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– Cuando llegue, hágala pasar al despacho de Ramón y pídale los papeles, ¿de acuerdo?

– Pero ella insistió en que tenía que ver personalmente al señor Tamarán. ¿Qué voy a decirle?

El hombre se volvió y advirtió la presencia de Consuelo. Hizo un gesto y la puerta se cerró de golpe.

Consuelo se sentó en el vestíbulo preguntándose si aquél sería el individuo al que tenía que ver. Transcurrieron unos minutos sin que apareciera nadie. Sorprendía a Consuelo el que hubiera tan poco movimiento en aquellas oficinas, que eran más pequeñas de lo que había imaginado. Empezó a dar vueltas por el vestíbulo y echó un vistazo a lo que había estado escribiendo la secretaria en la máquina: era evidente que se trataba del comienzo de una carta de negocios, dirigida a un tal señor Mencey, de la Rue Lafayette, Argel.

Como no veía mucho más de interés, empezó a pasearse por el pasillo, contemplando indolentemente las reproducciones de grabados antiguos de «La muy noble y leal ciudad de Las Palmas» que decoraban las paredes, y se detuvo junto a una puerta entornada, tras la cual podía oírse una especie de zumbido, producido sin duda, se dijo, por un extractor o un ventilador eléctrico. Miró a uno y otro lado del pasillo y, como no vio a nadie, decidió arriesgarse y asomarse.

Era un despacho amplio iluminado sólo artificialmente por tubos fluorescentes. Había una máquina impresora, que explicaba el zumbido electrónico, y más allá vio lo que supuso un transmisor-receptor de radio grande y complejo. Pero lo que más le intrigó fueron dos grandes planos murales de la zona nordeste de Gran Canaria y de la propia ciudad de Las Palmas, con cintas de colores que señalaban rutas; en determinados puntos, sobre las cintas había discos negros en los que figuraban cifras o números, y debajo había una inscripción con letras grandes: Plan Mencey. ¿No era aquél el mismo nombre del individuo de Argel al que iba dirigida la carta que había visto en la máquina de escribir? No se atrevió a entrar en la habitación de la radio para mirar más de cerca, y en aquel preciso instante oyó abrirse una puerta.

La secretaria, una rubia teñida, le dirigió una mirada suspicaz cuando salió del pasillo interior.

– Soy Consuelo Lozano y estoy citada con el señor Tamarán. Estaba buscando los servidos. Ya sabe, la presión de la vejiga -susurró, en tono confidencial-. Es que ya me falta muy poco.

– Eso cualquiera puede verlo -dijo lacónicamente la altiva secretaria-. La segunda puerta a la derecha.

Cuando Consuelo salió de su breve visita a los aseos, que había dedicado a retocarse el maquillaje, advirtió que la puerta de la habitación de la radio estaba ahora bien cerrada.

El señor Tamarán, si es que era él, la recibió, con los ademanes tímidos y suavemente complacientes propios de los canarios, y la acompañó a una silla.

– ¿Se encuentra usted bien, señora? ¿Podemos ayudarla en algo?

– Estoy bien, gracias. Quería tener una conversación privada con usted, señor Tamarán, antes de comunicar todo el asunto a mis superiores del banco -dijo Consuelo, y abrió la cartera de cuero negro para sacar las fotocopias de las relaciones de cuentas de Alcorán-. Le agradecería mucho que me explicara algunas de estas transferencias.

– ¿Me permite ver los papeles, señora?

El caballero de cabello rubio y tez amarillenta se levantó y se acercó a ella.

– He subrayado con tinta roja la serie de cargos y abonos de una filial a otra tal como los veo yo -comentó Consuelo-. Y observará usted que se prolongan por un periodo de más de ocho meses.

Él cogió los papeles y volvió a sentarse a la mesa.

– Me temo que no podré serle de gran ayuda, señora. Nuestro contable jefe se ha ido de vacaciones y él es el único que entiende el aspecto financiero de los negocios.

Consuelo se quedó perpleja ante esto.

– Pero usted figura como administrador único -indicó-. ¿No lleva usted el control de las hojas de balance de sus empresas?

– Sí, claro, pero él siempre está aquí para explicármelo todo. Regresará a primeros de agosto.

– ¿Y si se produce antes una crisis financiera? -preguntó Consuelo con suavidad.

– Oh, bueno, supongo que podríamos capearla -contestó él vagamente-. De julio a setiembre siempre hay menos movimiento.

– Pero tenía entendido que importaban y exportaban ustedes artículos turísticos, señor Tamarán. ¿No hay un comercio veraniego que abastecer?

– Verá, nuestra temporada alta es de diciembre a abril, señora. Los minoristas se proveerán de nuevo en el otoño -dijo, y le devolvió las fotocopias.

Consuelo pensó que debía abordar el asunto de los cheques al portador.

– Tal vez quiera echar una ojeada a estos pagos a cargo de la cuenta principal. ¿Puede explicarlos?

La expresión del individuo se ensombreció súbitamente de furia.

– ¿Qué diablos tiene que ver el banco en todo este asunto? -preguntó-. Estos pagos son asuntos de la empresa.

– Pero admitirá usted que no son normales -insistió ella-. Se hacen todos los meses por la misma cantidad, bastante abultada. ¿Acaso son el alquiler de determinados locales, o el salario de alguien que exige que le paguen al contado? En cualquier caso, se trata de sumas muy elevadas y sin duda deben figurar en sus hojas de balance anual.

– Mire, señora, en el caso de tener que dar explicaciones, tendríamos que darlas al Registro de Sociedades y a Hacienda, pero desde luego no a usted -concluyó con frialdad.

– Calculo que sus empresas nos adeudan más de cinco millones de pesetas, sacando el promedio del movimiento normal de un mes -insistió Consuelo en un tono implacable-. Esta deuda está encubierta por la recirculación de la misma cantidad líquida. Creo que será mejor que interrumpa usted las vacaciones de su contable jefe, porque si no puede darme una explicación satisfactoria de aquí a mañana por la mañana, no me quedará más remedio que poner todo el asunto en manos del inspector jefe de nuestro banco en Madrid.

Con esta advertencia, Consuelo consideró prudente largarse, dejando a Tamarán mudo de furia. A punto estuvo de tropezar con la secretaria que, evidentemente, había estado escuchando detrás de la puerta.

Una vez en la calle, Consuelo se tranquilizó y decidió buscar una bodega; podría comprar el champán y todo lo que le faltaba para la cena especial con Luis. Luego volvería a casa y descansaría un poco antes de ir a buscarle al aeropuerto.

A las ocho en punto de aquella misma tarde, el inspector Guedes recibió una llamada de su cabo desde la clínica de Santa Catalina. Le dijo que los médicos creían que la desconocida que habían encontrado en la calle del Coronel Rocha podría recuperar momentáneamente la conciencia, aunque su pronóstico seguía siendo muy grave.

En la clínica, que daba a la playa de las Alcaravaneras, Guedes encontró al cabo junto a la puerta de cristal de la unidad de cuidados intensivos.

– Ha gemido una o dos veces, inspector, pero los médicos dicen que sigue en coma profundo. Su electroencefalograma demuestra cierta actividad esporádica. Está con ella una enfermera que no deja de hablarle para intentar que vuelva en sí.

Guedes preguntó por el médico encargado.

– ¿Puede usted hacer que recobre el conocimiento el tiempo suficiente para preguntarle quién es, doctor? -le dijo.

– No se puede hacer nada que no hayamos hecho ya, inspector. Está conectada a una máquina de mantenimiento vital. La exploración cerebral indica una lesión grave y, en mi opinión, no hay esperanza de que se recupere.