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Mientras leía, iba anotando con su letra pulcra y diminuta los delitos que habían llevado a investigación policial y a detenciones y que consistían principalmente en tráfico de drogas, cuchilladas, robos callejeros, allanamiento, estafas y contrabando, todos ellos habituales sin duda a lo largo de todo el año. Observó que en los últimos quince días sólo se había producido un supuesto suicidio y ningún secuestro ni detención por motivos políticos, así que la desaparición forzosa de Consuelo, si es que lo era, resultaba completamente anómala. Prestó atención especial a los informes sobre personas desaparecidas, sólo cinco en total, y tres de las cuales ya habían aparecido. Seguían sin aparecer una jovencita de Arucas y un anciano de Mogán.

Los casos más interesantes eran aquellos de los que había informado el inspector Guedes, de la comisaría de Miller Bajo, y Bernal decidió concertar una entrevista con él lo antes posible para hablar del cadáver hallado en Bahía del Confital y de la mujer hallada inconsciente en la calle del Coronel Rocha. Bernal había estado escudriñando el gran plano urbano de Las Palmas que tenía ahora en su despacho provisional y se había fijado en que ambos casos habían ocurrido en el mismo distrito: el cadáver del hombre no identificado había aparecido entre las rocas que quedaban bajo el barrio de La Isleta, no lejos de donde fue hallada la mujer inconsciente. El comisario supuso que Guedes habría imaginado que existía una relación entre ambos casos, ¿o no? Un policía local muy familiarizado con su pequeña parcela muy bien podría no consultar siquiera un plano a gran escala de toda la ciudad, por lo que no era raro que le pasara inadvertida la relativa proximidad de ambos casos, dado su estrecho marco de referencia. De hecho, casi todas las noches encontraban personas inconscientes a causa del alcohol o de las drogas en el distrito de la plaza de Santa Catalina. Pero aquella pobre mujer de edad mediana había aparecido en un lugar desierto, casi deshabitado, hasta donde era muy difícil que subieran los delincuentes comunes de tres al cuarto que solían actuar en el puerto. Le mencionaría al inspector Guedes esta especie de corazonada respecto a ambos casos.

Pero ¿existía la posibilidad de que aquellos dos casos tuvieran algo que ver con la próxima visita del presidente? Tal vez formaran parte de alguna tragedia doméstica (la causa más frecuente de criminalidad), o fueran consecuencia de la lucha de bandas locales. Mientras llegaba cansinamente al final de la enorme pila de carpetas, ya casi a las seis, Bernal tuvo la satisfacción de ver entrar en su despacho a Paco Navarro, acompañado de otros dos de sus inspectores, Miranda y Lista.

– ¡Gracias a Dios que al fin habéis llegado, Paco! Estaba empezando a creer que tendría que vigilar yo solo toda la isla.

– No hemos hecho más que dejar las bolsas en el hotel y venir aquí derechos a organizarlo todo.

– ¿Dónde están Ángel y Elena? -preguntó Bernal.

– Elena quería deshacer el equipaje y colgar su considerable vestuario en el hotel Don Juan; y Ángel dijo que se registraría en el Tigaday, que queda a la vuelta de la esquina del Don Juan, y que luego pasaría a recogerla. Sabe desenvolverse por aquí porque ha estado un par de veces de vacaciones.

– ¡Seguro que sí! -exclamó Bernal-. Será mejor no perderle de vista, con tantas tentaciones exóticas…

Bernal señaló el plano a gran escala de la ciudad, en el que los itinerarios del presidente estaban marcados con distintos colores y en el que también estaban indicados las fechas y los horarios.

– El gobernador civil me ha proporcionado programas impresos detallados, y sus responsables de seguridad ya han tomado medidas para registrar los edificios y las listas de invitados a cada acto. Será mejor que vosotros tres os familiaricéis con los planes. Estoy bastante preocupado por la publicación de los detalles en la prensa local; eso llamará bastante la atención de cualquier revolucionario en potencia. He recomendado ya una serie de cambios de rutas y horarios, pero el gobernador parece algo reacio.

– ¿Qué son todas esas carpetas, jefe? -preguntó Miranda, señalando la mesa de Bernal.

– Los informes policiales sobre incidentes en la isla durante los últimos quince días. He pasado cinco horas buscando entre todos ellos algo que se saliera de lo normal -señaló unas carpetas azules que había dejado a un lado-. No estaría mal que tú y Carlos empezarais por echarles un vistazo a esos dos informes mientras yo le explico a Paco las medidas que se han tomado. Luego quiero que tú, Juan, me acompañes a la comisaría de Tomás Miller a ver al inspector Guedes. ¿Puedes telefonearle y concertar una cita para primera hora de la tarde? Quizá pueda llevarnos al lugar de los hechos; prefiero verlo personalmente.

En su despacho particular, Bernal mostró a Navarro una carpeta muy poco abultada que guardaba en un cajón.

– Se trata de un asunto personal, Paco. Se refiere a la desaparición ayer por la noche de Consuelo Lozano, una antigua amiga mía de Madrid. Me había invitado a cenar y quedamos en que me iría a buscar al aeropuerto, pero no se presentó y su coche también ha desaparecido. He iniciado una investigación con la Guardia Civil y he visitado el Banco Ibérico, que es donde trabaja. Por lo que he podido averiguar, tal vez la haya secuestrado una misteriosa empresa llamada Alcorán, S. A., cuyas dudosas operaciones financieras estaba investigando.

– ¿Hay en el asunto algún aspecto relacionado con seguridad, jefe?

– Pues en principio no lo creía, hasta que encontré este télex en su escritorio del banco.

Navarro leyó el mensaje sobre la transferencia de fondos a través del Crédit Français, y alzó la vista, perplejo, hacia su jefe.

– No veo la relación con la seguridad del presidente, jefe.

– El mensaje menciona Argel, que es de donde envían todos los meses grandes sumas, ¿no comprendes? Los separatistas canarios han tenido siempre allí un refugio seguro, incluso en vida de Franco. Podrían estar tramando algo aquí y ahora.

Los dos guardias civiles del jeep color beige recorrían lentamente las polvorientas calles laterales de Telde, fijándose al pasar en todos los vehículos aparcados.

– Creo que es una búsqueda inútil -le dijo uno al otro, desalentado, mordiendo la punta de un puro canario barato-. ¿Qué crees que iba a venir a hacer una empleada de banco acomodada como esa señora Lozano a un lugar como éste?

– A lo mejor tenía una cita secreta -sugirió el más joven, con una sonrisilla perspicaz.

– Pero el teniente me dijo que estaba a punto de dar a luz. No creo que en esas condiciones resulte apasionante para ningún novio.

Llegaron a las últimas casas del sur de la antigua ciudad, donde el asfalto roto de la calzada terminaba y se entraba en una zona de rocas volcánicas y tierra, dejando atrás las últimas casuchas de una planta.

– Demos la vuelta -dijo el mayor de los dos hombres- y volvamos al aeropuerto. No me vendría mal un café antes de acabar el turno.

Mientras giraba el volante para dar media vuelta en la desolada extensión de tierra, el inmenso disco rojo del sol poniente les dio en la cara; y, al detenerse, momentáneamente cegado, el otro guardia civil dijo:

– Allí hay un coche azul aparcado, junto a la última casa. Vamos a ver.

El comisario jefe local le había asignado un coche oficial, así que Bernal ordenó al conductor que les llevara a él y a Lista a la comisaría de Miller Bajo, en la zona portuaria, donde el inspector Guedes les recibió con gran afabilidad.

– Tengo entendido que está entre nosotros por la visita del presidente, comisario. Es un gran honor tenerle trabajando aquí.

– He estado repasando los informes de los últimos incidentes, Guedes, y me han llamado la atención dos casos que investiga usted, aunque no tengo ninguna base real para creer que estén relacionados de algún modo con la visita del presidente. Es sólo una corazonada.