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Mejor dicho, intenté relajarme. La circulación en Los Ángeles era demasiado rápida y demasiado criminal para que me sintiera verdaderamente feliz con el control automático. Hubiera querido volver a diseñar toda su instalación, pues no era verdaderamente uno de esos modernos «Falle Sin Temor».

Cuando llegamos al Oeste de la Avenida Occidental y pude volver al control manual, estaba nervioso y tenía ganas de echar un trago.

—Allí hay un oasis, Pet.

—¿Rrrrect?

—Delante mismo.

Pero mientras buscaba un sitio donde aparcar —Los Ángeles no corría peligro de invasión: los invasores nunca encontrarían aparcamiento— me acordé de la orden del médico de no tomar alcohol.

De modo que le dije enfáticamente qué podía hacer con sus órdenes.

Luego me pregunté si él sería capaz de averiguar, casi un día más tarde, si yo había bebido o no. Creía recordar cierto artículo especializado, pero no me había interesado tanto como para echarle más que una ojeada.

¡Maldita sea! Era capaz de prohibirme el sueño frío. Sería mejor que me calmase y dejara de lado la bebida.

—¿Ahorrra? —preguntó Pet.

—Luego. De momento tenemos que encontrar un restaurante para automóviles.

De pronto me di cuenta de que en realidad no quería beber; necesitaba comida y una noche de sueño. El doctor tenía razón: estaba más sobrio y me sentía mejor de lo que me había sentido desde hacia semanas. Aquel pinchazo en el trasero no había sido quizás más que B1, pero, en tal caso, era de propulsión a chorro. Así que buscamos restaurante, pedí pollo asado para mí y un bistec ruso y un poco de leche para Pet, al que saqué a dar una vuelta mientras preparaban la comida. Pet y yo comíamos a menudo en los restaurantes porque así no tenía que meterlo de contrabando.

Media hora más tarde saqué al coche del círculo de mayor tránsito, lo paré, encendí un cigarrillo, rasqué a Pet bajo la barbilla, y pensé…

Dan, querido, el doctor tenía razón: pretendías deslizarte por el cuello de una botella, lo cual está bien para el tamaño de tu cabeza, pero era demasiado estrecho para tus hombros. Ahora estás sobrio, te has llenado la barriga de comida, y estás descansando cómodamente por vez primera desde hace días. Te sientes mejor… ¿Y qué más? ¿Tenía razón el doctor sobre lo demás? ¿Eres un niño mal criado? ¿Te falta valor para enfrentarte con un contratiempo? ¿Es el espíritu de aventura? ¿O sencillamente te escondes de ti mismo, como una de la Sección Octava que intenta volver a meterse en el seno de su madre?

Pero si quiero hacerlo, me respondí. El año 2000… ¡Muchacho!

Está bien, de acuerdo. Pero, ¿es necesario escaparse sin antes ajustar cuentas por aquí?

Bueno, bueno…, pero ¿cómo ajustarlas? No quiero otra vez a Belle, después de lo que me ha hecho. ¿Y qué otra cosa puedo hacer? ¿Demandarles? No seas idiota, no tienes pruebas… Además, nadie gana un pleito sino los abogados.

Pet me miró.

Miré su cabeza llena de cicatrices. Pet no demandaría a nadie: si no le gustaban los bigotes de otro gato, sencillamente le invitaba a salir y a pelear como un gato.

—Creo que tienes razón, Pet. Voy a ir en busca de Miles, le arrancaré un brazo y le daré con él en la cabeza hasta que hable. Luego podremos tomar el Largo Sueño. Pero tenemos que saber qué es exactamente lo que nos hicieron y de quién fue la idea.

Detrás de la parada había una cabina telefónica. Llamé a Miles, le encontré en casa, le dije que se quedara allí, que iba a visitarle.

Mi padre me llamó Daniel Boone Davis, lo cual fue su manera de declararse en favor de la libertad personal y de la confianza en si mismo. Nací en 1940, año en que todo el mundo andaba diciendo que el individuo estaba en sus últimas y que el futuro pertenecía al hombre de la masa. Papá se negó a creerlo: ponerme aquel nombre fue una nota de desafío. El murió durante un lavado de cerebro en Corea del Norte, intentando probar su tesis hasta el fin.

Cuando tuvo lugar la Guerra de las Seis Semanas yo poseía un título de ingeniería mecánica y estaba en el Ejército. No había utilizado mi título para intentar conseguir un mando, pues lo que papá si me había legado era un deseo arrollador de ir por cuenta propia, sin dar órdenes, sin recibir órdenes, sin atenerme a horarios: lo único que quería era servir lo estipulado y marcharme. Cuando la Guerra Fría entró en ebullición, era sargento técnico en el Centro de Armamentos de Sandia, en Nuevo México, y me dedicaba a rellenar bombas atómicas y a pensar en lo que iba a hacer cuando terminara mi plazo. El día que Sandia desapareció yo estaba en Dallas, para recibir una nueva partida de Schrecklichkeit. La caída de aquello fue hacia Oklahoma City, de modo que viví para recibir mi paga de soldado.

Pet sobrevivió por la misma razón. Yo tenía un compañero. Miles Gentry, un veterano que había sido llamado para el servicio. Se había casado con una viuda que tenía una hija, pero su mujer había muerto por la época en que lo llamaron de nuevo. Vivía fuera del puesto con una familia en Alburquerque, para que su hijastra Federica tuviese un hogar. La pequeña Ricky (nunca la llamábamos «Federica») se cuidaba de Pet. Gracias a Bubastis, diosa de los gatos, Miles, Ricky y Pet estaban fuera aquel espantoso fin de semana. Ricky se había llevado consigo a Pet porque yo no podía llevármelo a Dallas.

A mí me sorprendió tanto como a los demás cuando resultó que teníamos divisiones almacenadas en Thule y en otros lugares que nadie había sospechado. Desde los años 30 se había sabido que era posible enfriar el cuerpo humano, retardándolo, hasta casi cero. Pero hasta la Guerra de Seis Semanas había sido un truco de laboratorio, o una terapia de última Instancia. Hay que reconocer esto a la investigación militar: si es posible hacer algo con dinero y con hombres. lo consiguen. Emiten otros mil millones, contratan a otros mil científicos e ingenieros. y entonces, de alguna manera increíblemente tortuosa e ineficiente, aparecen las respuestas. Estasis, sueño frío, invernada, hipotermia, metabolistno reducido, llámenlo como quieran, los equipos de investigación de medicina logística habían encontrado la manera de almacenar gente como leña, y de utilizarlos cuando los necesitaban. Primeramente se droga al sujeto, luego se le hipnotiza, después se le enfría y se le mantiene a precisamente cuatro grados centígrados, es decir, a la densidad máxima del agua sin cristales de hielo. Si se le necesita urgentemente se le puede reavivar con diatermia y mando posthipnótico en diez minutos (en Nome lo hicieron en siete), pero tal velocidad tiende a envejecer los tejidos y a hacer que desde entonces en adelante sea un poco estúpido. Si no hay prisa es mejor un mínimo de un par de horas. El método rápido es lo que los soldados profesionales llaman «un riesgo calculado».

En conjunto, aquello fue un riesgo con el que el enemigo no había contado, de modo que cuando la guerra terminó me despidieron pagándome, en vez de liquidarme o de enviarme a un campamento de esclavos. Y Miles y yo comenzamos juntos un negocio hacia la época en que las compañías de seguros comenzaban a vender el sueño frío.

Fuimos al Desierto de Mojave, instalamos una pequeña fábrica en un edificio sobrante de las Fuerzas Aéreas, y comenzamos a fabricar la Muchacha de Servicio, a base de mi ingeniería y de la experiencia de Miles en leyes y en negocios. Sí, yo inventé la Muchacha de Servicio y todos sus parientes —Willie Ventanas y los demás— a pesar de que ahora no encuentren ustedes en ellos mi nombre. Mientras estaba en el servicio militar había pensado mucho sobre lo que puede hacer un ingeniero. ¿Trabajar para Standard, DuPont o General Motors? Treinta años después le dan a uno un banquete de despedida y una pensión. No le ha faltado a uno ninguna comida, se han hecho muchos viajes en los aviones de la compañía, pero nunca se ha sido su propio dueño. El otro gran mercado para ingenieros es el servicio del Estado, con buena paga inicial, buenas pensiones, pocas preocupaciones, treinta días de vacaciones anuales, beneficios generosos. Pero yo acababa de disfrutar de una larga vacación estatal y quería ser mi propio jefe.