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– Tal vez, señor.

– Parece ser de un objeto más grande, una vara, quizá, o un bastón. Miren a ver si alguno de los dos encuentra el resto.

Guedes se agachó a examinar una serie de rodadas que había en la calle polvorienta y que el intenso viento había borrado en parte. Se acercó luego a la entrada de la vivienda más próxima, cuyas puertas y ventanas habían sido bloqueadas con tablas.

– Alguien quitó las tablas de esta puerta. ¿Registraron ustedes el interior?

– Dentro no hay nada, señor.

– Echaré un vistazo de todas formas. ¿Tienen una linterna?

– Traeré una del coche, señor.

Guedes examinó primero el escalón de la puerta y luego el entablado que mostraba señales de haber sido forzado, quizá con una palanca. Iluminó con la potente linterna la amplia habitación exterior de la casa abandonada. Todo su mobiliario consistía en una vieja mesa de tablas y dos sillas desvencijadas con asientos de rafia. En el rincón del fondo distinguió un charco de líquido oscuro; mojó en él el índice con cuidado y lo olió. Aceite pesado, sin duda. Divisó bajo la mesa restos de cable eléctrico en cuyos extremos se veían los aislantes de colores, rojo, azul y marrón. Qué raro, pensó, en estas viviendas nunca ha habido instalación eléctrica de ningún tipo.

Advirtió un ligero olor a queroseno al cruzar cautelosamente la puerta que daba a la habitación de atrás, que era más pequeña y estaba completamente vacía, a no ser por una lata de gasolina de diez litros, que movió con cuidado. Estaba vacía. La puerta trasera estaba entornada y crujió cuando la empujó para abrirla más; daba a la mole ascendente de rocas volcánicas. Le sorprendió ver junto a la puerta un gran bidón de petróleo lleno de agua sucia. Pero no había cerca ninguna instalación de agua corriente y hacía muchos meses que no llovía. En el corral había además trocitos de madera blanca que podrían ser de una caja grande de puros. Los guardó también en la bolsa de plástico para su posterior examen pericial. Cuando estaba a punto de volver a la calle advirtió unas manchas oscuras en forma de estrella en el escalón de piedra, todas con una cola como de cometa en dirección al bidón de petróleo. Casi seguro que son de sangre, se dijo el inspector.

Guedes volvió a salir a la calle llena de escombros.

– He de utilizar la radio de su coche para pedir que vengan los técnicos -dijo a los policías-. Y quiero que se queden aquí de guardia hasta que pueda enviar un relevo. Entonces quedarán ya libres de servicio.

El inspector llamó para dar instrucciones y se acercó luego al borde del acantilado que da a la bahía del Confital. Los alisios del nordeste soplaban con fuerza contra el Morro de la Vieja, el pico más alto de La Isleta, y barrían la loma volcánica en que se encontraba Guedes. Éste sintió un escalofrío y se preguntó qué habría ocurrido en aquel lugar solitario durante las largas horas de la noche.

Se le acercaron los dos agentes, y los tres contemplaron las rocas volcánicas cubiertas de desperdicios de todo tipo: ropa vieja, muebles rotos, latas herrumbrosas, cajas de cartón aplastadas lo llenaban todo hasta donde la vista podía alcanzar.

– Es una pesadilla -comentó Guedes-. Tardaríamos meses en inspeccionar todo esto.

Consuelo Lozano disfrutó su almuerzo, consistente en una fuente de marisco fresco del lugar, y en ese momento estaba tomándose un café en la terraza del modesto restaurante, que daba al castillo de San Cristóbal y al mar, que rompía en las rocas, más allá. Estaba nublado, como siempre al norte de la isla, pero una cálida brisa le daba en la cara. Abrió la cartera, echó otra ojeada a los papeles de Alcorán y, al poco rato, se puso a tomar notas de las preguntas concretas que haría al señor Tamarán. A las cuatro y media decidió que debía volver al centro de la ciudad para tener tiempo de encontrar sitio para aparcar. Condujo con prudencia a lo largo de León y Castillo y llegó hasta el parque Doramas sin ver rastro del Mercedes negro. Torció hacia la calle en que se encontraban las oficinas de Alcorán y buscó sitio para aparcar. Tal como había supuesto, no lo había por ninguna parte, así que probó fortuna en las calles laterales. Encontró al fin un huequecito y pasó un buen rato haciendo la maniobra, consiguiendo aparcar por el típico método nacional de dar y empujar un poquito al coche de delante y al de atrás. Cerró el coche con llave y se dirigió a la calle principal. Se sorprendió al ver el Mercedes negro de cristales antideslumbrantes aparcado en la esquina. Parecía exacto al que la había seguido. Así que se detuvo a apuntar el número de matrícula.

Luego se dirigió temerariamente a su entrevista con el señor Tamarán.

El comisario Luis Bernal había preparado la maleta a primera hora de la mañana, mientras Eugenia estaba en misa, y había ido a tomar su desayuno habitual de café y cruasán en el bar de Félix Pérez, antes de dirigirse a Gobernación para dar a Paco Navarro las últimas instrucciones sobre la operación de Las Palmas. Habían convenido que, en cuanto llegara, se pondría en contacto con el comisario Ramírez para asegurarse de que la relación y coordinación con la policía local, con la que no deseaban tener ningún roce, fueran perfectas en todo momento.

Bernal tenía que hacer un recado antes del almuerzo. Cruzó la Puerta del Sol, en la que no había ni una sombra, en el abrasador calor de julio, hasta alcanzar aliviado la acera sombreada de Montera, una calle en cuesta, abarrotada de zapaterías y prostitutas, que desemboca en la Red de San Luis y Gran Vía. En medio del calor sofocante, se dirigió a la Casa del Libro, la librería más grande y mejor surtida de Madrid (quizá de todo el país); donde más se entretuvo fue en la sección de la primera planta, en que estaban los libros de historia política y económica de Canarias. Siempre concienzudo, cuando un caso le sacaba de Madrid -su medio habitual y que conocía al dedillo-, le gustaba hacer un poco de preparación previa. Equipado con tres publicaciones recientes, se encaminó a la caja. Al menos tendría algo que leer en el avión y durante los inevitables retrasos del aeropuerto de Barajas.

Al volver hacia Sol, tomó la calle de Tres Cruces e hizo un alto en el bar de José, frente al nuevo teatro del Príncipe. La excursión le había dejado sudoroso, agotado y sediento, y José, que conocía bien a su antiguo cliente, le sirvió una caña doble sin necesidad de preguntarle qué quería.

A las 5.30 de la tarde, Bernal se despidió de Eugenia, que estaba en la capillita junto al salón limpiando la cera de las velas de las palmatorias de la imagen, medio tamaño natural, de Nuestra Señora de los Dolores, ante la cual solía rezar sus oraciones.

– Espero verte el quince de agosto para la fiesta del pueblo, Luis -le dijo ella, con firmeza-. Este año no me falles.

– Sólo con la condición de que hagas que el fontanero conecte el agua a la casa, ¿de acuerdo?

Eugenia gruñó evasivamente y prosiguió con su tarea.

A las 5.35, Bernal tomó un taxi hacia Barajas, donde le extrañó ver tan pocos pasajeros en la terminal nacional. Se inscribió en un mostrador de Iberia para el vuelo del Boeing 737 directo a Las Palmas y decidió tomar un café y una copa de Carlos III mientras esperaba. Al ver la cifra que el camarero anotaba en la cuenta, se alegró de que la oficina del presidente corriera en este caso con todos sus gastos.

Cuando se instaló al fin en la sección especial del avión, que iba medio vacía, la azafata de vuelo le ofreció varios periódicos. Eligió los dos que se publicaban en las Islas Canarias y se puso a hojearlos. De pronto se sobresaltó. Uno de los diarios incluía los detalles completos de la próxima visita del presidente a Tenerife y Gran Canaria, incluyendo los datos y horarios detallados y dos planos del itinerario. Bernal sintió sorpresa y consternación ante semejante falta de precaución y decidió tener una charla con el gobernador civil en cuanto llegara.

Consuelo Lozano tomó el ascensor hasta la cuarta planta y entró en los pequeños pero elegantes despachos de Alcorán, S.A. No había nadie, pues se había adelantado un poco. La puerta de uno de los despachos privados estaba abierta y Consuelo vislumbró a un hombre alto, rubio, de mediana edad, con la cabeza vuelta hacia la ventana, que hablaba con suave acento canario con una chica que quedaba fuera de la línea de visión de Consuelo.