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– Todos los transbordadores que van a Tenerife pasan por aquí, inspector -apuntó el guardacosta más viejo-. Podría haberse caído de uno de ellos. Según el tiempo que lleve en el agua, claro.

Guedes tomó los potentes prismáticos 30 por 70 del guardia civil y enfocó con ellos el cuerpo parcialmente sumergido.

– Por su aspecto, muchas horas.

Enfocó los pesados prismáticos japoneses centrándolos en la cabeza del cadáver, que flotaba boca arriba, prácticamente sumergido de cintura para abajo.

– Los peces se han cebado en él, sobre todo en los ojos y en la boca -ajustó los prismáticos con más precisión-. Tiene un corte en diagonal en la frente. ¿Podría ser el golpe de una hélice?

Guedes devolvió los prismáticos al guardia civil, al ver los dos coches y el furgón funerario que se acercaban por el pedregoso camino.

– Ya vienen. Habrá que disponerlo todo para llegar hasta allí en una lancha.

– Sería mejor un bote de remos de fondo plano, señor -dijo el guardia más joven tímidamente-. Una lancha, por poco calado que tenga, se destrozaría en esas rocas. Ahora ha cambiado la marea, pero ninguna lancha podrá cruzar a salvo la barra hasta dentro de unas horas y entretanto la resaca podría arrastrar el cadáver y lo perderíamos.

– Muy bien. Pediré por radio que remolquen un chinchorro resistente. Supongo que serán los dos buenos marineros, ¿eh?

– Mi padre era pescador del Puerto de la Luz, señor -dijo el guardia mayor-. Creo que nos las arreglaremos. Pero necesitaremos arpeos.

– Los pediré también. Será mejor que vaya a saludar al juez de instrucción.

Cuando desconectaba la radio del coche, después de hablar con la central, el inspector Guedes se fijó en los dos agentes de la Policía Nacional (nombre que el Gobierno democrático posfranquista había dado al Cuerpo) que salían del primer gran Seat sedán, se ajustaban los elegantes uniformes nuevos de color beige y marrón y se colocaban las gorras marrones en un ángulo más garboso antes de saludar al juez, que en aquel momento bajaba de un Mercedes azul oscuro.

El juez Velasco bajó del coche, muy serio, saludó a los policías tocándose el sombrero negro de ala y banda anchas y avanzó hacia Guedes con andar digno y posado; Guedes pensó que el atuendo del juez, de una sobriedad absoluta, no sólo era práctico, sino también tradicional en las islas, donde los mayores habían preferido siempre el traje negro dominical para todas las ocasiones importantes y casi todas las demás; y el juez parecía hecho para su papeclass="underline" negro cabello rizado, muy corto, entrecano en las sienes, rostro cetrino muy arrugado, ojos tristes y expresivos, y la cara afilada y el alargado mentón de los guanches (que era, en principio, el nombre de la tribu aborigen de Tenerife y que pasó luego a designar también a los nativos de Gran Canaria).

– Buenos días, señor juez. Parece alguien que cayó de un barco y que quedó atrapado en La Barra.

Uno de los guardacostas ofreció sus prismáticos al juez, que los rehusó cortésmente.

– Será difícil llegar hasta allí, inspector. ¿Está seguro de que es el cuerpo de un hombre?

El juez revolvió los ojos como un campesino bajo sus tupidas cejas entrecanas.

– Creo que es indudable, señor, a juzgar por el pelo corto y la barba. Y lleva una camisa pasada de moda abotonada hasta arriba y lo que parece ser un chaleco oscuro y pantalones.

– Y si cayó de un barco, ¿cree usted que un marinero vestiría así?

Es astuto el viejo juez, se dijo Guedes, pese a la total falta de atención que sugería su inescrutabilidad casi oriental.

– ¿Cómo se haría la herida de la frente?

El inspector quedó bastante sorprendido por esta indiscutible prueba de la vista de lince del juez, notable sin duda en una persona de por lo menos setenta años.

– ¿Quizá con la hélice de una embarcación? -aventuró, vacilante.

– Mmmm. Tal vez. Pero, ¿y la ropa?

– Casi todos los transbordadores que hacen la ruta entre las islas pasan cerca de aquí, señor. Podría haberse caído de uno de ellos anoche, en la oscuridad, sin que nadie se diera cuenta.

– O podrían haberle tirado al agua, ¿eh?

No ignoraba Guedes que el juez tenía fama de ser excesivamente desconfiado y de buscar siempre tres pies al gato aun en el caso más claro. Guedes consideró que debía imponerse como inspector.

– Dejaremos que le vea primero el patólogo, si le parece bien a usted, señor. Mientras tanto, me pondré en contacto con el capitán de puerto y, a través de él, con los capitanes de todos los barcos que zarparon y atracaron ayer y durante las primeras horas de esta mañana.

– Muy bien, Guedes. ¿Cómo piensa recuperar el cadáver?

– He pedido que remolquen hasta aquí un chinchorro, señor. Creo que con una lancha no conseguiríamos pasar antes de la pleamar.

El juez sacó un puro canario bastante mal enrollado del bolsillo superior y mordió la punta antes de encenderlo. Volvió a mirar el cadáver, que se movía suavemente en el oleaje a unos cien metros de la línea costera que se alzaba en pendiente hacia Punta de Arrecife y la cima sucia y parda de La Isleta.

– No olvide la lista de desaparecidos, Guedes, en cuanto sepa el tiempo de inmersión aproximado por el informe del patólogo.

Se había convocado una reunión para el martes 6 de julio, a las 9 de la mañana, en el Pabellón de Semillas del Palacio de la Moncloa de Madrid. El secretario particular del presidente del Consejo de Ministros comprobó que no faltara nada en la mesa de conferencias dispuesta para siete personas. Satisfecho, desplegó un mapa mural del archipiélago canario en la pared del fondo de la sala, amueblada con elegancia, cuyos ventanales ofrecían una espléndida vista del parque que, hacia el oeste, bajaba hasta el Manzanares, convertido en un simple regato por los rigores de julio.

No tardó el secretario en oír a los guardias que se cuadraban para saludar al vicepresidente y a los gobernadores civiles de las dos provincias canarias, que la noche anterior habían llegado a Madrid en sendos vuelos desde los aeropuertos de Gando y Los Rodeos. Cuando salía al vestíbulo para recibir a los recién llegados, el secretario consultó su reloj: las 8.55. No bien se hubo cerrado la puerta principal, tuvo que abrirse de nuevo para dar paso al subsecretario del Ministerio del Interior y al capitán general de la región militar de Canarias, que acababan de llegar en coches oficiales. Al dar las nueve, se sumó a la reunión el jefe de la guardia personal del presidente.

Una vez todos reunidos, el vicepresidente tomó asiento e invitó al jefe de Seguridad a abrir la sesión.

– Caballeros, nos hemos reunido para ultimar los planes de la visita del presidente a Canarias, que tendrá lugar del catorce al dieciocho de este mes. Todos ustedes tienen delante una copia del itinerario elaborado, junto con los detalles de todos los actos oficiales y alojamientos.

– Antes de continuar, comisario -dijo el vicepresidente-, tal vez debiéramos pedir al capitán general y a los gobernadores civiles que nos comenten el actual clima político del archipiélago y los principales peligros para la seguridad del presidente.

Los dos gobernadores civiles se miraron, y luego dirigieron la mirada al capitán general; el primero en tomar la palabra fue el gobernador de Tenerife.

– En mi provincia, en este momento las cosas están muy tranquilas, aparte los ocasionales roces entre los militares locales y los godos.

Al pronunciar la palabra «godo», término con que designan los canarios a los peninsulares que van a mandarles, dedicó una mirada un tanto acusadora al capitán general. El jefe militar enrojeció de indignación y el gobernador civil se apresuró a proseguir, con su suave acento tinerfeño:

– El principal grupo extremista es, evidentemente, el MPAIAC, que propugna la independencia total y cuenta con apoyo de Argelia y del Frente Polisario. Pero casi todos sus activistas están en el exilio y tenemos sometidos a estrecha vigilancia a los jóvenes militantes que quedan. Su actividad principal consiste en la distribución clandestina de panfletos de clara tendencia marxista-leninista. Pero creo que no representarán ninguna amenaza para el presidente durante su visita.