Выбрать главу

Luego, desde su difícil punto de observación, vio que estaban montando tiendas de campaña militares, al abrigo de los altos riscos de piedra, hacia el extremo norte de la caldera, a juzgar por el ángulo del sol matinal. Volvió a tirar con todas sus fuerzas de la tabla suelta de un lado para ver si conseguía arrancarla del todo, pero sólo con las manos era imposible. Cuando le trajeron la comida, procuraría quedarse con un cubierto para usarlo como palanca. En aquel instante, sintió al bebé moverse en su interior y tuvo que acurrucarse en el incómodo y chirriante catre para encontrar una postura más cómoda. Oh, Dios mío, ¿y si me empiezan las verdaderas contracciones en este rincón perdido, sin la más mínima posibilidad de asistencia médica?

El comisario Bernal tomó otro taxi para ir desde el Banco Ibérico al barrio Ciudad Jardín de Las Palmas, que le pillaba de paso hacia su último destino en la sede central del Gobierno Civil, donde le esperaban a las 10.30. Pidió al taxista que le esperara junto al edificio de oficinas de Pío XII; comprobó la dirección de Alcorán, S.A., en la placa del fresco vestíbulo de mármol, pues no se veía portero por ninguna parte. Llamó el ascensor, que le llevó rapidísimamente a la quinta planta; el rellano estaba desierto, pero las puertas de cristal de las oficinas de Alcorán, SA., estaban entreabiertas.

El comisario entró en silencio y se detuvo a escuchar. Observó señales de una marcha apresurada en la mesa de la recepcionista, algunos de cuyos cajones estaban en el suelo. Empujó la puerta de lo que parecía ser la oficina principal, que se abrió con un leve chirrido. El despacho estaba vacío y mostraba también indicios de haber sido desalojado apresuradamente. El escritorio y el archivador estaban abiertos, y Bernal hizo un rápido repaso por ver si se habían dejado algo sin darse cuenta, pero no encontró nada. Salió a toda prisa y exploró con cautela el largo corredor. Advirtió de pronto una puerta que se abría lentamente al fondo del pasillo e instintivamente posó la mano en la pistola reglamentaria, que abultaba bastante en el traje ligero de mohair.

Un individuo bajo, de mediana edad, vestido con un mono, apareció y le miró sin mostrar la más mínima sorpresa.

– ¡Vaya un lío que han dejado, eh! Y, claro, me tocará a mí limpiarlo todo. ¿Es usted de la agencia inmobiliaria?

– ¿Es usted el conserje? -le preguntó, a su vez, Bernal sin contestar a su pregunta.

– Eso mismo. Y tengo que cargar yo siempre con todo el trabajo. Fíjese en todos los rollos de cables que han dejado y en todas las marcas de las paredes -hizo señas a Bernal para que fuera a inspeccionar la habitación que acababa de salir-. El propietario tendrá que enviarles una buena factura por todo esto, desde luego.

Bernal examinó la habitación sin ventanas, vacía ahora a no ser por un complicado revoltijo de cables eléctricos todavía fijos a las tomas del zócalo. Se fijó en un cable marrón más grueso que entraba en la pared hacia el exterior.

– ¿Había aquí una ventana?

– Sí, la había, pero ellos la tapiaron. Les costará un buen pellizco arreglarlo, se lo aseguro.

– ¿Cuándo se fueron?

– Poco después de las siete en punto de esta mañana vino un camión de mudanzas y se pusieron a bajar todas esas máquinas electrónicas. Yo estuve vigilando para asegurarme de que no se llevaban ningún mueble que perteneciera a las oficinas.

– ¿Dejaron alguna dirección para que les envíen la correspondencia o lo que sea?

– No, no la dejaron, porque se la pedí concretamente -el conserje parecía de pronto preocupado-. ¿Tampoco dejaron ninguna dirección en la agencia?

Bernal enseñó al individuo la placa dorada de comisario y le explicó que estaba deseoso de dar con el paradero de los directores de Alcorán, S.A.

– Espero que no me carguen a mí con el mochuelo. Me dijeron que habían pagado el alquiler de seis meses por adelantado y sé que sólo han estado aquí cuatro meses. Tendré que llamar ahora mismo a la agencia.

– Y a lo hará dentro de un momento. Enséñeme primero a dónde van estos cables.

– Van hasta la azotea, que aún sigue llena de antenas -el portero se encaminó hacia el ascensor-. La mujer que vive en el apartamento del ático estaba furiosa con ellos por destrozar la azotea. Dice que no puede colgar la ropa como es debido y que, cuando usaban los aparatos, las antenas zumbaban de tal modo que tenía miedo de que el día menos pensado la electrocutaran. La verdad es que eran unos tipos bastante desagradables.

– ¿Se fijó usted en el nombre de la casa de mudanzas?

– Es que era uno de esos camiones de transporte alquilados sin letreros en los costados.

El portero mostró al comisario el camino hacia la azotea, que bordeaba los cuatro lados del hueco del patio interior del edificio de siete plantas y desde la que se divisaba una espléndida vista de la bahía, bordeada de palmeras a la luz blanquecina que filtraba la fina capa de nubes.

– Mire, comisario, ésas son las antenas que instalaron.

La inquilina de la última planta a la que, al parecer, tanto disgustaba la instalación de las antenas, salió de su vivienda al verles y se puso a arengar al conserje.

– Eh, ¿no van a volver a llevarse esas monstruosidades? Estoy hasta el moño de tener que soportar todo esto aquí arriba.

– No dijeron nada, Sagrario, pero si no vuelven, yo ya se lo explicaré todo al propietario.

Bernal inspeccionó las grandes estructuras metálicas y llegó a la conclusión de que se trataba de mucho más que de simples antenas. Le parecía que aquellos postes centrales con complicados dipolos correspondían más bien a transmisores orientados hacia el nordeste.

– Mandaré un técnico a inspeccionar todo este equipo- le dijo al portero-. Mientras tanto, mantenga la puerta de la azotea cerrada con llave. Y si vuelve alguien de Alcorán, S.A., telefonéeme en seguida a la Policía Judicial. Y recuerde, no les dé las llaves.

Cuando bajaban en el ascensor, Bernal decidió pasar de nuevo por la quinta planta para volver a registrar las oficinas abandonadas.

Escudriñó los archivadores grises por si se hubiera deslizado algún papel al fondo del cajón sin que se dieran cuenta. El registro resultó infructuoso hasta que volvió al vestíbulo y revisó la mesa de la recepcionista. En ella, entre el cajón superior y el inferior, encontró la copia de papel carbón de una carta fechada el día anterior y dirigida al señor Mencey, Avenue Lafayette, Argel. Se la guardó con cuidado en el bolsillo de arriba y, como no encontró ninguna otra cosa de interés, se dirigió a la calle en busca de un taxi que le llevara a la plaza del Ingeniero León y Castillo, al Gobierno Civil.

Mientras la mañana transcurría despacio, extraordinariamente despacio, para Consuelo Lozano, ésta descubrió que sentía mayor alivio tendiéndose en el suelo de piedra de la celda, especialmente caliente al tacto, hasta el punto de tener que cubrirlo con la manta raída que le habían dado. Había pasado al menos una hora mirando por las rendijas de las tablas a los soldados de extraños uniformes que habían llegado en los helicópteros, los cuales instalaban sus tiendas de campaña al otro lado del suelo volcánico de la caldera.

Desde donde estaba echada ahora podía oír los ecos de sus risotadas y le llegaba el olor del humo de leña de las hogueras encendidas por los cocineros que se habían puesto a preparar algún guiso en grandes cacerolas. Antes les había visto partiendo carne en una piedra plana.

El exagerado calor de la cueva le producía modorra y acabó por adormecerse, soñando que estaba en un bote de fondo plano, arrastrado por una furiosa corriente, y que se balanceaba a uno y otro lado; de pronto, la embarcación bajaba a través de terribles raudales de lava fundida chispeante que la golpeaba. Despertó sobresaltada, bañada en sudor, con la sensación de que el suelo se balanceaba bajo ella, y se agarró a la pata de la carriola para ponerse a salvo. Qué sueño tan estúpido, pensó, echando su gran peso sobre el mugriento colchón. Sentía vértigo, se le iba la cabeza; se agarró con fuerza a la cama. Debía de ser uno de los mareos de que le había hablado el médico.