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En aquel instante salió la enfermera a pedir al médico que entrara.

– Creo que está intentando decir algo.

– ¿Puedo entrar? -preguntó Guedes.

– No hay inconveniente -dijo el médico-. Procure hablarle en tono suave y tranquilizador, y quizá responda.

Guedes advirtió que la mujer tendría unos cincuenta y tantos años, el cabello gris y un gran parche de esparadrapo sobre la herida de la sien izquierda. Tenía el ojo izquierdo amoratado y cerrado, y el párpado derecho le temblaba un poco.

– ¿Puede decirme cómo se llama, señora? -preguntó Guedes, en tono suave y sosegado-. Queremos ayudarla. Aquí está usted en buenas manos. ¿Se encuentra cómoda?

Al cabo de un rato, la mujer empezó a mover los labios articulando palabras que Guedes intentaba descifrar.

– ¿Puede humedecerle los labios y la lengua, por favor? -le pidió a la enfermera, que posó suavemente un algodón empapado en solución bórica en la boca de la paciente.

La mujer cerró súbitamente la mano derecha y movió los labios:

– Mi mari… do… ¿Dónde es… tá… mi… mari… do…?

Luego volvió a sumirse en el silencio.

– ¿Cómo se llama, señora? -le instó Guedes-. Díganos cómo se llama y podremos encontrar a su marido. Por favor, señora, díganos su nombre y su dirección.

Le tembló de nuevo el párpado derecho y empezó otra vez a mover los labios emitiendo sonidos.

– Ro… sa… rio.

– Sí, sí, Rosario -dijo Guedes, anhelante-. Díganos, ¿qué más?

De nuevo, la paciente mostraba signos de esforzarse en hablar:

– Par… di… lla.

– ¿Pardilla? ¿Rosario Pardilla? ¿Es ése su nombre?

La mujer volvió dos veces la cabeza hacia la almohada en un movimiento convulsivo y ya no dijo nada más. El médico comprobó los aparatos de control.

– Me temo que está otra vez en coma profundo. La actividad cerebral es mínima.

– ¿Cree usted que dijo «Rosario Pardilla»? -preguntó Guedes a la enfermera.

– Así es, inspector.

– ¿Puedo ver la ropa que llevaba puesta cuando la ingresaron? Tal vez nos proporcione alguna pista.

– Lo dudo -replicó la enfermera-. Lo revisamos todo a fondo y no hay nada que sirva para identificarla. Pero ahora se la traeré.

– Se la llevaré al técnico, por si acaso. Comprobaremos si figura Rosario Pardilla en el censo electoral y me pondré en contacto también con el Documento Nacional de Identidad. Es una lástima que no nos haya dicho el segundo apellido, aunque quizá no haya muchos Pardilla en la isla -Guedes se volvió al médico-. Si no le importa, doctor, se quedará aquí un agente para que me avise en seguida si vuelve a recobrar la conciencia.

– Es muy improbable, inspector. Su ritmo cardiaco se está debilitando cada vez más y ya no podemos hacer nada.

Después de poner la mesa para dos y colocar velas color rosa claro en un par de candelabros plateados de tres brazos, Consuelo Lozano contempló la escena. Sí, era bastante hogareña y romántica al mismo tiempo; o, al menos, lo sería a las diez de la noche, con la luz de la luna y el intenso olor de los jazmines del porche. Explicó a Manolita cuándo debía empezar a preparar el fricasé de pollo, que sería perfecto para el delicado estómago de Luis, y luego se aseguró de que los aguacates rellenos de gambas estuvieran ya enfriándose en la nevera.

– Ahora tengo que irme, Manolita. Si el avión llega a la hora, estaremos aquí a las diez o poco más.

– Oh, señora, me alegra tanto que su marido esté con usted cuando dé a luz…

– Me sorprendería que fuera así -comentó Consuelo secamente-. Los policías siempre tienen algo que hacer.

Cuando salió a la carretera general y encendió las luces de cruce pues empezaba a oscurecer, había olvidado por completo el Mercedes negro, así que no advirtió que salía de debajo de los eucaliptos y la seguía cuesta abajo a una prudente distancia.

Mientras giraba a la derecha en el paseo de Chil y enfilaba luego hacia el sur para salir a la autovía, iba sólo parcialmente concentrada en el denso tráfico, pues pensaba cómo organizaría a partir de entonces su vida con un hijo ilegítimo (sería ilegítimo, sin duda, ya que, con la oposición de Eugenia, Luis tardaría por lo menos dos años en conseguir el divorcio, incluso con la nueva legislación).

Consuelo se lo había contado todo a su hermano y a su cuñada, naturalmente, ya que ahora eran ellos quienes se ocupaban de su madre viuda; pero tendría que afrontar la situación y contárselo también a ella. Se quedaría horrorizada, claro, pues lo consideraría un estigma social; pero quizá, con el tiempo, poco a poco, se fuera encariñando con la nieta y hallara en ella un nuevo aliciente para su vida. Su marido había muerto hacía nueve años de cáncer de hígado; ella se había sumergido en la penumbra de la viudez sin dificultad y le sobraba demasiado tiempo.

Al poco rato, Consuelo vio el letrero de Gando y tomó la siguiente salida. Podían verse ya las luces del aeropuerto; se dirigió al aparcamiento de coches que queda frente al edificio de la terminal. Cuando apagó el motor y se disponía a salir del coche, una forma metálica oscura giró de pronto y se paró cruzada delante del Renault; surgieron de ella dos individuos. ¡Santo cielo! Pero si era el Mercedes negro del que no se había vuelto a acordar para nada. Intentó entonces cerrar la portezuela y echar el seguro, con la intención de dar marcha atrás y cruzar la rampa bajo el pabellón de palmas secas, pero los individuos consiguieron abrir la puerta y el primero le plantó una pistola en la sien.

– Pase al otro lado, señora, vamos a dar un paseíto.

– ¡Pero si no puedo! -gritó ella, con la esperanza de que alguien la oyera-. Estoy embarazada, ¿es que no lo ve?

Él le tapó la boca con la mano izquierda, que Consuelo le mordió con furia. El hombre la retiró rápidamente con un grito.

– Señora, este cacharro está cargado. Más vale que lo crea.

El otro individuo, entretanto, se le acercó con un trozo de esparadrapo con el que le cubrió la boca mientras el primero le torcía hacia atrás el brazo derecho, obligándola a aplastarse contra el volante.

– ¡Vamos, señora, échese hacia allá! ¡No voy a repetírselo!

Consiguió pasar poco a poco sobre el freno de mano, pero al hacerlo sintió que algo se aplastaba contra la palanca de cambio. Aterrizó desmañadamente en el otro asiento, en tanto que el primer individuo le quitaba las llaves del coche de la mano y el segundo pasaba al asiento de atrás, echándole los brazos al respaldo y atándole las muñecas.

El conductor del Mercedes negro arrancó y se alejó, y el primero de los secuestradores puso el Renault en marcha y salió tras él. Comprendiendo que, de momento, no tenía ninguna posibilidad de escapar, Consuelo trató de tranquilizarse, respirando regular y rítmicamente por la nariz. Miró a hurtadillas al conductor. No era español, ya lo había pensado por el acento, y ahora pudo advertir que tenía la tez bastante oscura y un perfil semítico. Se preguntó si sería árabe o bereber. Intentó concentrarse en la dirección que seguían los coches, pues al menos no le habían vendado los ojos. Vio que salían del aeropuerto y tomaban la carretera comarcal hacia Telde, la segunda ciudad de Gran Canaria, muy poco frecuentada por los turistas. Había estado allí sólo una vez para visitar un taller de artesanía local.

En una de las sacudidas (pues el conductor iba muy de prisa y tomaba las curvas de la carretera estrecha y desigual como un salvaje), Consuelo volvió a notar algo que crujía en su costado derecho. Entonces recordó el sonajero transparente de cuentas azules que llevaba en el bolsillo de la falda; ¡ya no podría cambiarlo por uno de cuentas color rosa! Luego se le ocurrió una idea para conseguir que le fuera útil en caso de que le soltaran las manos.

Cuando tomaron una carretera más ancha, girando hacia el norte, procuró estar atenta a los letreros; y luego, cuando se acercaban a unas casas, vio luces. Allí estaba el letrero: Telde. El coche aminoró velocidad al entrar en la ciudad casi desierta (debía de estar cenando todo el mundo, pensó Consuelo), y, al poco, el conductor del Renault hizo señales al conductor del Mercedes con los faros, lo cual permitió a Consuelo ver el número de matrícula por primera vez. Efectivamente, era el mismo que había apuntado cerca de las oficinas de Alcorán, S. A. Así que no se trataba de un secuestro corriente para exigir luego por ella un rescate o las llaves de la cámara de seguridad del banco; tenía que haberlo ordenado el enigmático señor Tamarán.