A Guedes le llamó la atención la similitud de la agresión de esta mujer y la del cadáver no identificado hallado en Las Canteras.
Examinó el plano urbano de la pared: el lugar en que habían encontrado a la mujer sólo una hora o así antes de que le avisaran del descubrimiento del cadáver del hombre, quedaba a unos trescientos metros exactamente encima del lugar en el que había permanecido el ahogado. ¿Existiría alguna relación entre ambos? Tal vez el viejo juez se equivocara al suponer que el cadáver había caído de un barco.
Guedes decidió mandar a uno de sus hombres a la clínica, ordenándole que esperara allí por si la mujer recobraba el conocimiento. Mientras tanto, mandaría llamar a los policías nacionales que habían presentado el informe sobre la mujer.
Se avisó por radio al coche patrulla, y los dos policías de uniforme beige y marrón entraron en el despacho de Guedes sujetando las gorras plegadas en la mano derecha.
En cuanto le saludaron, Guedes les preguntó:
– ¿Cómo dieron con la mujer inconsciente de Coronel Rocha? ¿Les habían avisado?
– No, señor -contestó el mayor de los dos policías-. Estábamos haciendo la primera ronda del día en el distrito de La Isleta. Subíamos por la calle del Faro y, al torcer hacia Coronel Rocha, divisé un bulto entre la basura y los escombros que hay junto a una hilera de viviendas deshabitadas.
– Señáleme el lugar exacto en el plano.
El policía se acercó al plano de calles y señaló el lugar.
– Exactamente aquí, señor. Cerca de las rocas volcánicas que suben hasta la emisora de radio del guardacostas.
– ¿Cómo iba vestida la mujer?
– Llevaba un vestido sucio de lunares, blanco y gris, y unas alpargatas azules. No llevaba bolso ni nada que nos permitiera identificarla. Al comprobar que tenía pulso, aunque muy débil, y que aún respiraba, pedimos una ambulancia por radio. Tiene una herida grave en la sien izquierda, como si la hubieran atacado.
– ¿Interrogaron a la gente del vecindario?
Los dos agentes parecían apenados.
– Allí no hay nadie, señor -dijo el más joven-. Todas esas casas llevan más de un año abandonadas.
– ¿Inspeccionaron alguno de los edificios vacíos? Tal vez hayan estado usándolos vagabundos o marginados.
– No había nadie, señor -replicaron los hombres, impasibles.
– ¿Qué impresión sacaron ustedes? ¿Parecía que la hubieran atacado para robarle el bolso, o más bien que hubiera tropezado en la oscuridad y se hubiera caído, golpeándose en la cabeza?
– Es difícil saberlo, señor -dijo el mayor de los policías-. La herida de la cabeza se la podría haber hecho al caer…
– ¿Pero qué diablos estaría haciendo allí, eh? -preguntó Guedes-. Creo que debería ir a echar un vistazo. ¿Siguen ustedes de servicio?
– Sí, señor. No acabamos hasta dentro de una hora. Hoy hacemos jornada de dos turnos.
– Bueno. Pues entonces pueden acompañarme y enseñarme exactamente dónde la encontraron. ¿Recuerdan algún otro detalle?
– Solamente el trozo de madera color claro, señor. Lo tenía en la mano derecha y lo agarraba con fuerza. No pudimos quitárselo y tampoco los de la ambulancia.
– ¿Y no ha dicho nada en absoluto?
– Ni una palabra, señor. Gimió un poco al colocarla en la camilla, pero después nada, volvió a perder el conocimiento.
A las 2.30 de la tarde, Consuelo Lozano recogió sus notas sobre las cuentas de Alcorán, S.A. y fue a la fotocopiadora instalada en el despacho principal para sacar copias de las hojas de transferencias, cheques al portador e informes bancarios sospechosos, a fin de discutir todo el asunto con el misterioso señor Tamarán que se había negado a recibirla el día anterior. Leyó una vez más con gran atención el télex que había recibido del Crédit Français de París, y en el que se le comunicaba que los asientos mensuales regulares de 150.000 francos, en la cuenta de Alcorán, S.A., procedían de su sucursal de Argel, y sólo se daba un número de referencia en las fichas de pago.
Consuelo decidió no enseñar el télex al señor Tamarán y lo guardó en el cajón de su escritorio. Pero le preguntaría por los grandes pagos mensuales «al portador», en pesetas, que no parecía que correspondieran a ninguna transacción de sus empresas. Se preguntó si Alcorán, S.A. habría depositado como era debido los balances censurados en el Registro de Sociedades y hecho las declaraciones anuales a Hacienda. No consideraba oportuno preguntar a las autoridades fiscales por los asuntos de un cliente, pero podría examinar una copia del último balance del Registro de Sociedades. Podría calcular luego cuánto adeudaban Alcorán y sus filiales al Banco Ibérico en cualquier etapa concreta de lo que parecía ser una cadena de activos destinada a mantener la falsa apariencia de liquidez en todas las cuentas de la empresa.
Al encaminarse al ascensor, se despidió con un gesto del director de la sucursal. Vaciló un momento, preguntándose si no debería hablarle de todo aquel asunto de las cuentas de Alcorán. No, decidió, esperaría a tener pruebas concluyentes. Al salir del ascensor, en el vestíbulo de suelo y paredes de mármol, recordó de pronto el Mercedes negro. Tal vez debiera decírselo al director o al jefe de seguridad del banco…, pero, en realidad, ella no tenía acceso a las llaves de las cámaras de seguridad, así que no veía de qué podría servirles ella a unos presuntos ladrones. Claro que ellos eso no lo sabían, y ella había leído casos de directores y familiares de los mismos a quienes habían mantenido como rehenes hasta que habían abierto a los ladrones las cámaras de seguridad. Tal vez debiera echar un vistazo y, si el coche todavía seguía allí, mostrárselo al guardia de seguridad.
Miró detenidamente la calle, arriba y abajo, por las puertas principales de cristal ahumado, pero no vio el vehículo sospechoso por ningún lado. Así que se encogió de hombros y salió al fin a la calle. Quizá la imaginación le estuviera haciendo una jugarreta; en realidad, ni siquiera había podido ver bien la matrícula del coche negro, así que no podía estar segura de que fuera siempre el mismo.
Desechando sus temores, se encaminó hacia el Renault y se colocó al volante, recordando el sonajero que llevaba en el bolsillo derecho de la falda de vuelo al chocar éste con el manillar de la portezuela. Ya no le daba tiempo a ir a cambiarlo por otro de color rosa. La tienda habría cerrado a la 1.30. Sintió al bebé agitarse en su interior; ya no tardaría mucho. Sintió un deseo vehemente y súbito de comer marisco y decidió dirigirse hacia el sur, por la autovía de la costa, hasta encontrar una marisquería con una terraza agradable que diera al mar. Quizá hubiera alguna en San Cristóbal. Disponía de mucho tiempo hasta la hora de la cita con el desconocido señor Tamarán.
El inspector Guedes salió en el coche patrulla blanco, un Seat, de la estrecha calle Tomás Miller en la que estaba su comisaría, hacia la de Alfredo Jones, y de ésta a la de Albareda, que lleva de Las Palmas propiamente dicha a La Isleta. El conductor torció a la izquierda en el viejo teatro y recorrió Ferrer hasta la empinada calle del Faro. Guedes podía ver arriba de todo la emisora militar situada en las lomas más altas de sombría escoria volcánica y, más lejos, las viejas barracas que habían servido de campo de concentración de prisioneros republicanos durante la guerra civil y después de ella.
Aparcaron el coche patrulla en la esquina de la calle Coronel Rocha.
– Estaba ahí mismo, señor -dijo el policía más mayor, señalando la hilera de casas desiertas de una sola planta-. Estaba tirada sobre la cuneta, con la mano izquierda extendida hacia la puerta de esa casa.
Guedes inspeccionó los escombros del suelo con cuidado y se agachó a recoger un trozo grande de madera clara pulida, que guardó luego en una bolsa de plástico.
– ¿Era igual que éste el trozo de madera que tenía en la mano?
El agente lo miró.