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El conductor del Mercedes encendió y apagó dos veces las luces traseras y luego se alejó hacia Las Palmas. Entonces el Renault se desvió de la calle principal y entraron en una especie de laberinto de callejuelas con casitas blancas encaladas de una sola planta; Consuelo se desorientó. Al fin el coche se detuvo junto a una casa a la salida de la ciudad. Al este de Telde, se dijo Consuelo. No habían vuelto a cruzar la carretera que atraviesa la ciudad en dirección norte-sur.

El conductor apagó las luces y bajó del coche. Llamó a la puerta de la casucha. Abrió una jovencita, que parecía aterrada. El secuestrador del asiento trasero se dirigió entonces a Consuelo en tono suave pero amenazante:

– Si se porta usted como es debido, señora, y hace exactamente lo que se le diga, no le pasará nada. Ahora le voy a soltar las manos y luego le quitaremos el esparadrapo de la boca. Si se le ocurre gritar o intentar llamar la atención, mataré a la criatura que lleva dentro -y le apretó la pistola contra el vientre abultado-. ¿Me ha entendido?

Consuelo asintió con viveza. Volvió el conductor con un manojo de llaves en la mano.

– Bueno, ya estamos, señora. Y ahora, nada de trucos.

Advirtió de nuevo Consuelo su acento extranjero y su curiosa pronunciación. Cuando le desataron las manos y le quitaron el esparadrapo de la boca, se frotó lentamente las muñecas y susurró al hombre que salía en aquel momento del asiento de atrás y que parecía el más amable de los dos:

– ¿Puede darme un poco de agua?

– Le daré de beber, sí -dijo el conductor, ofreciéndole una frasca de bolsillo.

Se preguntó entonces Consuelo si debería tocar la bocina y gritar, pero al ver la calle vacía y la oscura extensión de desierto arenoso ante sí decidió que sería inútil y tal vez contraproducente.

– Ahora salga despacio -le dijo el conductor, apuntándola con la pistola.

Mientras movía las piernas entumecidas, Consuelo aprovechó para deslizar la mano en el bolsillo de la falda y coger el sonajero partido a la mitad por la juntura. Consiguió asir un puñado de las cuentas sueltas, la mitad del armazón del sonajero y también el pañuelo de seda.

– ¿Puedo sacar el pañuelo? -preguntó.

– Adelante. Pero hágalo despacio, ¿eh?

Procuró envolver el trozo de sonajero con el pañuelo, quedándose con algunas cuentas en la palma de la mano. Luego sacó lentamente la mano del bolsillo y se llevó el pañuelo a la nariz.

– Ahora salga despacio.

Aprovechando la oscuridad, dejó caer el armazón de plástico en la cuneta y lo pisó al ponerse de pie.

– ¿Puedo beber un poco de agua?

– Tenga. Le sentará muy bien.

Bebió un buen trago de la frasca y se quedó sin aliento al darse cuenta de que era aguardiente.

– Eso le animará un poco -dijo el hombre, riendo entre dientes-. Ahora, venga con nosotros.

La guiaron hacia el campo a oscuras, más allá de las últimas casas, y ella aprovechó la oportunidad para dejar caer algunas cuentas al suelo y al hueco de un colector de aguas de lluvia. La calle propiamente dicha estaba iluminada por algún que otro charco de luz de las viejas farolas con medias pantallas de cristal blanco instaladas en los tejados de las casas; pero en el páramo, la única luz era la de la luna llena que se alzaba rojiza sobre el mar africano. ¿Sería esto el final?, se preguntó. ¿Se propondrían acabar con ella en aquel paraje solitario?

Divisó entonces la forma de una camioneta abierta con una andrajosa cubierta de lona.

– Si se porta usted como es debido, sólo le ataremos la mano izquierda al asiento y le dejaremos una mano libre -le dijo el segundo de los secuestradores-. Yo iré a su lado con esto -concluyó, moviendo la pistola hacia ella.

Subió a la camioneta despacio y sin que la apremiaran. Luego le ordenaron sentarse en la segunda fila de bancos de madera. Sería un viaje movido, se dijo Consuelo. El bebé se agitó en su interior y ella se inclinó hacia adelante y gimió quedamente. Aprovechó la ocasión para dejar caer algunas cuentas más al suelo de la camioneta que, según comprobó encantada, era simplemente de tablas mal clavadas y con la parte posterior al aire. Con un poco de suerte, algunas de las cuentas caerían al camino, si procuraba irlas tirando a cada poco. No se le ocurría ninguna otra forma de poder dejar un rastro.

El segundo secuestrador le ató el brazo al respaldo del banco y luego dio la vuelta para sentarse a su lado. El conductor tenía problemas para poner en marcha el motor del destartalado vehículo, que despedía un fuerte olor a plátanos.

– Ahora tendré que vendarle los ojos -dijo su guardián-. Es mejor para usted que no vea a dónde vamos.

Protestó un poco al verle un pañolón, que le ató bruscamente con un nudo en la nuca, tapándole los ojos.

– ¿Dónde está mi bolso? -preguntó, preocupada de pronto.

– No se inquiete. Está bien seguro.

Ya lo habrán registrado, pensó Consuelo.

La camioneta avanzaba por el páramo, detrás de las casas, y Consuelo descubrió que podía ver un poco mirando hacia abajo de lado, pero procuró no mover la cabeza para que los secuestradores no se dieran cuenta de ello. Advirtió que habían pasado a un camino más suave y podía divisar un poco de luz, de alguna farola de la calle. Procuró fijarse en las vueltas y giros que daban, pero no tardó mucho en desorientarse del todo. Seguramente se proponían volver a la carretera que atravesaba Telde, así que debía estar pendiente de cuándo paraba el conductor antes de entrar en la calle principal y luego fijarse si torcían a la izquierda o a la derecha.

Al cabo de un rato la camioneta aminoró la marcha y luego se detuvo un momento. La poca luz que le llegaba bajo el pañuelo parecía mucho más fuerte. Seguramente habían llegado a la carretera que atraviesa la dudad. ¿Debería arriesgarse a gritar pidiendo ayuda? Pero el ruido del motor era estruendoso y a aquellas horas tal vez la calle estuviera desierta. Santo cielo, se dijo de pronto, deben ser ya las diez. ¡Luis habría llegado ya al aeropuerto y estaría buscándola! ¿Qué haría al no encontrarla? Seguramente telefonearía a su casa. Y Manolita le diría que había salido para el aeropuerto a las nueve en punto, y él entonces supondría que había tenido un pinchazo o una avería o tal vez un accidente. ¿Y qué haría entonces? Pero ahora tenía que fijarse en la ruta que seguían los secuestradores.

Giraron a la izquierda en dirección sur, hacia Maspalomas por tanto. Dejó caer otras tres cuentas, con la esperanza de que se deslizaran entre las tablas y cayeran al asfalto. ¿Cuántas le quedarían todavía en la mano? Calculó que unas doce. Cuando las hubiera tirado todas tendría que buscar una excusa para volver a meter la mano en el bolsillo e intentar sacar las restantes.

Podían oír ahora los vehículos que pasaban en dirección contraria y, de vez en cuando, algún autobús o guagua que les adelantaba. Tenía que ir muy atenta y fijarse en todas las desviaciones que hicieran de la carretera del sur. Cuando aún podía ver algo de luz de las farolas de la calle de Telde, la camioneta giró hacia la derecha, entrando en una vía de firme más irregular, y el conductor puso la tercera. Consuelo se apresuró a dejar caer las cuentas que le quedaban en la mano. Ahora estaba todo completamente a oscuras y el motor resonaba quejumbroso, pues habían iniciado una subida con mucha pendiente. Los virajes del vehículo al tomar las curvas la lanzaban de un lado al otro. Dedujo que tenían que haber dejado la comarcal; la carretera del sur era más lisa y menos pendiente. La llevaban a las montañas del interior, pero ¿estarían en la carretera de San Mateo?