Выбрать главу

Cogió el tomo alfabético de la guía telefónica de Las Palmas y buscó el nombre de la empresa; no figuraba. Era bastante extraño, pensó, a menos, claro, que la empresa no tuviera oficinas en Las Palmas; pero, en tal caso, ¿por qué se transfería regularmente el dinero a esta sucursal del Banco Ibérico? Al no encontrar ninguna otra cosa de interés, o al menos nada que para él tuviera sentido, Bernal decidió pedir al subdirector que volviera a revisar todo el contenido de la mesa para ver si podía dar con algo fuera de lo normal.

En aquel preciso instante, apareció el subdirector, acompañado de otro empleado.

– Comisario, le presento a nuestro encargado de contabilidad. Como usted comprenderá, ahora no se llevan libros mayores, pues todos los informes y estados de cuentas de nuestros clientes figuran en el ordenador central, del que siempre que hace falta se obtiene una copia impresa. Es muy probable que los papeles que ha encontrado en el portafolios de la señora Lozano sean fotocopias de los originales hechas en nuestros ordenadores, de formato mucho más ancho y conocido vulgarmente como «papel pijama» por las rayas verdes. Mire, en las fotocopias pueden distinguirse las rayas.

– ¿Y qué me dice de las marcas que ha hecho en rojo la señora Lozano en algunas operaciones?

En ese momento intervino el empleado que acompañaba al subdirector.

– Creo que indican una situación preocupante, comisario. Parece que se hace circular una gran suma todos los meses en las diversas cuentas subsidiarias para dar la impresión de saldos acreedores de vez en cuando, y que la señora Lozano lo ha descubierto.

– ¿Pero puede usted identificar a los titulares de las cuentas? -preguntó Bernal.

– Seguramente podré hacerlo partiendo de los datos que figuran en estos asientos, cotejándolos con los registros de las transacciones diarias, pero tardaré un rato.

– Tal vez exista un medio más rápido -indicó Bernal, sacando del bolsillo el télex que había encontrado en el escritorio de Consuelo-. Dígame qué le parece esto.

El contable y el subdirector estudiaron detenidamente el mensaje.

– Alcorán, S. A. -comentó el contable-. Comprobaré ahora mismo si tenemos cuentas a nombre de esa firma.

Encendió la terminal conectada al ordenador principal y empezó a introducir los datos.

– ¿Qué pasa en caso de corte de energía o en el de avería del ordenador? -preguntó el comisario al subdirector-. ¿Se pierden los informes?

– Tomamos precauciones contra esas eventualidades, comisario. En la cámara de seguridad guardamos copias en disco duro de todas las transacciones diarias. Y podemos disponer de casi toda la información en registros impresos en papel. Lo más importante es la seguridad de acceso al ordenador central que está conectado con la central de Madrid y, vía central, con todas las sucursales. Y también hay que cuidarse de los desaprensivos, que podrían conseguir acceso ilegal al mismo y sacar sumas no autorizadas. Los fabricantes de ordenadores suministran claves de seguridad y dispositivos que se cambian a diario.

– Pero tengo entendido que tales fraudes mediante ordenador se están convirtiendo en algo común en los círculos bancarios, ¿no? Hemos tenido que crear un grupo especial de la Policía Judicial para ocuparse de ello -comentó el comisario.

– Aquí en Las Palmas no, gracias a Dios -dijo sonriendo el subdirector-. O, al menos, todavía no.

El contable les hizo señas de que se acercaran a la terminal del ordenador.

– Alcorán, S. A. tiene abiertas cuentas con nosotros, comisario. En la pantalla puede ver las últimas operaciones de su cuenta corriente; parte del movimiento de la misma coincide con uno de los extractos que estaba revisando la señora Lozano.

– ¿Cuál es la dirección de la empresa? -preguntó Bernal, anhelante.

El empleado pulsó varias teclas.

– Aquí está, comisario. Calle Pío XII, 112, en el barrio de la Ciudad Jardín.

– Vaya, creo que esto nos lleva a algún sitio -dijo Bernal, no poco satisfecho-. ¿Figura algún número de teléfono?

El empleado apuntó el número de teléfono y se lo entregó.

– ¿Podría llamar usted? -preguntó Bernal al subdirector-. Y pregunte, por favor, si recibieron la visita de la señora Lozano ayer a las cinco.

El subdirector marcó el número y dejó que la señal sonara unos minutos. Luego movió la cabeza.

– No contestan, comisario.

Al oír abrirse la puerta, Consuelo se retiró rápidamente de la ventana bloqueada de la celda. Le sorprendió ver al señor Tamarán y a un desconocido alto que parecía árabe; ambos llevaban chaquetas de camuflaje y gorras negras.

– ¿Por qué me han secuestrado y me han traído aquí? -inquirió Consuelo.

– Usted misma se lo buscó, señora -contestó Tamarán fríamente-. Si no se hubiera puesto a curiosear en nuestros asuntos…

– Pero no tiene usted ningún derecho a hacerme esto -le interrumpió Consuelo furiosísima-. ¿Es que no comprende la gravedad de su delito si nos ocurre algo a mí o al niño? Yo no hice más que cumplir con mi deber en el banco. Sus empresas están cometiendo un fraude.

– Ya es demasiado tarde para todo esto, señora. Será usted nuestra prisionera durante otros diez días. En cuanto nos hagamos con el control, la pondremos en seguida en libertad.

– ¿El control de qué, por amor de Dios? -preguntó ella, irritada-. La Guardia Civil ya me estará buscando.

– Aquí nunca la encontrarán, así que más vale que se haga a la idea. He mandado que le traigan una cama mejor y cosas más cómodas. La mujer la atenderá.

– ¿Tiene también experiencia como comadrona? -preguntó Consuelo con frialdad-. Salgo de cuentas el día dieciocho y mi hijo podría nacer incluso antes. Tendría que estar en el hospital con unos días de antelación porque es mi primer parto. Si algo sale mal, usted será el responsable.

– La culpa es sólo suya -replicó Tamarán con acritud-. De todos modos, ¿quién me va a exigir responsabilidades? Para entonces, nosotros tendremos el control absoluto de las islas.

Advirtió Consuelo que el otro individuo no había abierto la boca en todo el rato y que la miraba impasible, como si no entendiera de qué hablaban. Se preguntó si sería árabe o bereber.

– ¿El control absoluto de las islas? -replicó, jadeante-. Pero eso es imposible y usted lo sabe muy bien. El Gobierno tiene ahí fuera toda la Legión, además de los campamentos del Ejército y de la base aérea de Gando. ¿Cómo van a hacerse con el control?

Hablaba en un tono compasivo, para provocarle y ver si cometía alguna indiscreción. Tamarán se irritó más:

– Pronto se enterarán usted y sus amigos de las fuerzas de que disponemos para liberar Canarias del yugo español. Nuestros aliados saharauis nos ayudarán a conseguirlo.

Así que era eso, pensó Consuelo. El otro individuo debía ser del Sáhara occidental, donde, por lo que ella sabía, la guerrilla proseguía la lucha contra el Ejército marroquí desde que España había cedido su antigua posesión africana.

– Así que le aconsejo que coopere, señora -continuó Tamarán, en tono aún más amenazador-, es decir, si quiere celebrar el Día de la Liberación con nosotros.

Se oyó de pronto un fuerte zumbido procedente del exterior; eran helicópteros aproximándose; Tamarán y su compañero salieron a toda prisa, cerrando la puerta y echando el cerrojo tras de sí. Consuelo corrió a la ventana e intentó con todas sus fuerzas apalancar una de las tablas para ver qué pasaba. Grande fue su sorpresa al divisar entre la rendija cuatro enormes helicópteros de transporte que se posaban en el suelo de la caldera entre una nube de polvo amarillento y, a continuación, cuatro pelotones de soldados saltaban de los mismos y formaban a toda prisa para revista. Parecían jóvenes y disciplinados.

Tamarán y su secuaz se acercaron a la tropa, y Consuelo intentó ver cómo les saludaban. Sin duda Tamarán era el jefe, o al menos el jefe local, de aquellos mercenarios, o lo que fueran, que planeaban algún golpe de mano. Vio que los cuatro helicópteros despegaban de nuevo levantando una gran polvareda y que al salir del cráter volcánico giraban y tomaban rumbo este, pero no pudo ver ningún distintivo en los aparatos, pintados de marrón.