Me di cuenta de que estaba nuevamente mirando mis ropas. Mi alivio fue mayor de lo que podía soportar. Lo había conseguido. ¡Lo había conseguido! No era demasiado tarde.
—Gracias —dije —. Muchísimas gracias.
Parecía como si aquel hombre aún siguiese teniendo ganas de llamar a las reservas, de modo que añadí nerviosamente:
—Padezco de ataques repentinos de amnesia. Una vez perdí… cinco años completos.
—Me imagino que eso debería ser muy desagradable —dijo lentamente—. ¿Se siente usted lo bastante bien para responder a mis preguntas?
—No le acoses, cariño —dijo la mujer con suavidad—. Parece una buena persona. Creo que sencillamente se ha equivocado.
—Ya lo veremos. ¿Bueno?
—Me encuentro bien ahora… Pero por un momento me sentí bastante confuso.
—Está bien. ¿Cómo llegó hasta aquí? ¿Y por qué va usted vestido de esta manera?
—Si quiere que le diga la verdad, no estoy seguro de cómo llegué hasta aquí. Y desde luego no sé dónde estoy. Estos ataques me dan de repente. Y en cuanto a la manera de ir vestido… me figuro que podría usted llamarlo una excentricidad personal. Algo así como la manera en que usted precisamente va vestido… o no vestido.
Se miró a si mismo y sonrío.
—¡Ah, sí! Me doy perfecta cuenta de que la manera en que mi mujer y yo vamos vestidos… o no vestidos… debería ser explicada, si las circunstancias fueran diferentes. Pero preferimos que sean los que nos invaden los que se expliquen. La verdad es que usted no encaja aquí; ni vestido de esa manera ni de ninguna otra. En cambio, nosotros sí encajamos tal como vamos. Estos terrenos pertenecen al Club Solar de Denver.
John y Jenny Sutton pertenecían a esas gentes sofisticadas que no se escandalizan por nada, capaces de invitar a un terremoto a tomar el té.
Era evidente que a John no le satisfacían mis turbias explicaciones y que quería volver a interrogarme, pero Jenny se lo impidió. Me aferré a mi historia de los «ataques de mareo» y dije que lo último que recordaba era ayer por la tarde, y que había estado en Denver, en el New Brown Palace. Por fin dijo:
—Bueno, pues es bastante interesante, hasta apasionante, y me figuro que alguien que vaya a Boulder podrá dejarle allí, y podía tomar un autobús hasta Denver. —Me volvió a mirar—. Pero si le llevo conmigo a la caseta del club, la gente sentirá mucha, muchísima curiosidad.
Me miré. Me había sentido vagamente incómodo por el hecho de que yo iba vestido y ellos no; quiero decir que me parecía que era yo quien estaba en falta y no ellos.
—John… ¿Sería más sencillo si yo también me quitara la ropa?.
La idea no me turbaba; nunca había estado en uno de aquello campamentos de nudistas; no veía su objeto. Pero Chuck y yo habíamos pasado un par de fines de semana en Santa Bárbara y uno en Laguna Beach, y en las playas lo único que verdaderamente queda bien es la piel.
—Desde luego —asintió John.
—Cariño —dijo Jenny —, podría ser nuestro invitado.
—Pues… sí. Mira, querida, lo mejor que puedes hacer es volver a la caseta. Mézclate con la gente y procura que se enteren de que estamos esperando a un invitado de… ¿De dónde será, Dan
—Pues… de California; Los Ángeles. La verdad es que soy de allí
Casi dije «Gran Los Ángeles», y me di cuenta de que tendría que ir con cuidado con lo que decía. El «cine» ya no era los «táctiles»
—De Los Angeles. Eso y «Danny» es todo lo que hace falta; no utilizamos los apellidos, a menos de que se ofrezcan. De modo que amor mío, hazlo correr, como si fuera algo que ya sabía todo e mundo. Y dentro de media hora nos vas a buscar a la entrada. Pero en lugar de ir allí vienes aquí. Y tráeme mi maletín.
—¿Para qué el maletín, querido?
—Para esconder este disfraz. Es demasiado llamativo, incluso para alguien tan excéntrico como Danny dice que es.
Me levanté y me fui en seguida detrás de unos arbustos a desnudarme, puesto que una vez que se hubiese ido Jenny no hubiese tenido ya razón para sentir el pudor del vestido. Me era necesario hacerlo; no podía desnudarme y mostrar que llevaba veinte mil dólares en oro, al precio estándar de 1970 (sesenta dólares por onza) arrollados alrededor de mi cintura. No tardé mucho, pues con aquel oro me había hecho un cinturón, el lugar de un sencillo aro, y la primera vez que tuve dificultades con éste fue al sacármelo y ponérmelo para bañarme.
Cuando me hube quitado mis ropas envolví en ellas el oro e hice lo posible por pretender que todo aquello pesaba solamente lo que deberían haber pesado las ropas. John Sutton echó una ojeada al paquete, pero no dijo nada. Me ofreció un cigarrillo; los llevaba sujetos al tobillo. Eran una marca que ya creía que no iba a ver nunca más.
Lo agité, pero no se encendió. Luego dejé que me lo encendiese.
—Y ahora —dijo reposadamente—, que estamos solos, ¿hay algo que quieras decirme? Si tengo que responder por ti en el club, tengo que tener la seguridad, por lo menos, de que no crearás dificultades.
—John, no voy a crear dificultades. Es lo último que deseo.
—Hum… probablemente. Así pues, ¿solamente «ataques de mareo»?
Lo pensé. Era una situación imposible. Aquel hombre tenía derecho a saberlo. Pero era evidente que no creería la verdad… por lo menos, yo en su lugar no la hubiese creído. Pero sería peor si me creía; se armaría precisamente el jaleo que yo quería evitar. Me imagino que si hubiese sido un verdadero, honrado y legítimo viajero del tiempo, ocupado en investigación científica, hubiese buscado la publicidad, proporcionando pruebas indiscutibles, e invitando a los científicos a que efectuasen ensayos.
Pero no lo era; era un ciudadano particular y algo turbio, ocupado en un asunto sobre el cual no quería llamar la atención. No hacía sino buscar mi Puerta al Verano lo más discretamente posible.
—John… si te lo dijese no lo creerías.
—Hum… quizá. Pero en fin, vi caer a un hombre del espacio vacío… a pesar de lo cual no dio con suficiente fuerza en el suelo como para hacerse daño. Lleva unas ropas extrañas. Parece no saber dónde está, ni qué día es. Danny, he leído a Charles Fort, lo mismo que la mayoría de las personas. Pero nunca había esperado encontrarme con un caso. Y ahora que me lo he encontrado espero que la explicación sea tan sencilla como la de un juego de manos. ¿Así pues?
—John, algo que dijiste antes, la manera en que expresaste una cosa, me hace pensar que eres abogado.
—Sí, lo soy. ¿Por qué?
—¿Puedo hacerte una comunicación privada?
—Hum… ¿es que pides que te acepte como cliente?
—Si es que quieres expresarlo así, pues si. Es probable que necesite consejo.
—Venga, pues. Privado.
—De acuerdo. Vengo del futuro. Viajé por el tiempo.
No dijo nada durante unos instantes. Estábamos echados al sol. Yo lo hacía para mantenerme caliente; en mayo, Colorado es soleado pero fresco. John Sutton parecía estar acostumbrado, y no hacía sino pasar el rato, mordiendo una aguja de pino.
—Tienes razón —respondió—. No lo creo. Dejémoslo en lo de «ataques de mareo».
—Ya te dije que no lo creerías.
Suspiró:
—Digamos que no quiero creerlo. No quiero creer en fantasmas ni en la reencarnación y en nada de toda esa magia ESP. Me gustan las cosas sencillas que puedo comprender. Me parece que a la mayoría de la gente le ocurre lo mismo. De modo que mi primer consejo es que lo sigas considerando una comunicación privada. ~ lo hagas correr.
—Eso es lo que me conviene.
Dio la vuelta.
—Pero me parece que seria una buena idea quemar esas ropas Ya encontraré algo que te puedas poner. ¿Arderán?
—Pues no muy fácilmente. Se fundirán.
—Valdrá más que te vuelvas a poner los zapatos. Aquí acostumbramos a llevarlos, y ésos servirán. Si alguien te hace pregunta sobre ellos, di que han sido hechos a medida y que son ortopédicos