– Claro que se los daré, comisario, pero desde luego tendrá que leerse un montón de papeles.
– Creo que vale más empezar con todo el papeleo posible, comisario -dijo Bernal-. Muchos pequeños detalles que se quedan grabados en la mente pueden adquirir más adelante gran importancia -contempló el despacho cómodo, aunque desnudo, que les habían preparado-. ¿Podrían proporcionarme mapas murales grandes de la isla y de la ciudad, con los itinerarios del presidente marcados?
– Me ocuparé de ello, comisario.
En cuanto se quedó solo, Bernal telefoneó al teniente de la Guardia Civil al aeropuerto de Gando para ver si había alguna noticia de Consuelo, cuya desaparición le hacía sentirse mal y le impedía pensar con claridad.
– Lamento decirle que aún no hemos encontrado su Renault azul, comisario, aunque deberíamos considerarlo una buena señal, ¿no le parece? Debió de ir a algún lugar remoto a buscar algo que ignoramos y luego verse obligada a permanecer allí, aislada y sin teléfono.
Bernal tenía la sospecha de que el teniente se esforzaba en mostrarse demasiado optimista para tranquilizarle.
– Afrontémoslo, teniente; han pasado quince horas desde que la vieron por última vez. ¿Qué supone usted que podría haber ido a buscar y a qué lugar tan remoto que no hubiera conseguido enviarnos un mensaje a estas horas, si es que se encuentra bien y puede valerse?
Escuchó con atención la sugerencia del teniente.
– En la costa hay algunos lugares, comisario, de camino hacia el aeropuerto de Gando, en los que se vende pescado y marisco frescos. Tal vez alguien le hablara de uno de esos lugares, alguien de aquí, y ella fuera, sobre todo si disponía de tiempo, para preparar algún plato especial.
– Pero su sirvienta ha confirmado que la señora Lozano hizo la compra ayer al volver del trabajo e incluso que compró gambas frescas.
– Bueno, pues si no fue por comida, podría haberlo hecho por alguna otra cosa. Está la pequeña ciudad de Telde, por ejemplo. No se me había ocurrido antes. Es la ciudad antigua de la isla; la nueva carretera de la costa la bordea. Los turistas casi nunca van. En Telde hay muchos talleres de artesanía muy frecuentados por los comerciantes. Y no queda lejos del aeropuerto.
– ¿Pero cree usted que habría ido después de las nueve, cuando ya está todo cerrado? -preguntó Bernal, vacilante; sin embargo, no quería desanimar al teniente ni que dejara de investigar aún con más empeño-. De todos modos, envíe allí a sus hombres. Con las mujeres embarazadas nunca se sabe, tienen caprichos muy raros -intentaba mostrarse animoso-. Ah, por cierto, ¿recibió esta mañana mi mensaje sobre esa misteriosa empresa llamada Alcorán, S. A., cuyos asuntos financieros estaba investigando la señora Lozano para el Banco Ibérico? Pues a primera hora de esta mañana abandonaron precipitadamente sus oficinas de Pío XII.
– Estamos colaborando con la Policía Nacional para dar con su nuevo paradero, comisario.
– Pues considérelo un asunto prioritario, teniente. No creo que el traslado haya sido casual. Mi instinto me dice que podrían haber secuestrado a la señora Lozano para estar seguros de que no hable de sus asuntos financieros.
Consuelo Lozano luchaba por mantenerse en pie cuando oyó los gritos de la mujer desde la parte más amplia de la caverna. Cruzó tambaleante hasta la ventana tapiada con tablas y estiró el cuello para ver de qué se asustaban los soldados. Consiguió divisar a gran número de ellos entre las tiendas de campaña y la gran roca en la que los cocineros habían partido la carne y encendido las hogueras; algunos retrocedían aterrados ante la inmensa nube de vapor que surgía de un agujero del suelo rocoso de la caldera.
Consuelo asió la tabla un poco aflojada y descubrió con alegría que se le había quedado en la mano. Fuera lo que fuera lo ocurrido, había bastado para soltar una de las tablas. Oyó abrirse la puerta y se apresuró a colocar de nuevo la tabla en su sitio para que los secuestradores no se dieran cuenta.
Apareció la mujer desaliñada y le hizo señas de que saliera.
– Ande, más vale que venga conmigo.
– ¿Por qué? ¿Qué pasa?
– Alcorán, que nos está murmurando. Mala señal. Fíjese lo que le digo.
Consuelo no entendía nada.
– ¿Alcorán? Ésa es la empresa del señor Tamarán, ¿no?
La mujer la miró con frialdad.
– Es Alcorán, el dios de las montañas. Acaba de escupirnos. Es de la lava fundida de lo que huyen los hombres de ahí fuera.
– Pero hace cientos de años que el volcán no ha mostrado actividad, ¿no? -preguntó Consuelo, preocupada-. Creía que en la época actual, la única actividad volcánica tiene lugar en Tenerife, Lanzarote y La Palma.
– Aquí en las montañas estamos acostumbrados a ver a menudo estas pequeñas erupciones. Pero allá en la ciudad, o no lo saben o no les importa. Recuerdo un verdadero terremoto en Nieves cuando era pequeña.
– Pero no corremos peligro, ¿verdad? -preguntó Consuelo, mirando las inmensas nubes de vapor.
– No creo. Me parece que los viejos dioses están un poco furiosos -se santiguó supersticiosamente y besó una medalla de plata que llevaba al cuello-. Eso que se ve sólo es el vapor del agua que hay bajo el suelo de este hoyo. Esos puercos africanos nunca han visto algo así, eso es todo.
Era el discurso más largo que había oído Consuelo a la mujer; hablaba con el acento cerrado, casi impenetrable, del interior. Si censuraba a los intrusos africanos, tal vez pudiera convencerla para que la ayudara a escapar.
– ¿Sabe usted por qué me tienen aquí prisionera? -preguntó Consuelo, tanteando el terreno-. Me faltan muy pocos días para salir de cuentas y es mi primer hijo. Tendría que estar en la maternidad.
La vieja soltó una risilla.
– Yo ya perdí la cuenta de los que tuve, con abortos y todo. El primero lo tuve en la playa, en medio de una tormenta y con mi pobre hermana pequeña muerta de miedo por toda ayuda. Mi madre no sabía que estaba embarazada.
– ¿Y qué le pasó a la criatura? -preguntó Consuelo, con aterrada fascinación.
– Ah, lo enterramos entre las rocas, con la marea baja. Nació muerto -la mujer suspiró profundamente-. Fue mejor así, ni siquiera estaba segura de quién era el padre -soltó de pronto una risilla entrecortada-. Tenía sólo catorce años, fue en plena guerra civil. Entonces había muchos legionarios por aquí.
Les llegó más fuerte el siseo del vapor al escapar, y Consuelo miró afuera angustiada.
– ¿Estaremos a salvo en esta cueva? El suelo parece demasiado caliente.
– Claro que estaremos a salvo. Mi gente ha usado esta caverna durante generaciones. Y hay muchas otras iguales más arriba. Mis antepasados momificaban a los muertos y los colocaban en estos sitios con comida y bebida para su viaje eterno.
Consuelo miró a su alrededor estremecida de miedo.
– No se preocupe -le dijo la vieja arpía-, esta cueva grande solía utilizarse como argodey, un lugar en que se honraba a las harimaguadas, las sacerdotisas vírgenes -volvió a soltar una risilla-. ¡Vaya par de sacerdotisas vírgenes que estamos hechas usted y yo!
Aquel mismo día a las dos de la tarde, el comisario Bernal mandó a buscar un bocata de jamón y queso y una botella de La Tropical, la cerveza canaria, pues no quería perder ni un momento y estaba repasando los informes policiales de los incidentes recientes. Por los resúmenes diarios advirtió que la mayor parte de los informes procedían de la comisaría de Miller Bajo, en cuyo distrito quedaba el famoso Catalina Park, y de la comisaría de San Agustín, que cubría las playas de Maspalomas y del Inglés.