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—No se me ocurriría una cosa así.

Me llevaron con su coche al Aeropuerto Internacional de Denver y Jenny me dio un beso de despedida a la entrada. Cogí el jet de la once para Los Angeles.

11

La tarde siguiente, 3 de diciembre de 1970, hice que un taxista me dejase a una manzana de la casa de Miles con suficiente antelación, pues no sabía exactamente a qué hora había llegado allí por primera vez.

Al acercarme a la casa había anochecido ya, pero sólo vi si automóvil junto a la acera, así que retrocedí unos cien metros, hasta un punto desde donde pudiera vigilar aquella porción de acera, aguardé.

Tras fumar unos cigarrillos vi cómo se detenía allí otro automóvil, y cómo se apagaban sus luces. Esperé otros dos minutos, y me apresuré a caminar hacia él. Era mi propio coche.

Yo no tenía la llave, pero eso no ofrecía dificultades: con frecuencia me ocurría que, al estar abstraído en algún problema de ingeniería, me olvidaba las llaves. Desde hacia tiempo había adquirido la costumbre de guardar otra copia en el maletero. La saqué me metí en el coche. Lo había dejado en una suave pendiente, di modo que, sin encender las luces ni poner en marcha el motor, deje que se deslizase hasta la esquina. Allí di la vuelta y puse en marcha el motor, pero sin encender las luces. Volví a dejarlo en la callejuela de la parte trasera de la casa de Miles, frente a la cual se encontraba su garaje.

El garaje estaba cerrado.

Miré a través de una sucia ventana y descubrí una forma cubierta con una sábana. Por su contorno me di cuenta de que se trataba de mi viejo amigo Frank Flexible.

Las puertas de los garajes no han sido construidas para resistir a un hombre decidido, armado con un hierro para neumáticos; por lo menos en la California de 1970. Sólo tardé unos segundos. Dividir a Frank en piezas transportables y meterlo en mi coche fue algo que llevó mucho más tiempo. Pero primero comprobé que los dibujos y las notas estaban donde había sospechado que estarían, y efectivamente, allí estaban, de modo que las saqué y las tiré al interior del coche, y después me ocupé del propio Frank. Nadie mejor que yo sabía cómo había sido montado, y facilitó enormemente las cosas el hecho de que no importaba si lo averiaba; a pesar de todo, tuve trabajo para casi una hora.

Acababa de guardar la última pieza, el armazón del sillón de ruedas, en la maleta del coche, y había bajado la tapa todo lo posible, cuando oí que Pet empezaba a maullar. Maldije el tiempo que había tardado en desmenuzar a Frank, y me apresuré a dar la vuelta al garaje y entrar en el patio trasero. Entonces comenzó el jaleo.

Me había prometido a mí mismo que iba a disfrutar de cada segundo del triunfo de Pet. Pero no lo pude ver. La puerta trasera estaba abierta, pero, si bien podía oir ruido de carreras, golpes, caídas, el terrible grito de guerra de Pet, y los chillidos de Belle, nunca tuvieron la delicadeza de presentarse ante mi campo de visión. De modo que me acerqué a la puerta de persianas, esperando ver algo de la carnicería.

¡Pero aquella maldita persiana estaba cerrada! Era lo único que no había seguido el programa. Metí frenéticamente la mano en mi bolsillo, me rompí una uña intentando abrir el cortaplumas, y con él conseguí abrirla justo a tiempo para apartarme de en medio en el mismo instante en que Pet chocaba contra la persiana como un motociclista de circo que salta a través de una barrera.

Me caí sobre un rosal. No sé si Belle y Miles intentaron seguirle. Lo dudo; en su lugar no me hubiese arriesgado. Pero estaba demasiado ocupado desenredándome para poderlo ver.

Una vez me hube levantado me quedé detrás de los matorrales y di la vuelta hacia un lado de la casa; quería apartarme de aquella puerta abierta y de la luz que salía de ella. Luego se trataba solamente de esperar a que Pet se tranquilizase. Lo que es entonces no lo iba a tocar, y desde luego no le iba a levantar.

Pero cada vez que pasaba junto a mí, intentando encontrar una entrada y lanzando su desafío, le llamaba en voz baja:

—Pet, ven aquí Pet. Cálmate, chico. Todo va bien.

Sabía que yo estaba allí y por dos veces me miró, por lo demás no me hizo ningún caso. Los gatos, cada cosa a su tiempo; en aquel momento le ocupaban negocios urgentes y no tenía tiempo de hace cariños a su papá. Pero yo sabia que se me acercaría en cuanto si emoción se hubiese calmado.

Mientras estaba allí acurrucado esperando, oí correr el agua en sus cuartos de baño, y adiviné que habían ido a lavarse, dejándome en la sala de estar. Se me ocurrió entonces una idea horrible: ¿qué sucedería si entraba y cortaba el cuello de mi propio cuerpo indefenso? Pero me contuve; mi curiosidad no llegaba a tanto y e suicidio es un experimento demasiado definitivo, incluso cuando la circunstancias son, desde un punto de vista matemático, intrigantes

Pero nunca lo he acabado de resolver.

Además, por ninguna razón quería entrar. A lo mejor me encontraba con Miles —y no quería comunicación ninguna con un muerto.

Pet finalmente se detuvo frente a mí, a un metro de distancia.

—¿Mrrrourr? —dijo, queriendo decir—: Volvamos y echémoslo a la calle. Tú les das por arriba y yo por abajo.

—No muchacho. La función ha terminado.

—¡Auuu, mauuu!…

—Es hora de irse a casa, Pet. Ven con Danny.

Se sentó y empezó a lavarse. Cuando alzó la vista yo extendí los brazos y saltó a ellos.

—¿Miauuu? (¿Dónde diablos estabas tú cuando empezó el jaleo?)

Le llevé al coche y le dejé en el sitio del conductor, que era todo lo que quedaba libre. Olfateó la chatarra que había en su lugar de costumbre y miró en derredor disgustado.

—Tendrás que sentarte encima de mí —dije— No seas exigente.

Encendí las luces del coche y emprendimos la marcha por la calle. Luego volví hacia el Este y me encaminé hacia Big Bear y el Campamento de las Muchachas Exploradoras. Durante los diez primeros minutos tiré lo suficiente de Frank como para permitir que Pet volviese a su lugar de costumbre, lo cual nos iba mejor a los dos. Unos cuantos kilómetros más tarde, cuando hube despejado el suelo, me detuve y metí las notas y los dibujos en un desguace de la carretera. El armazón de la silla de ruedas no me lo quité de encima hasta que llegamos a las montañas, donde lo tiré a un arroyo profundo, produciendo un bonito efecto sonoro.

A eso de las tres de la madrugada me detuve en un parque automóvil al lado de la carretera, un poco más allá del desvío para el campamento de Muchachas Exploradoras, y pagué excesivamente por una cabina. Pet casi se puso a discutir, sacando la cabeza y haciendo comentarios cuando salió el dueño.

—¿A qué hora —le pregunté— llega el correo de la mañana de Los Ángeles?

—El helicóptero llega a las siete trece, puntualmente.

—Magnifico. Hará el favor de llamarme a las siete, ¿verdad?

—Si es usted capaz de dormir hasta las siete, es que es usted más hombre que yo. Pero lo anotaré.

A las ocho Pet y yo ya habíamos desayunado, y yo me había duchado y afeitado. Miré a Pet a la luz del día y llegué a la conclusión de que había salido de la batalla ileso, salvo quizá con uno o dos rasguños. Registramos nuestra salida y avancé por la carretera particular del campamento. El camión del Tío Sam apareció justamente por delante de nosotros; llegué a la conclusión de que aquel día estaba de suerte.

Nunca había visto tantas niñas juntas. Se revolvían como gatitos y en sus uniformes verdes parecían todas iguales. Aquéllas frente a quienes pasaba querían mirar a Pet, pero la mayoría no hicieron sino lanzar una mirada un poco vergonzosa y no se acercaron. Me dirigí a una cabina que llevaba la indicación de «Cuartel General», donde hablé a otra exploradora que sin lugar a dudas no era una niña.

Tenía razón para sospechar de mi; hombres desconocidos que piden permiso para visitar a niñas pequeñas que se están precisamente convirtiendo en muchachas mayores deben parecer siempre sospechosos.