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– ¿Se refiere usted al hombre hallado ahogado en la playa de Las Canteras, comisario?

– Sí, ése es uno de los casos. El otro es el de la mujer que encontraron inconsciente arriba en La Isleta. ¿Ha recobrado el conocimiento?

– Todavía no. Sólo ha sido capaz de pronunciar unas palabras: Rosario y Pardilla. Y preguntar por su marido, al que aún no se ha localizado. Mis hombres mantienen guardia permanente por si vuelve en sí, aunque los médicos creen que no hay esperanza. Hemos revisado el censo electoral y no figura en el mismo ninguna Rosario Pardilla. También he solicitado a Madrid que se compruebe en los archivos del ordenador central de documentos de identidad. Hemos tomado sus huellas dactilares para poder cotejarlas con los archivos oficiales en caso de que averigüen algo.

– Oiga, Guedes, todavía no se ha puesto el sol y siempre me gusta examinar personalmente el lugar de los hechos. ¿Podría enseñarnos a Lista y a mí dónde la encontraron? Bueno, si es que aún está de servicio.

– En esta comisaría hay tanto trabajo que casi siempre estoy de servicio, comisario -dijo Guedes, y sonrió suavemente-. Claro que les llevaré.

– Iremos en el lujoso Mercedes que han puesto a mi disposición -dijo Bernal-. Leeré por el camino su detallado informe.

Mientras recorrían la calle Sagasta, que cruza El Refugio, la brisa vespertina que soplaba del mar dispersó la capa baja de nubes suspendida durante todo el día sobre la ciudad, mostrando un crepúsculo dorado. Subieron la calle del Faro y, al llegar al pico de la misma, Guedes ordenó al conductor parar en la esquina de Coronel Rocha. Cuando bajaron del coche, el inspector Guedes señaló la hilera de casitas desiertas de la calleja abandonada.

– Ahí es donde la encontraron ayer por la mañana los agentes que hacían la ronda de madrugada, comisario. Más tarde registré esas casas y creo que la tercera tiene algo que ver con todo el asunto. En el mismo escalón de la puerta hallamos trozos de madera pulimentada iguales al fragmento que tenía la mujer en la mano cuando la encontraron. He precintado la puerta.

Miró para comprobar si el precinto seguía intacto. Bernal preguntó al conductor si tenía una linterna. Guedes rompió el precinto y entraron en la pestilente vivienda.

– Todavía huele un poco a queroseno -comentó Bernal.

– El olor era mucho más fuerte ayer -dijo Guedes.

Mientras Lista y el inspector local le observaban, Bernal recorrió lentamente con la luz de la linterna los muebles rotos y los desperdicios de la amplia estancia de la vivienda de una planta, y súbitamente detuvo la luz sobre una marca rectangular que destacaba en el sucio suelo de piedra, rodeada de charquitos de líquido oscuro. Se agachó, frotó un poco con el índice y lo olió.

– ¿Creen que habría aquí algún motor pequeño, un generador portátil o algo así? -preguntó. Volvió a inclinarse para examinar unos trozos de cable azul, rojo y marrón, y pidió a Lista una bolsa de plástico para guardarlos-. Es evidente que aquí han utilizado aparatos eléctricos. Y como en estas viejas casas no hay instalación, tuvieron que utilizar un generador. Pero ¿para qué?

Mientras él y Lista rastreaban palmo a palmo el suelo lleno de porquería, Bernal recogió algunas piezas planas de madera barnizada.

– Aquí habrá huellas -comentó, sujetándolas por los bordes-. Sería mejor que usaras un cordel y las colgaras en una caja de cartón para que no se borren las huellas digitales que pueda haber.

Bernal examinó el resto del cuarto casi con desesperación.

– En realidad hay demasiadas pruebas, Guedes, y prácticamente todas resultarán irrelevantes, ya que aquí se amontonan desechos de meses, de años quizá. Tendremos que adivinar cuáles son los más recientes y darles una interpretación.

– Esa puerta da al corral, lleno de basura también -dijo Guedes.

Envolviéndose la mano derecha en el pañuelo, el comisario retiró la tabla que aguantaba la destrozada puerta y abrió ésta empujando su parte superior. Daba al acantilado de roca volcánica. Se fijó en una lata de petróleo herrumbrosa que había junto al escalón y la sacudió suavemente. Al parecer, aún contenía algunas gotas. Miró también con interés el gran bidón oxidado, medio lleno de agua sucia.

– ¿Comprobó si hay algo al fondo de este bidón? -preguntó el inspector.

– No -repuso él sosegadamente-. No se me ocurrió.

– Bien, tal vez no contenga nada importante, pero merece la pena comprobarlo. Tomaremos también una muestra de este agua para que la analicen en el laboratorio; luego podrá vaciarse el bidón. Será mejor dejar el registro a fondo para mañana a primera hora.

Bernal, como por casualidad, posó la mirada en los montones de basuras desparramados sobre las rocas.

– Hará falta un equipo completo para inspeccionar todo eso, y tendrían que llevar ropa y máscaras protectoras. No parece muy salubre -concluyó, mirando con desagrado los montoncitos secos de excrementos humanos sobre los que zumbaban los moscardones.

Bernal volvió la mirada al tejado de la choza, ahora iluminado por el sol poniente.

– ¿Examinó esos cables marrones? -preguntó a Guedes.

El inspector parecía abatido.

– Ayer cuando llegué aquí era ya casi de noche, y la verdad es que ni siquiera me fijé en ellos.

Se subió entonces a un bidón oxidado vuelto y estiró el brazo hacia el extremo del cable.

– A juzgar por su tamaño, parece ser parte de la instalación de una antena, y en la chimenea de piedra hay señales recientes de abrazaderas, comisario.

– ¿No es raro? -comentó Bernal-. Un cuchitril abandonado, que nunca ha tenido instalación eléctrica y en el que, sin embargo, alguien había instalado y quitado luego, no hace mucho, una antena. Quienquiera que fuera, llegó al extremo de acarrear hasta aquí un generador portátil para hacer funcionar algún tipo de maquinaria. Y no creo que fuera un aparato de televisión, desde luego.

Guedes se encogió de hombros y abrió las manos en un gesto de perplejidad.

– Hace ya años que se proyectó la demolición de toda esta zona. No entiendo qué podían estar haciendo aquí arriba.

Bernal se protegió los ojos del rojo resplandor del sol poniente y contempló el amplio panorama con atención.

– La única ventaja del lugar es la grandiosa vista. Creo que en días claros debe verse hasta Tenerife.

– Y la costa africana y todos los buques que llegan al puerto de Las Palmas -confirmó Guedes.

Los tres hombres miraron hacia abajo; contemplaron los muelles principales y el alargado rompeolas de Puerto de la Luz, al sureste del cual se hallaban ellos, fijándose en la media docena de barcos amarrados y, más allá de los mismos, las brillantes estructuras metálicas de la nueva terminal petrolera que quedaba bajo el acantilado de El Nido.

– Supongo que aquello es lo que va a inaugurar el presidente, ¿no? -preguntó Bernal.

– Así es, comisario -contestó Guedes-. Han tardado dos años en construir la nueva terminal en la zona de La Isleta más alejada de la ciudad, por si se producen explosiones.

Bernal se volvió a mirar en dirección contraria, hacia la Bahía del Confital y la barra rocosa junto a Punta de Arrecife.

– Al otro lado no hay barcos -comentó.

– No, es demasiado peligroso para la navegación y está expuesto a un viento constante. En aquellas rocas es donde encontramos el cadáver no identificado.

– Entonces es muy improbable que cayera de un barco.

Bernal se volvió y alzó la vista hacia la oscura y prominente punta llamada El Morro de la Vieja. Bajo el cerro vio una valla metálica alta y hombres uniformados patrullando a lo largo de su perímetro.

– ¿Qué hay allá arriba, inspector?

– Durante la guerra civil fue un campo de concentración. Ahora hay un pequeño campamento militar para proteger las instalaciones de radio y de radar.