David Serafín
Puerto de Luz
Comisario Bernal 05
Título originaclass="underline" Port Of Light
Traducción de Ángela Pérez y J. M. Álvarez
Para Dorothy y Lynn,
en recuerdo
del buque «Monte Umbe»
NOTA DEL AUTOR
Esta novela se desarrolla en julio de 1982 en Madrid y Las Palmas, pero los sucesos que en ella se narran son totalmente imaginarios.
D. S.
Gregorio el Lotero vendió de improviso el último cupón del día en el bar «Aquí te Espero», frente a la entrada del muelle de barcos de pasaje de Las Palmas. De improviso porque los clientes habituales de este bar de tan curioso nombre eran marineros extranjeros que no solían comprarle, ya que, en el improbable caso de que les tocara, tendrían que molestarse en ir a cobrar a la delegación del centro de la ciudad de diez a una de la mañana del día siguiente.
Y casi ninguno de ellos había sobrepasado nunca el istmo del puerto más allá de la plaza de Santa Catalina, frente al muelle de la ciudad, que constituía el punto de encuentro natural de marineros, traficantes, vendedores, prostitutas y turistas extranjeros a la busca de emociones no demasiado peligrosas.
Gregorio se preguntó si el «Aquí te Espero» se llamaría así por las rameras de todos los tipos y nacionalidades que se balanceaban medio ebrias en los pequeños columpios de madera suspendidos del altísimo techo por gruesas sogas, aguardando sin esperanza el regreso de clientes añorados. Aquellas mujeres le asediaron con burdas obscenidades mientras se dirigía a la salida asiendo con firmeza el bolsillo interior de su raído chaleco, en el que guardaba la recaudación de la tarde. Entregaría el dinero en la sucursal de Juan Rejón, de camino hacia casa, se dijo; era más seguro que llevarlo encima por las desiertas calles de «El Refugio» (la angosta extensión de tierra que en tiempos cubría la pleamar y que sirvió de refugio y protección a los primeros colonos de Gran Canaria contra los ataques de los feroces aborígenes).
Una vez entregado el dinero de la recaudación y guardado el recibo, Gregorio siguió su camino pasando el Castillo de la Luz, del que salía retumbando el potente ruido de los bolos lanzados por los jugadores de boliche en el frondoso parque de palmeras de enfrente, seguido de los gritos de alegría o disgusto cuando la bocha de algún jugador quedaba muy lejos del boliche. Todos estos sonidos familiares le indicaban que había llegado a la calle Gordillo, que ascendía empinada hasta La Isleta, la última y más pobre avanzada de Las Palmas, donde su mujer ya estaría preparando el potaje de repollo o berros. Sentía en la cara el aire cálido y denso que parecía subir directamente desde el puerto al caer la noche; notaba incluso su densidad al mover la punta del bastón de lado a lado en un rápido ritmo serpeante.
Gregorio el Lotero prestaba atención a los diversos sonidos y aspiraba los diferentes olores, familiares y orientativos todos ellos; sonrió al oír la suave y lastimera voz de José Vélez, el cantante más popular de la isla, que proclamaba muy alto desde el tocadiscos de un bar, un tanto innecesariamente por su marcado acento canario: «Él me yama canarito porque yo nasí en Canarias».
Gregorio tanteó la pinza metálica de la solapa, ahora vacía, con cierta satisfacción: cincuenta tiras vendidas, a doscientas cincuenta pesetas la tira, que, al diez por ciento de comisión, eran mil doscientas cincuenta pesetas de ganancia en el día (seguramente mucho más de lo que conseguiría su mujer por la ropa que traía a casa a lavar). Era una cantidad muy notable tratándose de un martes, en que la gente sentía la escasez de dinero antes del siguiente día de paga.
A medida que la calle iba haciéndose más empinada, subiendo hacia el pico de La Isleta, el punto más al nordeste de Gran Canaria, la luz intermitente del faro cortaba las aceitosas aguas de la bahía de Las Canteras y avanzaba sobre los tejados y las desnudas escarpaduras volcánicas de encima, extendiéndose, más débil ya, hacia el este, hasta los mástiles del puerto, donde competía con la ondulante raya de humosa luz lunar que llegaba del mar africano.
Gregorio el Lotero advertía casi maquinalmente las diez travesías que tenía que cruzar, deteniéndose en cada bordillo antes de hacerlo, y tanteando luego el de la otra acera con el bastón. Cuando se aproximaba ya a la última esquina, en la que tendría que doblar hacia la calle del Coronel Rocha, aguzó el oído al percibir un sonido extraño procedente de una de las casas de la izquierda. Su mujer le había dicho que aquellas casas estaban abandonadas, e incluso había hablado de si podrían permitirse alquilar una (sería más grande que la barraca de tejado plano y de sólo dos habitaciones en la que vivían, desde luego).
Gregorio cruzó la calle y se detuvo a escuchar de nuevo: ahora el sonido era más fuerte, parecía el zumbido furioso de una avispa, pero Gregorio estaba seguro de que era electrónico. Podía oír también la oscilación estridente de ruidos radiofónicos estáticos, seguidos del rápido repiqueteo de morse. Qué raro, se dijo Gregorio; no sonaba como los transmisores-receptores de la policía que él estaba acostumbrado a oír, tanto los de los coches patrulla como los de los policías que hacían la ronda. Tal vez tuviera que ver con la emisora del guardacosta; claro que eso quedaba más arriba, en la oscura roca volcánica, sobre las últimas barracas.
Y allá abajo, a lo lejos, hacia el noroeste, las olas del Atlántico rompían contra La Barra (la larga barrera de agudas peñas que protegía la playa de Las Canteras de la corriente del océano); Gregorio lo oía también. De pronto el sonido zumbante cesó y volvió a oír el claqueteo de las señales de morse, muy cerca de donde se había detenido. La curiosidad venció a la vacilación y el ciego cruzó la puerta abierta de la casa abandonada.
– ¿Quién anda ahí? ¿Qué están haciendo? -gritó.
A las 6.35 de la mañana del día siguiente, miércoles, 7 de julio, el inspector Guedes, de la Policía Judicial de Las Palmas, responsable de la comisaría de Miller Bajo, recibió una llamada pidiendo que acudiera al pie de las rocas que quedan bajo el faro de La Isleta. Poco después del amanecer, una pareja de la Guardia Civil, adjunta a la Comandancia de Marina, había localizado un cadáver, y era urgente fotografiarlo y tomar nota detallada de su posición antes de las 11.33, en que subiría la marea. Guedes advirtió de inmediato lo difícil que resultaría recuperar el cadáver: estaba bastante alejado de las rocas, medio sumergido en las aguas quietas protegidas por La Barra, donde había quedado atrapado en un pequeño saliente demasiado próximo a la franja rocosa para que pudiera llegar un barco sin problemas.
Ofreció su cajetilla de Winston a los guardias civiles, mientras esperaban la llegada del forense y del juez de instrucción.
– ¿Qué le parece? ¿Cree que se caería de algún barco y lo arrastró la corriente? -preguntó Guedes al más viejo de los dos guardias civiles.
– Podría ser, señor. Anoche la marea estaba alta a las doce quince, y entonces todas esas rocas quedan cubiertas. El agua alcanza unos dos metros y medio en esta época del año. El cadáver pudo quedar atrapado por la barra al bajar la marea. Sí, podría haberse caído de algún barco que pasara por ahí.
Guedes suspiró.
– Eso supondrá muchísimo trabajo, porque llegan y salen a diario unos treinta barcos y, de esos, unos quince lo hacen con la marea alta. Pero si fuera un tripulante que se cayó borracho al agua, el capitán del barco se pondrá en contacto con las autoridades portuarias en cuanto advierta su desaparición. Llamaré al capitán de puerto para saber qué barcos zarparon y atracaron anoche en dirección noroeste rodeando Punta del Confital.