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– ¿Le dijo si iba a buscar algo de camino al aeropuerto, Manolita? -gritó el comisario.

Mientras abría una lata de cerveza, el guardia civil devoraba con la mirada a la chica, que parecía ya mucho más tranquila.

– No, no lo dijo, señor. Ya había comprado el champán y todo lo demás.

Bernal tomó una decisión repentina:

– ¿Puede traerme la maleta del coche, por favor? -pidió al guardia-. Voy a quedarme a pasar la noche aquí, por si viene la señora; estaré en contacto telefónico con su teniente. ¿Sabe usted cuándo termina su turno?

– Esta semana hace el de noche, comisario. Termina a las siete y media de la mañana.

Bernal pasó la noche en vela en un sillón junto al teléfono, tras haber convencido a Manolita de que se fuera a la cama; ella obedeció, jurando que no pegaría ojo. Al poco rato podían oírse sus suaves ronquidos en la parte de atrás de la casa. Bernal estuvo revisando todos los papeles de Consuelo por si encontraba alguna pista sobre su desaparición. Abrió la cartera negra y examinó su contenido. Los papeles parecían ser fotocopias de informes bancarios y algunos ingresos estaban marcados con tinta roja al margen.

Intentó desentrañar su significado, pero era muy consciente de sus limitaciones como contable. Los llevaría al banco por la mañana en cuanto abrieran y pediría al director que le explicara su significado. Cuando los guardaba de nuevo en la cartera, localizó unas copias de cheques al portador anulados, firmados y rubricados. Intentó descifrar las firmas: Tama… ¿no le había mencionado Consuelo aquel nombre por teléfono? ¿Tamarán? Eso era. Y también le había hablado de una misteriosa sociedad que estaba investigando. Si al menos recordara el nombre; debía ser importante.

Consuelo Lozano había dormido muy poco en su lúgubre prisión y se había levantado un montón de veces imaginando que grandes lagartijas venenosas bajaban por las paredes rocosas hacia ella. Había pasado largas horas viendo cómo se iba consumiendo la vela hasta que ésta, finalmente, se extinguió. Hacia el amanecer se sumió en un sueño de agotamiento, pero despertó al poco a causa de un ruido extraño y de algunos rayos de sol que le daban en la cara.

Gimió intentando sacar su pesado cuerpo del tosco colchón, consiguiendo finalmente poner los pies en el irregular suelo rocoso. Lo notó caliente en la planta de los pies, y esto la desconcertó. No había podido entrar en la habitación suficiente sol a través de las rendijas entre las tablas como para calentar de aquella forma el suelo. Se inclinó y lo tocó con la mano. Estaba caliente, no había duda. ¿Acaso sería una roca volcánica viva, similar a la hallada en Lanzarote o Tenerife, donde la lava aún fluía de vez en cuando? Ella creía que todos los cráteres de Gran Canaria estaban apagados totalmente desde tiempos remotos. Tal vez la base de esta caldera fuera un géiser o un manantial de aguas termales, aunque ella no podía ver señal alguna de humedad en aquellas piedras, que parecían tan suaves y lisas como si hubieran estado fundidas en tiempos.

Consuelo prestó atención al extraño sonido que llegaba del exterior, cuyo tono subía y bajaba, no, pensó ella, por el aumento o disminución de intensidad, sino por una especie de efecto Doppler: cada vez que bajaba el tono, el ruido se alejaba de ella. Se levantó e intentó atisbar por las rendijas de las tablas de la pared, pero sólo podía ver la sombra de un objeto en movimiento que cruzaba los rayos del sol naciente de vez en cuando, coincidiendo con la subida de tono del sonido electrónico. Se trataba de algún tipo de máquina, estaba segura, pero en realidad no tenía la menor idea de qué tipo de máquina podría tratarse.

Examinó las tablas que bloqueaban la ventana e intentó aflojar la más baja con la mano. Uno de sus extremos cedió, y Consuelo decidió que merecería la pena insistir si dispusiera de algún instrumento. Si los secuestradores le dejaban algún cubierto, podría probar con él. Claro que le habían advertido que era imposible escapar, pero seguro que sólo lo habían hecho para disuadirla. Se enterarían de que ella estaba hecha de material más resistente.

Si consiguiera soltar las tablas de la ventana y saltar cuando cayera la noche, podría subir perfectamente el sendero hasta la carretera y llegar al pueblo por el que habían pasado unos minutos antes de llegar a aquel rincón dejado de la mano de Dios. Caviló que la camioneta no podía haber hecho aquella subida tan pendiente desde el pueblo y bajar luego hasta aquel cráter profundo a mucho más de treinta y cinco o cuarenta kilómetros por hora, y casi todo el trayecto lo habían hecho en segunda. Así que el pueblo llamado Valle los Nueves no estaría a más de cinco o seis kilómetros. Incluso en su estado, podía llegar al pueblo en unas dos horas; y si pudiera volver a colocar las tablas tapando la ventana para que parecieran bien sujetas, tal vez no advirtieran su ausencia hasta primera hora de la mañana. Y para entonces, ella ya habría llamado por teléfono.

Claro que antes de todo había que soltar las tablas. Buscó en el bolso, que ya le habían devuelto, su estuche de manicura. Aunque pequeños, algunos de los utensilios podían servirle. Maldita sea, se lo habían quitado. Al menos le habían dejado la barra de labios y el estuche de maquillaje. Contempló su rostro en el diminuto espejo del estuche y volvió a gemir: Santo cielo, qué aspecto tan horrible. Y el cabello, cuyo arreglo le había costado tan caro el día anterior por la mañana, tras el viaje en la camioneta era un auténtico desastre. Se lavó lo mejor que pudo en el agua nauseabunda del cubo del rincón, se peinó y se maquilló: al menos ahora se sentía mucho más segura para afrontar lo que le deparara el día.

El ruido quejumbroso que llegaba del exterior cesó bruscamente y oyó gritar a un hombre: «Es demasiado pesado. ¡Así no funcionará!» Se acercó entonces a toda prisa a la ventana, pero, para su pesar, los hombres no estaban en su línea de visión. ¡Oh, Señor, por qué diantres la tendrían allí? ¿De qué utilidad podría serles ella? A aquellas horas, Luis estaría desquiciado. La puerta se abrió repentinamente a su espalda y entraron dos hombres que vestían uniformes extraños.

Bernal decidió que tenía que acudir a las entrevistas que había concertado Paco Navarro para su primera mañana en la isla con el gobernador civil de la provincia y con el jefe de la Policía Judicial. Los otros cinco miembros del equipo llegarían aquel mismo día, 8 de julio, por la tarde, lo cual les dejaba justo diez días para llevar a cabo su misión para la presidencia del Gobierno.

Cada vez más preocupado por la falta de noticias de Consuelo, había telefoneado al teniente de la Guardia Civil a las 7.30, hora en que terminaba su turno: las patrullas nocturnas aún no habían localizado el coche de Consuelo. En cuanto abrieran el banco en el que trabajaba, hablaría con el director para saber qué informes estaba investigando.

Bernal llamó por teléfono a Gobernación a las 8.30 y dejó recado diciendo que llegaría a las 10.30; quería ganar un poco de tiempo para buscar a Consuelo. Le dijo a Manolita que la telefonearía cada media hora por si ella recibía alguna noticia, hasta que dispusiera de algún teléfono en la Jefatura de Policía y pudiera darle el número. Esperaba que el jefe de policía hubiera preparado ya algunos despachos para ellos. Necesitaría también medio de transporte para él y para su equipo, preferiblemente vehículos sin distintivos policiales. A las 8.40 pidió por teléfono un taxi para ir al centro de la ciudad.

Era un día gris y nublado; los vientos alisios soplaban aún con bastante fuerza en dirección nordeste. Según el imprudente taxista iba bajando la prolongación de Escaleritas hacia la ciudad, el aire se formaba perceptiblemente más cálido y húmedo. Bernal frunció los labios y se preguntó dónde habría pasado la noche Consuelo, a no ser, no lo quisiera Dios, que hubiera sufrido un accidente mortal. Procuró desechar tales pensamientos. ¿Podría saber él si ella se encontraba en una situación desesperada por algún mensaje telepático? Había leído casos de personas a las que les ocurren tales cosas, pero a él nunca le habían sucedido ni conocía a nadie que lo hubiera experimentado personalmente. Quizá se tratara sólo de una ilusión, producida por una premonición post eventum. Bernal se culpaba a sí mismo por todo aquello; de no haber sido por su culpa, ella no habría tenido siquiera que trasladarse a Canarias.