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– ¿Quiere decir que todas las radiocomunicaciones militares de la isla, las que llegan y las que salen, han de pasar por ahí?

– Sí, así es. Allá arriba está también la instalación de radar del puerto, y parte del sistema de la defensa nacional.

– Así que seguramente se trata de eso -murmuró Bernal, en voz baja, pero Lista captó sus palabras-. Eso explicaría todo este extraño montaje.

La creciente brisa nocturna arrastraba hasta ellos los olores del puerto. Bernal se dirigió ahora al inspector Guedes en voz más alta:

– Demos un paseo por el borde del risco antes de que oscurezca del todo. ¿Puede indicarme el lugar exacto en que encontraron al hombre? Luego iremos al depósito y echaremos un vistazo al cadáver y a la ropa.

Cuando regresaban por la calle del Faro hacia el viejo puerto, la noche cayó con premura subtropical. El aire salino y cada vez más cálido entraba por las ventanillas abiertas del elegante Mercedes negro en torbellinos y caía denso en los rostros de los dos policías madrileños, no habituados a las variaciones bruscas de temperatura al cambiar de altitud en la topografía sorprendentemente variada de la isla. Suponía Bernal que Guedes no habría reconocido nunca la extraña amenaza de esta ciudad multirracial, que mantenía en tensión constante sus nervios de peninsular. En algún lugar, pensó, alguien retenía a Consuelo contra su voluntad; estaba seguro de que no había muerto, pues, en tal caso, lo percibiría de algún modo. Tenía que llamar por teléfono al teniente de la Guardia Civil en cuanto llegara a la comisaría de Miller Bajo, para saber si había alguna noticia.

Ya en el despacho de Guedes, él y Lista examinaron la ropa y los miserables efectos personales del cadáver no identificado, desde los zapatos de lona hasta el chaleco, este último con aquellos extraños agujeros en el bolsillo superior. Bernal se quedó mirándolos perplejo. ¿No había visto él marcas como aquéllas hacía poco?

– Llevaba en el chaleco alguna insignia, Lista, pero tenía que ser una bastante grande y pesada -dijo Bernal, esforzándose por recordar-. ¿Llevan los mozos del aeropuerto y los obreros de los muelles insignias en las solapas?

– Todo el personal que trabaje en un lugar con controles de seguridad, jefe. Los conductores oficiales, los empleados de aeropuerto, el personal de seguridad de los bancos, etcétera.

– Pero esta ropa pertenece a una persona pobre, Lista. Ambas cosas no encajan, salvo, quizá, en el caso de un estibador -Bernal cogió una lupa y examinó las marcas y rasgaduras de la tela más detenidamente-. Estos agujeros me recuerdan algo que vi el otro día en Madrid. Pero no puedo recordar qué. Me estoy haciendo viejo, Lista; me falla la memoria.

– Bobadas, jefe. Yo tengo veinte años menos que usted y estos agujeros no me recuerdan nada. Fíjese en el desgaste de las suelas de los zapatos. No es el desgaste normal que suele apreciarse del talón a la punta. Éste parece sugerir que el individuo no identificado, en vez de caminar normalmente, solía hacerlo arrastrando los pies. Y es idéntico en ambos zapatos. ¿Qué edad calculó el patólogo que tenía?

– De cuarenta y cinco a cincuenta.

La breve inspección realizada en el depósito, que quedaba al lado, no les aclaró mucho más, pero las huecas cavidades oculares del difunto, hundidas en la palidez ligeramente cetrina del rostro, trajeron súbitamente el recuerdo a la mente del comisario.

– Esos agujeros del bolsillo del chaleco, Lista. Podrían ser de la pinza en la que llevan los vendedores de lotería los cupones del día. Podría tratarse de un ciego. Y eso explicaría también el extraño desgaste del calzado. Dígale a Guedes que averigüe en la delegación de la ONCE de Las Palmas si han echado de menos a algún vendedor o si ha faltado al trabajo alguno en los tres últimos días. Y que les pida también una pinza para comprobar si coincide con las marcas del chaleco.

Cuando Lista regresó, tenía una expresión grave.

– Hay un mensaje urgente para usted, jefe. La Guardia Civil ha encontrado el Renault azul de la señora Lozano abandonado en Telde, pero no hay rastro de ella. El teniente le espera en el cuartel de allí para acompañarle al lugar. Ha pedido a la Policía Judicial un experto en huellas para que inspeccione el coche.

– Vamos ahora mismo, Lista. Prefiero verlo personalmente antes de que la policía local lo revuelva todo.

Cuando el gran Mercedes recorría la Avenida Marítima, pasada la Base Naval, el resplandor del crepúsculo teñía de un rosa luminoso las olas de la playa de Las Alcaravaneras. No disponía de tiempo para admirar la vista crepuscular de la bahía, así que encendió la luz de lectura para hojear el informe del laboratorio sobre las muestras de agua tomadas de las diferentes traídas que abastecían Las Palmas y sus alrededores. Luego pasó a Lista las conclusiones del analista y encendió un Káiser.

– Extraño, ¿verdad? El cadáver aparece medio sumergido en el mar y, sin embargo, resulta que se ahogó en agua dulce, según los análisis del patólogo local. Me pregunto si habrán hecho las pruebas correctamente. Aunque estén acostumbrados a casos de ahogamiento normales y corrientes, ¿serán expertos en casos de homicidio?

– Yo diría que en la isla no deben tener al año más que unos pocos crímenes, jefe, y que casi todos deben de ser simples casos domésticos o el resultado de peleas de taberna.

– Exacto, Lista -dijo Bernal; y tomó una decisión repentina-. Llama por radio a Navarro y dile que se ponga en contacto con Madrid. Quiero que venga el doctor Peláez; y también Varga y el ayudante técnico. Necesito la opinión de los mejores especialistas. Y quiero que nuestro mejor técnico registre la casa abandonada de La Isleta. Hay demasiados desechos para que el inspector de aquí se las arregle, y en su comisaría no dispone de expertos.

Mientras Lista estaba hablando por radio con Navarro, justo cuando el Mercedes acababa de salir de los cortos túneles de la carretera junto a Punta del Palo, el chófer frenó para tomar la desviación hacia la carretera vieja que llevaba rumbo sur hacia Telde. Ahora el campo era más exuberante, aunque en la densa oscuridad sólo podían vislumbrar vagamente pocas cosas; había huertos de naranjas muy poblados y arboledas de frutales más exóticos, que daban aguacates, chirimoyas, mangos y nísperos.

– ¿Sabías que las mejores naranjas del mundo se dan aquí en Telde, Lista?

– Como siempre, ha estado recogiendo información sobre el lugar, eh, jefe…

– Bueno, he de admitir que leí una historia de Gran Canaria mientras esperaba en Barajas y luego en el avión. Ya sabes que no existe información inútil.

El conductor encendió las luces delanteras mientras bajaban la sinuosa carretera, pues en ese momento toda la luz natural era un débil resplandor crepuscular sobre la nube alta que se formaba hacia poniente. Ya podían ver a lo lejos las luces de las calles de Telde, que ofrecía un marcado perfil norteafricano con sus torres de iglesia brillando débilmente, blancas y doradas, como minaretes.

– Parece que estemos en Ceuta o Tánger -comentó Lista.

– No he estado nunca en ninguno de los dos sitios, pero yo diría que lo que produce tal impresión es el fuerte aroma del azahar.

El chófer de la policía paró en el cuartel de la Guardia Civil para preguntar cuál era el camino antes de internarse en las estrechas callejuelas laterales, por las que tenía que ir muy despacio para detenerse a mirar el nombre de las calles en las esquinas. Al otro extremo del pueblo, hacia el sudeste, encontraron jeeps de la Guardia Civil aparcados junto a un claro de terreno baldío. El teniente al que Bernal había conocido en el aeropuerto de Gando se acercó a saludarles.

– Toda la superficie del coche está llena de huellas dactilares, comisario. Es el de la señora Lozano, no hay duda. Los papeles del seguro expedidos por la casa que se lo alquiló estaban en la guantera.