—Es precisamente lo que son.
—Está bien. —Empezó a desenvolver mis ropas antes de que pudiese detenerle—. ¡Qué diablos!
Era demasiado tarde, de manera que dejé que lo destapase
—Danny —dijo con voz extraña—, ¿es lo que parece?
—¿Qué es lo que parece?
—Oro.
—Sí.
—¿De dónde lo sacaste?
—Lo compré.
Lo tocó, probó la suavidad de aquella sustancia, sensual como la masilla, y lo sopesó.
—¡Diablos, Danny!… Escúchame con atención. Voy a hacerte una pregunta, y ten muchísimo cuidado en la manera de contestar la. Porque a mí no me sirve un cliente que no me diga la verdad Lo dejo. Y no me hago cómplice de un crimen. ¿Adquiriste legal mente esta sustancia?
—Si.
—¿Acaso no has oído hablar de la Ley de Reserva del Oro de 1968?
—He oído hablar de ella. Lo he adquirido legalmente, y tengo IE intención de venderlo a la Casa de la Moneda en Denver, a cambio de dólares.
—¿Acaso tienes licencia de joyero?
—No, John. Sencillamente, he dicho la verdad, tanto si me crees
como si no. Allá de donde vengo lo compré en la tienda, tan legalmente como lo es respirar. Ahora quiero convertirlo en dólares, en cuanto me sea posible. Sé que conservarlo es contrario a la ley. ¿Qué pueden hacerme silo pongo sobre el mostrador de la Casa de la Moneda y les digo que lo pesen?
—Nada, a la larga…, si te aferras a lo de los «ataques de mareo». Pero entre tanto te pueden molestar de lo lindo. —Lo miró—. Será mejor que lo ensucies un poco.
—¿Enterrarlo?
—No hace falta ir tan lejos. Pero, si lo que me dices es cierto, encontraste este oro en las montañas; es allí donde los mineros acostumbran a encontrar oro…
—Bueno… como tú digas. No me importan algunas mentiras inocentes, puesto que en todo caso me pertenece legítimamente.
—Pero, ¿es que es una mentira? ¿en qué fecha viste por primera vez este oro? ¿Cuándo entró en tu posesión por vez primera?
Intenté pensarlo. Fue el mismo día que salí de Yuma, o sea, un día de mayo de 2001. Hacía unas dos semanas…
—Pues, ya que lo preguntas así, John… La fecha en que vi por vez primera este oro fue… hoy, tres de mayo de 1970.
Asintió con la cabeza.
—De modo que lo encontraste en las montañas…
Como los Suttons se quedaban hasta el lunes por la mañana, yo también me quedé. Los demás miembros del club eran corteses, pero notablemente discretos en lo que respecta a los asuntos personales de uno, mucho más que ningún otro grupo en el que yo hubiese estado antes. Desde entonces me he enterado de que eso es costumbre corriente de los clubs de piel, pero entonces hizo que me pareciesen las gentes más discretas y más corteses que nunca haya conocido.
John y Jenny tenían su propia cabina, y yo dormí en una litera en el dormitorio de la caseta del club. Hacía un fresco excesivo. A la mañana siguiente, John me dio una camisa y un par de pantalones azules. Envolvimos mis propias ropas alrededor del oro y las pusimos dentro de una bolsa en la caja de su coche, que era un Jaguar Imperator, lo cual era suficiente para indicar que no se trataba de un insignificante abogado. Yo ya me había dado cuenta de eso por sus modales.
Me quedé con ellos por la noche, y el martes ya tenía algo de dinero. Nunca volví a ver aquel oro, pero en el curso de las siguientes semanas John me entregó su valor exacto como lingote en 1' Casa de la Moneda, menos la comisión corriente de los comprado res de oro autorizados. Sé que no se entendió directamente con I¡Casa de la Moneda, pues siempre me entregaba talones de lo compradores de oro. Nunca dedujo nada por sus servicios, ni ~ prestó a darme detalles.
No me importaba. En cuanto volví a tener dinero comencé actuar. Aquel primer martes, 5 de mayo de 1970, Jenny me acompañó, y alquilé un pequeño ático en el viejo distrito comercial. L amueblé con una mesa de dibujo, otra de trabajo, una litera di ejército y bien poca cosa más; ya tenía 120, 240, gas, agua corriente y un retrete que se atrancaba con facilidad. No necesitaba más, tenía que vigilar cada uno de mis céntimos.
Tener que dibujar por medio del viejo método del compás y d la T resultaba aburrido y lento, y no tenía ni un minuto que perder de manera que construí a Dan Dibujante antes de volver a montar a Frank Flexible. Con la diferencia de que esta vez Frank Flexíble se convirtió en Pet Proteico, el autómata para todo uso, conectado de tal manera que podría hacer casi todo lo que un hombre puede hacer, siempre y cuando se instruyese adecuadamente a sus tubo Thorsen. Sabía que Pet Proteico no quedaría así, sino que en sus descendientes se desarrollarían una multitud de dispositivos especializados, pero quería establecer mis derechos de la manera más amplia posible.
Para las patentes no se necesitan modelos que funcionen, sino sencillamente dibujos y descripciones. Pero yo necesitaba buenos modelos, modelos que funcionasen perfectamente y que cualquiera pudiese maniobrar, puesto que esos modelos tendrían que venderse a si mismos, demostrar lo prácticos que eran y que habían sido diseñados con una economía tan evidente en su eventual producción en ingeniería, que no solamente funcionaban, sino que representarían una buena inversión; la oficina de patentes está atiborrada de cosas que funcionan, pero que carecen de valor comercial.
El trabajo avanzaba lenta y rápidamente al mismo tiempo: rápidamente porque sabía con exactitud lo que hacía, y lentamente porque carecía de taller adecuado y de ayuda. Por fin, y con gran pesar, eché mano de mi preciosa reserva en efectivo para alquilar algunas herramientas, y a partir de entonces las cosas fueron mejor. Trabajaba desde el desayuno hasta quedar agotado, siete días por semana, salvo por cosa así como un fin de semana por mes con John y Jenny en el club del trasero-al-aire cercano a Boulder. A principios de septiembre tenía ya los dos modelos en funcionamiento satisfactorio y estaba a punto de comenzar con los dibujos y las descripciones. Diseñé, y encargué la fabricación de bonitas placas de cobertura para ambos, e hice que me cromasen las partes externas movibles; ésos fueron los únicos trabajos que di a hacer fuera y me dolió gastar el dinero, pero me pareció necesario. Desde luego, había utilizado en todo lo posible los componentes estándar que podían conseguirse; de otro modo no hubiese podido construir los modelos, ni hubiesen sido comerciales al ser terminados. Pero no me gustaba gastarme el dinero en embelecamientos hechos por encargo.
No tuve tiempo de salir, y fue mejor así. Una vez, cuando estaba comprando un servomotor, me encontré con un tipo a quien había conocido en California. Me habló, y le contesté antes de haberlo pensado.
—¡Hola, Dan! ¡Danny Davis! ¡Qué casualidad encontrarte aquí! Creía que estabas en Mojave.
Nos dimos la mano.
—Es solamente un breve viaje de negocios. Vuelvo dentro de pocos días.
—Yo vuelvo esta tarde. Llamaré a Miles y le diré que te he visto.
Puse cara de preocupado, y la verdad es que lo estaba.
—Por favor, no hagas eso.
—¿Por qué no? ¿Es que Miles y tú no sois ya aquellos amigos entrañables de siempre?
—Pues… mira, Mort, Miles no sabe que estoy aquí. Debería estar en Alburquerque en asuntos de la Compañía. Pero en vez de ir allí me vine aquí en avión para un asunto estrictamente personal. ¿Comprendes? No tiene nada que ver con la Compañía. Y no tengo ganas de discutirlo con Miles.
Puso cara de enterado.
—¿Cosa de mujeres?
—Pues… sí.
—¿Casada?
—Algo así.
Me dio un codazo en las costillas y guiñó el ojo.
—Comprendo. El viejo Miles es un puritano, ¿verdad? bueno, esta vez te haré de pantalla, y otra vez lo podrás hacer tú por mi. ¿Está buena?