¿Qué había que fuera lo suficientemente pequeño para un ingeniero y que no requiriera seis millones de horas-hombre antes de que apareciese el primer modelo en el mercado? Ingeniería de taller de bicicletas con cacahuetes por capital, del modo como Ford y los hermanos Wright habían comenzado: se decía que aquellos días habían terminado para siempre; yo no lo creía.
El automatismo florecía: plantas de ingeniería química que solamente requerían dos observadores de instrumentos y un vigilante, máquinas que imprimían billetes en una ciudad y marcaban el espacio «vendido» en otras ciudades distintas, topos de acero que extraían carbón mientras los muchachos del sindicato de mineros los contemplaban. Así fue que mientras estaba al pago del tío Sam me empapé de toda la electrónica, uniones y cibernética que permitía una categoría «Q».
¿Cuál fue la última cosa que se hizo automática? Respuesta: la casa de cualquier señora. No intenté diseñar una casa científicamente lógica; no era lo que querían las mujeres: sencillamente deseaban una caverna mejor tapizada. Pero las amas de casa seguían quejándose del Problema Doméstico mucho después de que los criados hubiesen seguido el camino de los mastodontes. Rara vez me había encontrado con una ama de casa que no tuviese algo de ama de esclavos; parecía como si realmente creyesen que tenía forzosamente que haber robustas muchachas campesinas que agradeciesen la oportunidad de fregar suelos catorce horas diarias y comer restos de la mesa por un sueldo que un aprendiz de lampista despreciaría.
Por eso fue que llamamos Muchacha de Servicio a aquel monstruo: evocaba el recuerdo de la muchacha emigrante semiesclava a quien la abuela abroncaba. Fundamentalmente no era sino un aspirador mejor, y teníamos la intención de venderlo a un precio competitivo de las escobas de succión ordinarias.
Lo que la Muchacha de Servicio hacía (el primer modelo, no el robot seminteligente en que lo transformé) era limpiar suelos; toda clase de suelos, todo el día y sin vigilancia. Y nunca existió un suelo que no necesitase ser limpiado.
Barría, o fregaba, o limpiaba aspirando, o pulía, consultando cintas en su memoria idiota pala decidir qué era lo que tenía que hacer. Todo lo que fuese mayor que un perdigón BB lo recogía y lo colocaba sobre una bandeja en la superficie superior, para que alguien más inteligente decidiese si había que conservarlo o tirarlo. Se pasaba todo el día buscando suciedad, moviéndose infatigablemente según curvas que no dejaban nada por barrer, pasando de largo sobre los pisos limpios, en su incansable búsqueda por los sucios. Se marchaba de las habitaciones donde hubiese gente, lo mismo que una doncella bien educada, a menos de que la señora de la casa lo alcanzase e hiciese accionar un interruptor para indicar a la pobre infeliz que era bien recibida. Hacia la hora de comer se iba a su puesto y se tragaba una carga rápida —eso antes de que le instalásemos la carga permanente.
No había mucha diferencia entre la Muchacha de Servicio, Marca Uno, y un aspirador doméstico. Pero la diferencia —que podía limpiar sin vigilancia— fue suficiente; se vendió.
Me apropié del esquema básico de las «Tortugas Eléctricas» descritas en el Scientific American hacia fines de 105 anos cuarenta, saqué un circuito de memoria del cerebro de un proyectil dirigido (eso es lo que tienen de bueno los trastos ultrasecretos; que no los patentan) y tomé los artificios de limpieza del conjunto de una docena de otros aparatos, incluso de un pulidor de suelos que se utilizaba en los hospitales del ejército, de un suministrador de bebidas no alcohólicas, de aquellas «manos» que utilizan en las plantas atómicas para manipular todo lo que es «caliente». No había en realidad nada nuevo en ello; era solamente la manera de juntarlo. La «chispa de genio» requerida por nuestras leyes consistía en encontrar un buen abogado de patentes.
El verdadero genio se requería para la ingeniería de producción; era posible construir todo aquel trasto con partes standard pedidas por medio del Catálogo de S'veet, salvo por dos letras tridimensionales y un circuito impreso. El circuito lo obteníamos por subcontrato; las levas las construí yo mismo en el cobertizo que llamábamos nuestra «fábrica», utilizando herramientas automáticas procedentes de excedentes de guerra. Al principio Miles y yo éramos toda la línea de montaje, desde el principio al fin. El modelo piloto costó 4.317,09 dólares. Los primeros cien aparatos costaron justo por encima de 39 dólares cada uno y se los entregamos a una casa de ventas de Los Ángeles a 60 dólares y ellos los revendían por 85 dólares. Tuvimos que dejárselos en consignación para poderlos sacar todos, puesto que no podíamos impulsar las ventas, y casi morimos de hambre antes de empezar a recibir el importe de las ventas. Luego Life dedicó dos páginas a las Muchachas de Servicio… y desde entonces el único problema fue tener bastante personal para montar el monstruo.
Belle Darkin se nos unió poco después de aquello. Miles y yo habíamos estado escribiendo cartas con una Underwood de 1908; la contratamos como mecanógrafa y tenedora de libros, y alquilamos una máquina eléctrica con tipo de letra alto, jefe ejecutivo y cinta carbónica, y yo diseñé un membrete para las cartas. Todos los beneficios los invertíamos en el negocio y Pet y yo dormíamos en el taller mientras Miles y Ricky ocupaban un cobertizo próximo. Nos asociamos en defensa propia. Para asociarse son necesarios tres; dimos a Belle parte de las acciones y la nombramos secretaria-tesorera. Miles era presidente y gerente general; yo era jefe técnico y presidente del consejo de administración con un 51 por 100 de las acciones.
Quiero explicar la razón por la cual me quedé con el control. No es que fuese un tragón; sencillamente quería ser mi propio jefe. Miles trabajaba como una mula; debe hacerse justicia. Pero más del 60 por 100 de los ahorros que habían servido para lanzarnos eran míos y el 100 por 100 de la inventiva y de la ingeniería eran míos. Miles no pudo nunca haber construido la Muchacha de Servicio, mientras que yo la podía haber construido con cualquiera de entre una docena de compañeros, o posiblemente sin ninguno —si bien quizás hubiese fallado al intentar hacer dinero con ella; Miles era hombre de negocios, mientras que yo no lo soy.
Pero quería tener la seguridad de que conservaba el control del taller, y concedí a Miles una libertad igual en lo referente a la parte comercial… demasiada libertad, según pude ver luego.
La Muchacha de Servicio, Marca Uno, se vendía como pan bendito, y yo estuve ocupado durante algún tiempo mejorándola e instalando una verdadera línea de montaje, y poniendo al frente de ella un jefe de taller, y luego me dediqué alegremente a idear nuevos artefactos para el hogar. Era asombroso lo poco que se había pensado en el trabajo doméstico, a pesar de que constituye por lo menos el 50 por 100 de todo el trabajo del mundo. Las revistas para mujeres hablan de «ahorro de trabajo en el hogar» y de «cocinas funcionales», pero no es más que cháchara; sus bonitos diseños no mostraban más que unas combinaciones de trabajo y vida que esencialmente no eran mejores que los de los tiempos de Shakespeare; la revolución del caballo al avión a chorro no había alcanzado el hogar.
Seguí aferrado a mi convicción de que las amas de casa eran reaccionarias. Nada de «máquinas para vivir» —sino solamente artificios para sustituir la extinguida especie de doncellas de servicio, es decir, para cocinar, limpiar y cuidar a los niños.
Empecé a pensar en las ventanas sucias y en aquella marca alrededor del baño que tan difícil es de limpiar, pues hay que doblarse por el medio para alcanzarla. Resultó que cierto artificio electrostático podía hacer saltar la suciedad de cualquier superficie silícea pulimentada, de los cristales de las ventanas, de los baños, de las palanganas —de cualquier cosa semejante. Aquello fue Willie Ventanas, y era extraño que nadie hubiese pensado en él antes. Lo aguanté hasta que pude rebajar su precio a un nivel que la gente no podía rehusar. ¿Se acuerdan de lo que costaba la hora de limpieza de ventanas?