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Quizás alguna agencia de detectives espléndidamente subvencionada podía haberse dedicado a explorar los ficheros de impuestos, de periódicos, y Dios sabe qué más, y hubiese acabado por encontrarles. Pero no disponía con qué subvencionar espléndidamente, y por otra parte carecía del talento y del tiempo para hacerlo yo mismo.

Finalmente, acabé por abandonar a Belle y a Miles, pero me prometí a mí mismo que, tan pronto como me fuese posible, encargaría a unos profesionales que buscasen a Ricky. Ya había averiguado que no poseía acciones de Muchacha de Servicio, y había escrito al Banco de América para averiguar si tenían o habían tenido algún depósito a su nombre. Recibí como respuesta una carta circular informándome que esas cuestiones eran confidenciales, de modo que había vuelto a escribir, diciendo que yo era Durmiente y que ella era mi único pariente en vida. Esta vez recibí una cortés carta, firmada por uno de los altos empleados de depósitos diciendo que lo lamentaba, que no era posible transmitir información sobre los beneficiarios de depósitos ni siquiera a una persona en circunstancias excepcionales, como era yo, pero que se creía justificado en darme la información negativa de que el Banco nunca había tenido, a través de ninguna de sus sucursales, ningún depósito a nombre de Federica Virginia Gentry.

Eso parecía dejar aclarada por lo menos una cosa: sea como fuese, aquellos pajarracos habían conseguido arrebatarle las acciones a la pequeña Ricky. Tal como había redactado mi adjudicación de las acciones, debería haber tenido que pasar por el Banco de América, pero no había pasado. ¡Pobre Ricky! Nos habían robado a los dos.

Intenté aún otra cosa más. El archivo del Superintendente de Instrucción de Mojave si que tenía información acerca de una estudiante llamada Federica Virginia Gentry. . pero tal alumno había sido transferido en 1971, perdiéndose allí la pista.

Por lo menos era un consuelo saber que alguien admitía que Ricky había como mínimo, existido. Pero podía haber ido a parar a cualquiera de los millares de escuelas públicas de los Estados Unidos. ¿Cuánto se tardaría en escribir a cada una de ellas? Y, aun suponiendo que accedieran a ello, ¿podrían sus archivos contestar a mi pregunta?

Entre doscientos cincuenta millones de personas, una muchachita puede perderse de vista como un guijarro en el océano.

Pero el fracaso de mi búsqueda me dejó en libertad para buscar empleo en Muchacha de Servicio Inc., ahora que Miles y Belle no lo dirigían. Podía haber probado cualquiera entre un centenar de firmas de autómatas, pero Muchacha de Servicio y Aladino eran las más importantes, tan importantes en su campo como Ford y General Motors lo habían sido en los buenos tiempos de los automóviles terrestres. Escogí Muchacha de Servicio en parte por razones sentimentales; quería ver en qué se había convertido mi antigua propiedad.

El lunes, 5 de marzo de 2001, fui a su oficina de personal, me puse en la cola de auxiliares intelectuales, llené una docena de formularios que no tenían nada que ver con ingeniería y uno que sí que tenía que ver… y me dijeron «no nos llame, ya le llamaremos nosotros».

Me quedé por allí y conseguí envalentonarme lo bastante para dirigirme a su subalterno, quien levantó la vista del formulario que tenía algo que ver con la ingeniería y me dijo que mi título no quería decir nada, puesto que había un intervalo de treinta años durante el cual no había utilizado mi talento.

Le hice observar que era un Durmiente.

—Eso es aún peor. En todo caso, no tomamos a nadie de más de cuarenta y cinco años.

—Pero yo no tengo cuarenta y cinco; tengo treinta.

—Usted nació en 1940; lo siento.

—¿Y qué debo hacer? ¿Pegarme un tiro?

Se encogió de hombros:

—Si yo fuese usted, solicitaría mi pensión de retiro.

Me marché apresuradamente, sin darle ningún consejo. Luego caminé un kilómetro dando vueltas frente a la entrada, y entré de nuevo. El gerente general se llamaba Curtis. Pregunté por él.

Pasé a través de las dos primeras capas diciendo sencillamente que tenía que verle. Muchacha de Servicio, Inc., no utilizaba sus propios autómatas como recepcionistas; las usaba de carne y hueso. Finalmente, llegué a un punto que estaba a unos ocho pisos de altura y, según me pareció, a unas dos puertas del jefe, y allí me encontré con una del tipo minucioso que insistió en saber qué es lo que quería.

Miré en derredor. Era una oficina más bien grande, donde había unas cuarenta personas de verdad, y además muchas máquinas. La muchacha dijo muy secamente:

—¿Bueno? Diga qué desea, y hablaré con la secretaria de citaciones del señor Curtis.

Entonces yo le dije en voz alta, asegurándome que todos lo oirían:

—¡Quiero saber qué piensa hacer con mi mujer!

Sesenta segundos después me encontraba en su oficina particular. Y levantó la vista:

—¿Bueno? ¿Qué son esas tonterías?

Se necesitó media hora y además algunos antiguos documentos para convencerle de que yo no estaba casado, y de que era el fundador de la casa. Después de eso, las cosas mejoraron mientras tomábamos unas copas y fumábamos unos cigarros, y me presentó al jefe de ventas y al ingeniero-jefe y a otros jefes.

—Creíamos que usted había muerto —me dijo Curtis—. En realidad, así lo dice la historia oficial de la Compañía.

—Se trata solamente de un rumor; debe ser algún otro D.B. Davis.

El jefe de ventas, Jack Galloway, dijo de repente:

—¿Qué hace usted ahora, señor Davis?

—No hago gran cosa. He estado, bueno… en el negocio de automóviles. Pero voy a dimitir. ¿Por qué?

—¿Por qué? ¿Es que no es obvio? —Se volvió al ingeniero jefe, el señor McBee—. ¿Ha oído, Mac? Todos ustedes, los ingenieros, son lo mismo; no son capaces de ver un aspecto comercial aunque se les ponga delante de las narices «¿Por qué?». Señor Davis, pues porque usted tiene un gran valor de propaganda, ¡por eso! Porque usted representa lo romántico. «El Fundador de la Firma Regresa de la Sepultura para Visitar al Hijo de su Cerebro. El Inventor del Primer Servidor Robot Contempla los Frutos de su Ingenio.»

Yo me apresuré a decir:

—Un momento, por favor… No soy ni un modelo anunciante ni una estrella codiciosa. Me gusta conservar mi vida privada. No vine aquí para eso. Vine en busca de un empleo… como ingeniero.

El señor McBee arqueó las cejas, pero no dijo nada.

Discutimos durante un rato. Galloway intentó convencerme de que se lo debía a la firma que había fundado. McBee dijo poco, pero era evidente que no creía que fuese a servir en su departamento; en un momento dado me preguntó qué sabía acerca del diseño de circuitos macizos. Tuve que admitir que lo único que sabía de ellos era a través de la lectura de algunas publicaciones no clasificadas.

Finalmente, Curtis propuso un acuerdo de compromiso:

—Señor Davis, es evidente que usted ocupa una posición muy especial. Puede decirse que usted fundó, no solamente esta firma, sino toda la industria. No obstante y según ha dicho el señor McBee, la industria ha adelantado desde el año en que usted entró en el Gran Sueño. Supongamos que le ponemos en nuestra plantilla con el título de «Ingeniero Investigador Emérito».

Vacilé un poco:

—¿Qué querría decir?

—Lo que usted quisiese. Pero debo decirle con franqueza que confiaríamos en que usted colaborase con el señor Galloway. No solamente fabricamos estos trastos, sino que tenemos que venderlos.