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Ojalá no haya bichos ni sabandijas, que la aterraban, pensó; le habían contado que en el interior de la isla había lagartijas venenosas e imploró que no hubiera allí ninguna. A la difusa luz de la vela examinó detenidamente el mugriento colchón por si había rastro de piojos y pulgas, y luego las mantas. No parecía haberlo. Se tendió con mucho cuidado en el incómodo lecho y empezó a llorar en silencio. La velada no había resultado exactamente como la había planeado.

Aunque el avión había despegado de Barajas con veinte minutos de retraso, sobrevoló el mar y consiguió aterrizar en el aeropuerto de Gando casi a la hora. Seguro que habían tenido viento de cola, pensó Bernal. Podía ver ya las luces de aterrizaje y se santiguó supersticiosamente cuando el piloto enfiló la pista justo sobre las rocas que bordeaban el mar y consiguió tomar tierra con bastante suavidad. Cuando el Boeing llegó al edificio de la terminal y una de las puertas delanteras se abrió, colocaron inmediatamente la escalerilla y Bernal fue de los primeros en bajar.

Se encaminó al vestíbulo de llegadas y, sabiendo que tardarían un rato en descargar los equipajes, se dirigió a la salida a buscar a Consuelo. Examinó todos los rostros expectantes de los que habían ido a esperar el vuelo, pero Consuelo no estaba entre ellos. Como el vuelo era nacional, los viajeros no tenían que pasar por las formalidades de pasaportes y aduana, así que el comisario salió al aparcamiento a ver si la veía. Pero tampoco estaba allí. Tal vez se hubiese retrasado por el tráfico, o hubiera decidido no conducir. Se dirigió entonces al mostrador de Información y preguntó a la aburrida muchacha que estaba leyendo el semanario Diez Minutos si había algún mensaje para él.

– Me parece que no, señor -miró en las casillas que tenía delante-. No, señor, me temo que no.

Bernal se encaminó a la hilera de teléfonos y llamó a casa de Consuelo.

– ¿Señorita? ¿Ha salido la señora Lozano a buscarme al aeropuerto?

– Sí, sí, señor. Salió antes de las nueve. ¿Todavía no ha llegado? Tengo la cena al fuego.

– Pues será mejor que de momento lo apague -dijo Bernal-. Debe de haber tenido un pinchazo o una avería.

Volvió al vestíbulo de llegadas, pero Consuelo seguía sin aparecer. Al final, empezaron a salir los equipajes en la cinta transportadora e intentó localizar su maleta. Tuvo más suerte que otras veces: su maleta estaba entre las primeras, e intacta. Volvió a la salida a esperar y encendió un Káiser. Estaba seguro de que o llegaba tarde o le enviaría un mensaje.

Al cabo de media hora empezó a preocuparse. Decidió hablar con las autoridades policiales del aeropuerto, la Guardia Civil, según comprobó. Tras enseñar la estrella dorada de la DSE y la placa de comisario de primera, le llevaron al despacho del teniente que estaba al mando. Explicó el problema con la mayor delicadeza posible. La señora Lozano estaba en su último mes de embarazo, había decidido ir a esperarle al aeropuerto y su muchacha le había confirmado que había salido de casa, que quedaba sobre Las Palmas, antes de las nueve. Si había tenido un pinchazo o una avería, a aquellas alturas ya habría podido enviar un mensaje a casa o al aeropuerto. Pero si hubiera tenido un accidente o se le hubiese presentado el parto no habría podido hacerlo. ¿Podría el teniente ponerse en contacto con los hospitales?

El teniente parecía deseoso de ayudarle.

– Además de eso, comisario, daré un aviso general a nuestra división de tráfico y a la policía municipal de Las Palmas. ¿Sabe usted qué coche conducía la señora Lozano?

– Sólo que era un Renault alquilado -dijo Bernal-. Pero puedo preguntarle los datos a la chica si me permite usar el teléfono.

– También nos ayudaría saber qué ropa llevaba -añadió el teniente.

Se iniciaron todas estas pesquisas y Bernal intentó calmar a Manolita, la sirvienta, que se puso histérica mientras hablaba con él por teléfono.

– Ahora dígame cómo es el coche. Es un Renault, ¿no? ¿Azul? ¿Azul metálico? ¿Sabe qué modelo, Manolita?

Pero no sabía nada de todo esto y Bernal le pidió que mirara a ver si encontraba el contrato de alquiler entre los papeles de Consuelo.

– No creo que pueda encontrarlo, señor. No sé mucho de papeles y esas cosas.

Bernal cayó de pronto en la cuenta de que la chica debía ser analfabeta o poco menos.

– No se preocupe, Manolita. Iré hasta ahí ahora y los buscaremos juntos.

Se volvió al teniente de la Guardia Civil y le dijo:

– ¿Puede prescindir de un coche que me lleve a la casa, o he de alquilar un taxi?

– Tengo un jeep disponible, comisario, si no le importa que le lleve uno de mis hombres.

– Perfecto. Es usted muy amable.

En la carretera de la costa camino de Las Palmas, Bernal buscaba signos de coches Renault azules averiados. Cuanto más pensaba en todo el asunto, más se preocupaba. La isla estaba muy densamente poblada, casi tres veces la población de la propia península por kilómetro cuadrado, así que era bastante raro que Consuelo no hubiera podido contactar con nadie ni enviar un mensaje. Las pesquisas iniciales de la policía habían resultado infructuosas: ninguna ambulancia la había llevado a ningún hospital y la policía no había recibido aviso de ningún accidente en el que ella estuviera implicada. El servicio de averías de la Guardia Civil no había recibido aviso de que su coche estuviera averiado. Claro que era posible que hubiese avisado a algún servicio particular de grúas, pero, en tal caso, hacía tiempo que habría dispuesto de un teléfono. Bernal tenía el presentimiento de que a Consuelo le había ocurrido algo más grave, aunque no podía decir exactamente por qué.

Cuando llegaron a la agradable casa, Bernal advirtió que desde allí se dominaba toda la ciudad hasta La Isleta y que la extensión de la bahía oriental estaba adornada por una guirnalda de luces que rielaban ambarinas en la sucia neblina nocturna.

Era evidente que Manolita, la sirvienta, había estado llorando.

– ¿Qué puede haberle ocurrido a la señora? -gimió-. Se fue tan contenta a buscarle, señor, y mire, había puesto la mesa tan linda…

– Ahora hay que mantener la calma, Manolita, y tratar de encontrar los papeles del coche para conseguir el número de matrícula. Así la policía lo localizará en seguida.

Ante estas palabras de Bernal, la chica se sintió aún más trastornada y el comisario le dio unas palmaditas en el hombro. Ella le mostró entonces un escritorio que había en un rincón de la sala de estar.

– Ahí es donde guarda la señora los papeles.

Bernal empezó a revisarlos mientras el guardia civil esperaba en el coche.

– Manolita, sírvale una cerveza mientras miro estos papeles.

Al cabo de cinco minutos, encontró un recibo del alquiler del coche y se apresuró a examinarlo. Gracias a Dios en el recibo figuraba el número de matrícula, así como el modelo y el año.

– Aquí está -le gritó Bernal al guardia-. Es un Renault-5 azul metálico con matrícula de aquí.

– Lo comunicaré por radio a la división de tráfico, comisario. Emitirán un aviso general y si está aparcado en un lugar público no tardarán mucho en dar con él.

Bernal no era tan optimista. Según su propia experiencia, siempre había infinidad de callejas en las que podía permanecer un coche días y días sin que la policía lo encontrara. Bien cierto era que Las Palmas sólo tenía 230.000 habitantes, muy pocos comparados con los casi cuatro millones de Madrid, pero el interior de Gran Canaria estaba prácticamente desierto, era muy escarpado y resultaría facilísimo esconder allí un coche. Claro que Consuelo no se habría desviado de las rutas principales, a no ser que hubiera parado a comprar algo.