Había ido una vez por aquella carretera, cuando el director del banco y su esposa la invitaron a comer en el parador de Tejeda y pararon en Teror para ver la imagen de Nuestra Señora del Pino, la santa patrona de Gran Canaria. Pero, si estuvieran en aquella carretera, tendrían que oírse de vez en cuando otros vehículos pasando en dirección contraria y, hasta el momento, Consuelo no había oído ninguno. Alzó un poco la cabeza para comprobar si podía ver algo por el hueco del vendaje, pero todo estaba completamente a oscuras, aparte el pálido reflejo del paisaje iluminado por la luna y el brillo amarillento y desvaído del tablero de instrumentos. El aire era más fresco a medida que subían, y Consuelo empezó a temblar.
El secuestrador que iba sentado a su lado estaba intentando encender un cigarrillo sin conseguirlo; podía ver el resplandor del encendedor cuando hacía pantalla con la mano para proteger la llama del intenso viento. Consuelo aprovechó la ocasión para meter la mano derecha, en la que sujetaba apretando el pañuelo, en el hondo bolsillo de la falda y envolver en él el otro trozo del sonajero roto. Cogió también de paso algunas cuentas. ¿Habría advertido el secuestrador su movimiento? Contuvo la respiración y fue sacando la mano, muy despacio.
– ¿Falta todavía mucho? -le preguntó, para distraerle.
– No demasiado. Cuando lleguemos le darán algo de comer.
– ¿Por qué me hacen ustedes esto? Tiene que ser un error. Yo no soy rica ni importante, de eso pueden estar seguros.
– Ciérrale el pico -gritó el conductor, maldiciendo mientras se debatía con el cambio de marchas en la carretera de montaña.
Temiendo que se les ocurriera volver a amordazarla, Consuelo guardó silencio. Luego alzó muy despacio la cabeza y divisó un letrero de carretera blanco a una cierta distancia, delante, iluminado por las luces largas de los faros. Vio un instante el nombre del letrero, de pasada: VALLE no sé qué había otras dos palabras que no pudo leer. La camioneta redujo marcha mientras recorrían la sinuosa calle del pueblo y ella adelantó la mano derecha como si fuera a aflojarse la atadura de la muñeca izquierda. Intentaba localizar el letrero que señalizaba el fin del pueblo y que tendría una barra roja en diagonal sobre el nombre del lugar. Forzó la vista. Sí, allí estaba: VALLE LOS NUEVES.
Aquel nombre no le decía nada, pero cuando la camioneta empezó a ganar velocidad otra vez, tiró con cuidado los restos del sonajero a la carretera. Volvió a contener la respiración; parecía que los secuestradores no se habían dado cuenta. Apretó la mano derecha para comprobar cuántas le quedaban. Ya sólo unas cinco o seis. Tendría que irlas espaciando. ¡Si al menos supiera el camino que les faltaba aún!
Ahora hacía verdadero frío y Consuelo dedujo que debían haber subido bastante más de la altura a que estaba su chalé, unos trescientos metros sobre el nivel del mar en Las Palmas. ¿La llevarían hacia Pozo de las Nieves, uno de los conos más altos de la isla después de Roque Nublo? Ya no había más claridad que el débil y fantasmal resplandor del paisaje iluminado por la luna. Iniciaron luego la bajada por un sendero muy inclinado y sinuoso, y el conductor tuvo que pasar a segunda. Supuso que estarían entrando en una caldera volcánica. No todos los grandes cráteres de antiguas erupciones eran transitables con vehículos de ruedas; según había leído, precisamente en uno de ellos habían librado los indígenas su último combate contra los españoles. ¿Tirajana, quizá? Ahora no podía acordarse. Durante la guerra civil, los maquis los habían utilizado, y también los habían aprovechado como escondite en época moderna célebres bandidos. Hacía muy poco, habían tenido oculto en uno de ellos durante tres meses a un industrial secuestrado. ¿Se trataría de la misma banda?
– Ya no tardaremos mucho -le susurró el secuestrador que iba a su lado y que cada vez le daba más la impresión de ser menos cruel que el conductor. Esto le dio pie para tirar todas las cuentas restantes de una sola vez; para disimular, se llevó el pañuelo a la boca.
La camioneta se detuvo tambaleante y el más amable de los secuestradores le quitó la venda de los ojos.
– Ahora le darán algo de comer.
Le soltó también la mano izquierda y la empujó suavemente para que bajara.
Estaba muy oscuro y tuvo que abrir y cerrar los ojos varias veces para cerciorarse de que veía correctamente. El cielo estaba iluminado por la luna, pero en aquel valle apenas entraba la luz. Le dio la impresión de que sobre el lugar donde estaba ahora la camioneta, cuyo radiador soltaba espectrales nubes de vapor, se alzaba una imponente mole rocosa. Aparecieron unos individuos con linternas que se pusieron a hablar con el conductor. El otro hombre la condujo hacia las rocas, donde abrió una puerta y le indicó que entrara. Consuelo advirtió que se trataba de la entrada de una enorme cueva natural, iluminada por una chisporroteante lámpara de gas. Una campesina harapienta que trajinaba junto a un fogón le dedicó una mirada inquisitiva.
Su secuestrador le hizo señas para que se sentara, y la mujer le llevó un cuenco de guiso de pescado que tenía un olor muy fuerte y un montón de lo que parecía masilla pardusca. Aquello debía de ser el famoso gofio, pensó Consuelo, que había oído hablar de él pero que nunca lo había probado: la pasta de maíz de los nativos. Sobre la tosca mesa había una cuchara grasienta.
– No tengo hambre.
– Como quiera -dijo el hombre-. Pero no podrá comer nada más hasta por la mañana.
Pensó que debía comer algo, aunque sólo fuera por el bebé, y cogió un poco de gofio, que no era insípido, aunque pensó que resultaría muy indigesto. El guiso contenía bacalao seco y repollo, y el olor le revolvía el estómago.
– ¿Podría darme un poco de agua?
– Tenga, tome un poco de vino, le sentará mejor. El agua podría hacerle daño -dijo la mujer, y le dio una pesada jarra de barro y un vaso sucio.
Consuelo bebió un poco y probó una cucharada del guiso, que tenía un sabor repugnante.
– Cuando termine le enseñaré dónde va a dormir -le dijo el hombre-. Debo advertirle que es imposible salir de este valle, especialmente en su estado, así que será mejor que ni siquiera piense en ello, señora.
– Pero, ¿por qué me han secuestrado ustedes? ¿De qué puedo servirles?
– Son órdenes, señora. Y no serán muchos días…, una semana o así.
– ¡Una semana! -protestó Consuelo-. ¡Mucho antes de una semana estaré de parto!
– Entonces Catalina, aquí presente, tendrá que ayudarla cuando llegue el momento.
No pareció complacer a la campesina que le asignaran el papel de comadrona, pero no dijo nada.
El guardián empujó una puerta hecha de toscos tablones y le mostró un catre de madera y tiras de mimbre.
– La mujer le traerá ahora un colchón y un par de mantas. Le dejaré una vela para la noche… En el rincón hay un cubo y un cacharro con agua para lavarse.
La mujer le trajo la ropa de cama y le dio una toalla astrosa. Si al menos pudiera conseguir que se pusiese de su parte, pensó Consuelo, podría convencerla de que la ayudara a escapar. Pero la mujer contemplaba con envidia la ropa de Consuelo y miraba fijamente su vientre abultado. No parecía una posible aliada.
– ¿Podrían darme mi bolso? -preguntó Consuelo al hombre.
– Ahora se lo traeré.
El individuo cerró la puerta y Consuelo pudo oírle colocar un travesaño encajado en dos ranuras. Estaba prisionera y, como todos los prisioneros, se dispuso a examinar el lugar en el que iba a pasar su confinamiento. El cuarto tenía el techo y dos paredes de piedra, mientras que las otras dos paredes eran de tablones clavados con puntas, uno que daba a la cueva principal y el otro al exterior, a juzgar por el ventanuco tapado con tablas. Miró entre los tablones de aquella pared, pero no pudo ver nada en el oscuro valle exterior.