Выбрать главу

– Pero ¿por qué lo haría? -preguntó Bernal, más seguro ahora de que podría encontrar a Consuelo y a sus secuestradores-. Tiene la cunita del niño lista en un pequeño dormitorio. Yo mismo la vi. ¿Por qué se llevaría el sonajero?

– Por el color, quizá -sugirió sagazmente el teniente-. A lo mejor quería cambiarlo por uno de color rosa. Quizás el médico le dijo que sería niña.

Bernal cerró los ojos, con anhelo y pesar súbitos ante tal sugerencia; esperaba que, gracias a la oscuridad, sus colegas no advirtieran su reacción. Tragó saliva y dijo:

– Verifícalo, Lista. La chica debe saber quién es el médico. Mientras tanto, deberíamos organizar a sus hombres para realizar una búsqueda por si hay más cuentas como éstas, aunque no resultará fácil en la oscuridad.

– No creo que pudiera tirar más cuentas si se la llevaron en un vehículo cerrado -comentó el teniente.

– Pero si era un camión o furgoneta con las ventanas abiertas, sí que podría intentarlo -dijo Bernal-, suponiendo que no la ataran de pies y manos. Según la chica, llevaba una falda con bolsillos grandes. Tal vez llevara el sonajero en un bolsillo y se le rompiera cuando la agarraron, en el forcejeo. Eso significaría que habría dispuesto de la otra mitad del sonajero y de las restantes cuentas para dejar un rastro, siempre que pudiera alcanzarlas de vez en cuando.

– Y si fuera así, comisario, ¿no habría intentado hacerlo cada vez que el vehículo tomaba una desviación? ¿Por qué no empezamos por la carretera principal que atraviesa la ciudad y rastreamos a fondo? Allí la iluminación urbana es mejor y los secuestradores tuvieron que tomar esa carretera, fueran a donde fueran desde Telde. Luego, si no encontramos nada, podemos retroceder a este punto, en el supuesto de que la tengan en Telde mismo.

– Excelente sugerencia, teniente. Precisaremos la ayuda de todos sus hombres, y un conductor. Y necesitamos más linternas.

– Llamaré por radio al cuartel y pediré más hombres y linternas. Hay cuentas suficientes para enseñárselas y que sepan lo que tienen que buscar.

Aquella misma tarde, después del anochecer, Consuelo podía ver entre los huecos del entablado de su celda el fulgor de las hogueras al otro lado del páramo volcánico, donde, al parecer, los cocineros preparaban la cena de los mercenarios. Tras la alarma provocada por el retumbar sísmico y la aparición de una gran grieta a lo largo de un tercio del ancho de la caldera como mínimo, Consuelo vio que habían abatido precipitadamente algunas tiendas y que no las habían vuelto a montar. ¿Significaría aquello que se proponían levantar el campamento? La idea le preocupaba mucho, pues en los primeros momentos de confusión había conseguido esconderse en el bolsillo un grueso cuchillo de cocina mientras la vieja estaba de espaldas y antes de que Tamarán o uno de sus secuaces la encerraran de nuevo en su celda. O no había echado el cuchillo de menos o, si se había dado cuenta, la vieja había guardado silencio.

Ahora el problema era el momento de la huida. Tendría que esperar a que le sirvieran el caldo y el gofio de la noche y a que retiraran los platos. Luego le darían un vaso de agua. Consuelo advirtió que el suelo de la cueva aún estaba demasiado caliente para andar descalza, y examinó desconsolada sus zapatos destrozados de tacón alto: ¡si al menos le hubieran permitido coger del coche sus zapatos planos de conducir! Era su propia vanidad la que la había llevado a esta situación, su afán de parecerle elegante a Luis… aunque, ¿qué persona normal piensa que vayan a secuestrarla, cuando se dirige simplemente a un aeropuerto a esperar a un viajero?

El pensar en Luis le hizo anhelar desesperadamente que se apresurara en localizar el rastro que había dejado, pues estaba segura de que comprendería su significado. ¿Pero cuánto tiempo tardaría, siendo de noche, además? Suponía Consuelo que a aquellas horas ya habrían encontrado el coche, a no ser que los hombres de Tamarán lo hubieran escondido.

La isla estaba relativamente muy poblada, aunque Consuelo comprendía que había muchas zonas deshabitadas, en especial en Las Cumbres, en cuyas estribaciones se encontraba ahora confinada. No obstante, los coches, aparte los de los turistas que pasaban, eran bastante raros en las zonas más remotas y un coche abandonado llamaría sin duda la atención de la gente del lugar. Resultaría más fácil, razonaba Consuelo, esconder un coche en la ciudad, en un aparcamiento grande o en un garaje cerrado. Pero si la banda de Alcorán (así pensaba ahora Consuelo en aquellos terroristas fanáticos) se hubiera descuidado y hubiese dejado su coche en las afueras de Telde, a aquellas horas seguramente la Guardia Civil ya lo había encontrado, tras la alerta general dada por Luis. Pero había caído ya la noche y nadie había llegado a rescatarla a aquel valle solitario. No sería nada fácil seguir el rastro, pues había grandes intervalos entre las cuentas que había dejado caer. Oh, santo cielo, ¿y si algunas se hubieran perdido en los sumideros, o las hubieran cogido los niños, o los pájaros? Eran muy llamativas por su iridiscencia.

Sintió una súbita y fuerte contracción y se quedó un rato acurrucada en la cama. Oh, Dios mío, por favor, Señor, no permitas que mi hijo llegue pronto, no permitas que llegue antes de que pueda escaparme y encontrar un teléfono. Aunque normalmente no era nada religiosa, en ese momento Consuelo rezaba con fervor. No tardaron en pasar los dolores, y se aventuró a levantarse y hacer un nuevo reconocimiento a través de las tablas. Ahora los soldados hacían cola con sus vasos de metal, brillantes a la luz del fuego, para que les dieran su pestilente rancho y una jarra de vino que, al parecer, era su ración dos veces al día. Así que tendría que esperar a que empezaran a fumar y a jugar. En cuanto empezaran a hablar en tonos fuertes y beodos y la vieja hubiera recogido los cacharros utilizados por los oficiales en la cueva grande, haría un último esfuerzo, decidió, para conseguir soltar las tablas suficientes a fin de poder sacar su nada desdeñable volumen a la suave oscuridad, iluminada sólo por las estrellas, pues aún no había salido la luna.

Al cabo de unos diez minutos, los hombres que estaban al otro lado de la recién formada fisura se pusieron a canturrear una canción que sonaba muy fuerte en una radio portátil y a marcar el ritmo dando palmas, mientras que, en la gran caverna, la conversación de los oficiales alcanzaba su crescendo. Llegó la vieja para recoger el plato intacto de potaje de repollo y le entregó un bidón de agua, cerrando luego tras sí la puerta con un áspero «Que descanse la señora». Pese a su rudeza delante de Tamarán, Consuelo tenía la impresión de que ahora se mostraba más afable con ella que al principio, tal vez por una especie de compañerismo femenino.

Una vez que la charla de los oficiales llegó a un punto de gran animación, Consuelo se puso a hacer un asalto decidido a las restantes tablas que bloqueaban su única vía de escape posible. Palpó el cuchillo oxidado que tenía guardado bajo la sucia manta y lo palmeó con satisfacción. ¡Oh, qué maravilloso sería llegar a la civilización y darse un baño caliente!

El comisario Bernal echó de menos un abrigo, pues hacía frío en Telde, por la fuerte brisa vespertina que soplaba del mar. Ya había supuesto que Gran Canaria sería más fresco que Madrid en el mes de julio, pero no había calculado que en aquellas estribaciones montañosas un traje ligero sería insuficiente. Se palmeaba los brazos mientras recorría junto a Lista la acera oeste de la calle principal hacia el extremo sur de la ciudad.

Dos guardias civiles con transmisor-receptor rastreaban la acera al otro lado de la calzada, frente a él, pero Bernal razonaba que si el vehículo del secuestro hubiera girado en dirección sur hacia el aeropuerto y Maspalomas una vez hubiera llegado a la carretera principal, entonces era más probable que él y Lista encontraran en la acera de la derecha las pistas que hubiera conseguido dejar Consuelo. El comisario había pedido por radio a Paco Navarro que enviara a Ángel Gallardo y a Elena Fernández como refuerzo del grupo de rastreo. Ellos dos y el teniente de la Guardia Civil avanzaban lentamente en dirección norte rastreando ambos lados de la autopista hacia Las Palmas.