– ¿Han registrado a fondo el interior y el maletero? -preguntó Bernal.
– Sí, comisario. Y no hemos encontrado nada que nos ayude a descubrir a dónde la han llevado. He interrogado a todas las personas que viven en estas casas y dicen que no vieron ni oyeron nada, pero en estos sitios ésa es la típica reacción ante la Guardia Civil -concluyó con cierta amargura el teniente.
Bernal pidió prestada una potente linterna a uno de los hombres y revisó con ella el interior y el exterior del coche de Consuelo; luego se arrodilló para mirar debajo del vehículo. No encontró nada y con la luz de la linterna empezó a recorrer el páramo que empezaba donde terminaba el asfalto.
– Ahí hay bastantes rodadas, teniente. ¿No debiéramos hacer vaciados? Por su anchura podría haberlas hecho un jeep, o incluso una camioneta.
El teniente parecía abatido.
– Mis hombres dieron una vuelta en círculo por aquí antes de localizar el Renault abandonado. El sol les daba en la cara.
Bernal suspiró decepcionado, pero se adentró en el páramo, volviendo luego a detenerse para observar unas marcas.
– Se pueden ver las marcas más recientes de la vuelta que dieron sus hombres, teniente, pero hay también una rodada semicircular que es más antigua y con los bordes un poco borrosos por el viento. Es bastante más ancha que la del jeep de la Guardia Civil. ¿Tienen cinta métrica?
Lista sacó un carrete metálico. Bernal comparó los anchos.
– La mitad. Tienen que ser de una furgoneta o de un camión mediano. Los dibujos de los neumáticos también son diferentes.
– Tomaremos los moldes, comisario.
– Que se haga de inmediato -ordenó Bernal-. El viento nocturno borrará todavía más las marcas y no saldrá bien el dibujo de los neumáticos. Mire, ahí hay rodadas diferenciadas de las cuatro ruedas, donde el conductor viró rápidamente para volver a la calzada. Que tomen de ahí los moldes.
– Necesitaremos también una muestra de las huellas dactilares de la señora Lozano, de su casa, comisario. La huella del pulgar del carnet de identidad no basta para diferenciar sus huellas de las otras que hemos tomado del coche.
– Llamaré a la sirvienta por teléfono para decirle que atienda al técnico de laboratorio -repuso Bernal-. Que le enseñe lo que haya tocado la señora más recientemente, como, por ejemplo, el tocador y las puertas del ropero. Le diré también que, de momento, no limpie el polvo.
Bernal vio entonces, en el umbral de una de las casuchas, a una chiquilla que le observaba con curiosidad tras una cortina de tiras de plástico astrosa. Tenía algo en las manos unidas y lo agitaba.
– Hola, chiquilla. ¿Viste ayer a una señora salir de un coche azul? ¿Una señora rubia, gruesa, con un vestido de flores?
La niña movió tímidamente la cabeza e hizo ademán de retirarse. Bernal se fijó entonces en algo azul y brillante que sostenía entre sus sucias palmas aceitunadas.
– ¿Qué tienes ahí, miniña? ¿Es un juguete? A ver qué bonito…
La niña abrió las manos, mostrando un recipiente roto de plástico transparente y un montoncito de cuentas azules iridiscentes.
– Oh. ¿Se ha roto?
La niña asintió con tristeza.
– ¿Quieres dinero para comprar uno nuevo? -el comisario era muy paciente con los testigos infantiles, pues hacía mucho que estaba acostumbrado a sus propios hijos, y ahora también a su revoltoso nieto, y a menudo veía su infinita paciencia recompensada con información utilísima-. ¿Y qué es?
La niñita agitó las cuentas en el interior del recipiente roto de plástico.
– Un sonajero. Pero está roto. Lo encontré allí -señaló el Renault de Consuelo.
– ¿Junto al coche? ¿Lo encontraste allí? -Bernal agitó un billete de cien pesetas ante los ojos de la chiquilla, súbitamente hipnotizada-. Toma, para que compres uno nuevo. ¿Me enseñarás dónde lo encontraste?
Se acercó al coche salvando el último tramo de empedrado con gran renuencia, pero siguiendo el billete prometido como si del Santo Grial se tratara. Sobre su cabecita, Bernal hizo señas a los guardias de que se ocultaran tras la pared de la última casa.
– Ahora dime exactamente dónde lo encontraste y te daré esto para que te compres uno nuevo o lo que quieras. Tu mamá te llevará mañana a la tienda.
Sin soltar aún los trozos del sonajero, la niña llegó hasta la esquina de la calle y señaló un punto próximo a un colector de agua de lluvia.
– ¿Quieres ponerlo justo donde lo encontraste y tal y como estaba cuando lo viste?
La desastrada criatura se acuclilló entonces con evidente desgana en la calzada polvorienta y puso el trozo del sonajero exactamente bajo el borde del saliente del sumidero; luego colocó las cuentas con mucho cuidado. Iluminando la abertura con la linterna, Bernal localizó otras dos cuentas azules que brillaban en el barro. Y en la cuneta había gruesas marcas de neumáticos.
– ¿Y viste a la señora? ¿La que llegó en aquel coche azul? Una señora muy gorda, con una falda de flores. ¿La acompañaban unos hombres?
La niña negó vacilante con la cabeza y, de pronto, agarró el billete que tenía Bernal en la mano y echó a correr hacia su casa, desapareciendo tras la cortina de tiras de plástico.
– ¿Voy a buscarla? -preguntó Lista, acercándose a Bernal.
– No. Déjala. Es demasiado pequeña y no nos dirá gran cosa; y si interviene la madre será un follón y no sacaremos nada en limpio. Hay que llamar inmediatamente a casa de la señora Lozano para preguntar a la sirvienta si había comprado este sonajero azul. Está solo la mitad y bastante estropeado, pero el plástico parece nuevo. Se ve la hendidura a lo largo de la juntura -Bernal contó las cuentas-. Aquí hay seis, las que estaban en la mitad del sonajero. Y otras dos que había en el sumidero. No sé cuántas tendría en total el sonajero -alumbró con la linterna el trozo de sonajero para calcular su tamaño-. Quizá setenta u ochenta sólo en esta mitad; claro que para sonar bien no puede llenarse del todo.
– En caso de que sea de la señora Lozano, ¿cree que lo tiraría ex profeso para dejar un rastro?
– Quizá. Se le pudo romper en el forcejeo y luego tirarlo cuando sus secuestradores la obligaron a subir a otro vehículo. Mira, Lista, aquí en la cuneta están las rodadas gruesas. Comunica con Control por la radio del coche y di que telefoneen a casa de la señora Lozano. Toma el número.
Mientras Lista volvía al Mercedes, Bernal enseñó su descubrimiento al teniente de la Guardia Civil.
– Esos sonajeros grandes están muy de moda, comisario. A mi hija pequeña le regalaron uno de cuentas color rosa pero, por lo demás, idéntico a éste.
– ¿Sabe dónde los venden?
– Pues no estoy seguro. Se lo regaló mi hermana. Supongo que en una tienda de cosas de bebé. Al parecer, no son tóxicos y son indestructibles…, pero los chicos siempre encuentran la forma de romperlos, ¿verdad?
– Si resulta que pertenece a la señora Lozano, habrá que buscar más cuentas, por si se le ocurrió irlas tirando para dejar un rastro, como Adriadna en el laberinto. ¿Cuántas bolitas diría usted que tiene el sonajero de su hija?
El guardia civil contempló pensativo el armazón roto de plástico que tenía el comisario en la mano.
– Yo diría que unas cincuenta. Como ve, son ligerísimas. Los sonajeros son bastante grandes, para que los críos no puedan metérselos en la boca.
Lista volvió del coche de la policía.
– La chica de Control dice que la sirvienta de la señora Lozano está desquiciada. No ha sabido absolutamente nada de su señora y está histérica. Dice que la señora Lozano volvió anteayer a casa (había ido al médico por la tarde, al parecer) con cosas que había comprado para el bebé, entre ellas un sonajero grande transparente con cuentas azules dentro; que lo dejó en el mueble del vestíbulo y que ahora no está. Cree que debió de llevárselo ayer en algún momento.