido pensarlo) y al parecer ninguno de ellos había vuelto nunca a su casa, ni siquiera de entre aquellos a quienes les quedaba casa adonde volver. La ciudad —si es que se puede llamar ciudad al Gran Los Ángeles, que es más bien un estado de cosas— había estado ahogada cuando yo me fui a dormir; ahora estaba llena a rebosar. Quizá fue un error suprimir la huminiebla; allá por los 60 algunos se marchaban cada año debido a la sinusitis.
Ahora por lo visto nunca se iba nadie.
El día que había salido del santuario me preocupaban varias cosas, principalmente: 1, encontrar un empleo; 2, encontrar sitio donde dormir; 3, ponerme al día en ingeniería; 4, encontrar a Ricky; 5, volver a la ingeniería —por mi cuenta, si es que resultaba humanamente posible—; 6, encontrar a Belle y a Miles y ajustaríes las cuentas— sin por ello ir a la cárcel—, y 7, varias otras cosas, tales como investigar la patente original de Castor Servicial y comprobar mi presunción de que en realidad era Frank Flexible (no es que ahora fuese eso importante, sino sencilla curiosidad), y examinar la historia corporativa de Muchacha de Servicio, Inc., etcétera.
He indicado lo precedente en orden de prioridad, pues había ya comprobado hacía años (gracias a casi haber perdido mi primer año de ingeniería) que si no se utilizan prioridades, cuando cesa la música uno se encuentra de pie. Naturalmente, algunas de aquellas prioridades iban juntas; tenía la esperanza de buscar a Ricky, así como a Belle y Cía., al mismo tiempo que empollaba ingeniería. Pero lo primero es lo primero, y lo segundo, lo segundo; encontrar un empleo venía antes que buscar un saco, porque los dólares son la llave para todo lo demás… cuando no se tienen.
Después de haber sido rechazado seis veces en la ciudad, había ido tras un anuncio al Distrito de San Bernardino, pero llegué allí diez minutos demasiado tarde; debía haber alquilado un cuarto enseguida, pero en cambio lo que hice fue volver a la ciudad, con la intención de encontrar una habitación, de levantarme muy temprano y de ser el primero en la cola para algún empleo que apareciese en la primera edición.
¿Cómo pude haberlo sabido? Dejé mi nombre en cuatro listas para casas de cuartos, y acabé en el parque. Allá me quedé, paseando para conservar el calor, hasta casi medianoche y luego lo dejé correr. Los inviernos del Gran Los Angeles son solamente subtropicales si se acentúa lo de «sub». Me refugié en una estación de los Caminos de Wilshire… y hacia las dos de la madrugada me cazaron en una redada con el resto de los vagabundos.
Las cárceles han mejorado. Aquélla era caliente, y me parece que exigían a las cucarachas que se enjugasen los pies.
Me acusaron de barraquear. El Juez era un joven que ni siquiera levantó la vista de su periódico, sino que dijo solamente:
—¿Todos ellos por vez primera?
—Sí, señor juez.
—Treinta días, o bien bajo palabra a una compañía de trabajo. Los siguientes.
Comenzaron a hacernos salir, pero yo no me movía.
—Un momento, juez.