– ¿Puedo quedarme yo en el Tigaday con Elena, Paco? -preguntó con desfachatez Ángel-. Así podremos ripochear todas las noches.
– ¿Qué significa eso, Ángel? -preguntó Elena, recelosa.
– Estuve una vez en Las Palmas de vacaciones; el Tigaday está casi al final de la calle Ripoche, junto a la plaza de Santa Catalina, que es precisamente la zona más animada. Allí le llaman ripochear a salir de noche, por el nombre de la calle.
– Elena se quedará en el Don Juan conmigo y con Navarro, Ángel. Allí estará mucho más segura -dijo Bernal, con firmeza-. Y deberías entender de una vez que éste no va a ser un viaje de recreo. Tendremos que estudiar todos los informes de la policía local del mes pasado y luego revisar los que vayan llegando cada día y cada noche, para localizar cualquier movimiento sospechoso. Tal vez quieras ocuparte de revisar los visados de entrada en el puerto y en el aeropuerto de Gando.
Ángel gruñó e intentó, sin mucho éxito, mostrarse arrepentido. Su fuerte en el trabajo policial era visitar los clubes, discotecas y boîtes y obtener información vital sobre los clientes habituales.
Bernal continuó:
– Trabajarás con Juan y con Carlos y seguirás cualquier pista sospechosa. Yo tomaré el vuelo de esta noche y me pondré de inmediato en contacto con los funcionarios locales.
Cuando salió de la villa alquilada de la carretera de Arucas, a bastante altura sobre Las Palmas, donde el aire era más fresco y la temperatura tres o cuatro grados inferior, Consuelo Lozano echó una rápida ojeada al pequeño dormitorio que había preparado para el bebé, con el empapelado de mariposas rosas y blancas y aciano azul, y el mismo motivo exactamente en la cunita. Recogió el gran sonajero transparente que contenía brillantes cuentas azules de cristal que le había regalado el vendedor cuando compró la cuna y la canastilla, y se lo guardó en el ancho bolsillo de la larga falda de flores. Tal vez no le importara cambiárselo por uno de cuentas rosas, pues ahora sabía por el especialista que, según la ecografía, daría a luz a una niña. Le alegraba no habérselo dicho a Luis. Él siempre había deseado una hija, así que le daría una agradable sorpresa.
Dio a la chica las últimas instrucciones sobre la cena que quería que les preparara y le dijo que estaría de vuelta hacia las seis y media con los últimos detalles; recogería a Luis en el aeropuerto a las 9.35 y harían una cena íntima tarde. Creía que le daría tiempo a comprar una botella de champán francés después de la entrevista con el misterioso señor Tamarán en las oficinas de Alcorán, S.A., a las cinco de la tarde.
En el camino de coches de la casa, bordeado de un espléndido jardín, lleno de la espigada variedad local de euforbios, agapanto azul celeste, buganvilla rojo intenso y flores de ave del paraíso azules y naranjas, subió al Renaul-5 azul metálico que había alquilado por tres meses y lo puso suavemente en segunda al girar hacia la cuesta empinada que era la prolongación de la avenida de Escaleritas que descendía hacia la parte nueva de la ciudad.
Echó un vistazo al reloj: las 9.25 de la mañana. Se había retrasado un poco por la llamada de Bernal, pero el tráfico era más fluido a partir de las nueve. Echó casualmente una mirada al espejo retrovisor y frunció el ceño al divisar un gran Mercedes negro que salía en aquel momento de debajo de unos eucaliptos. ¿No había visto un coche como aquél el día antes, detrás, al volver a casa?
Cuando la vía pasó a dos carriles, aminoró hasta los cincuenta por hora para comprobar si el otro coche la adelantaba. Por el retrovisor no podía distinguir quién iba al volante, pues todos los cristales del Mercedes eran de vidrio oscuro antideslumbrante. El Mercedes aminoró de inmediato para adaptarse a la velocidad del Renault-5, manteniéndose unos doscientos metros detrás; los impacientes conductores de los otros vehículos les adelantaban pitándoles furiosos. Su interés por el Mercedes aumentó; Consuelo disminuyó la velocidad aún más para intentar ver su matrícula en el retrovisor, pero sólo podía distinguir la GC de Gran Canaria, pues, debido a la distancia, le resultaba imposible descifrar el resto.
Cuando tuvo que detenerse en el semáforo del cruce del paseo de Chil, volvió a mirar hacia atrás: ahora el Mercedes negro estaba tres coches detrás del suyo en el otro carril. Decidió hacer entonces un rápido viraje, desviándose, para comprobar qué se proponía exactamente el otro vehículo, y cuando el semáforo se puso verde giró a la derecha rápidamente, sin poner el intermitente, provocando que un taxista, al volante de un BMW blanco, maldijera la locura de las mujeres conductoras; Consuelo aceleró en dirección sur, pasados los jardines Rubio y el monumento a León y Castillo. Antes de la primera curva del sinuoso paseo de Chil, volvió a mirar por el retrovisor y no vio ni rastro del Mercedes negro. En el cruce con Bravo Murillo giró rápidamente a la izquierda, hacia el muelle de Las Palmas en San Roque, y luego de nuevo hacia el norte en la Avenida Marítima que volvería a llevarla a la playa de las Alcaravaneras y al banco de Mesa y López. Aparcó el coche a la sombra de una catalpa y, desalojando su considerable volumen del asiento del conductor, miró calle arriba y abajo; ni rastro de sus perseguidores. Ya en el fresco vestíbulo del Banco Ibérico, miró de nuevo hacia la calle a través de las puertas de cristal ahumado: justamente en aquel momento, el Mercedes se detenía al otro lado de la calle.
Sentado en su despacho de la comisaría de policía de Miller Bajo, el inspector Guedes revisaba los informes de la noche y el registro de personas desaparecidas del día anterior, de todas las comisarías de la isla de Gran Canaria. Se había hecho un expediente con todos y se había remitido a todas las comisarías. La suya, como siempre, estaba a la cabeza por el número de incidentes, con la de Playa del Inglés y Maspalomas pisándole los talones. Éstas eran las zonas en que se concentraban los turistas nacionales y extranjeros, y casi todos los partes hacían referencia a asaltos, objetos perdidos, robos de carteras, robos con allanamiento, venta de drogas, escándalo público… y también habían dos casos de intento de violación. Sólo había tres denuncias sobre personas desaparecidas: un turista alemán de 53 años, cuya desaparición había sido comunicada por su esposa, muy nerviosa, en Playa del Inglés; una niña de doce años de Arucas; y un anciano de setenta y nueve años de Mogán, al suroeste de la isla. Guedes leyó detenidamente la descripción del alemán desaparecido: Muy corpulento, peso aproximado unos cien kilos, 1,85 de altura, prácticamente calvo, a excepción del redondel de cabello rubio blanquecino muy corto a los lados, bigotillo del mismo color; se enviaría en breve una copia de su foto de pasaporte a todas las comisarías. Había desaparecido el día 6 de julio, la misma noche en que había muerto el hombre hallado en Las Canteras; pero era evidente que no existiera el menor parecido físico entre ambos.
Guedes revisó los restantes informes más de prisa; llamó su atención uno en concreto: una mujer de edad madura, sin documentos de identificación, había sido hallada, inconsciente, a las 6.30 de aquella madrugada en la esquina de las calles del Faro y Coronel Rocha, en la parte más alta de La Isleta. Había recibido un golpe brutal en la sien izquierda que le había causado una fuerte conmoción y aún no había recobrado el conocimiento. Su estado era crítico; se la había ingresado en la clínica de Santa Catalina y estaba en la unidad de cuidados intensivos. El pronóstico era grave.