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Llegó de pronto un silbido del otro lado de la calle.

– Eh, comisario, venga. Hemos encontrado otra cuenta.

Animadísimos por la noticia, Bernal y Lista cruzaron la calzada; eran casi las nueve de la noche y a aquella hora había poquísimo tráfico, pues casi todo el mundo debía estar cenando.

– Es exactamente igual que las otras, jefe -comentó Lista, comparándola con las que llevaba en una bolsita de plástico.

– Pero ¿cómo pudo caer en este lado del camino? -preguntó Bernal perplejo-. Si el vehículo en el que se llevaron a la señora Lozano salió de las callejas laterales y luego giró hacia el sur, las cuentas tendrían que haber caído exactamente al otro lado, al oeste, donde estábamos nosotros.

– Aquí mismo hay una salida de las calles laterales, comisario -indicó uno de los guardias civiles-. Aunque no es más que una calleja, pudiendo tomar ésta en vez de la otra salida por la que vinimos nosotros.

– Es posible -concedió Bernal-. Pero eso significaría que la señora Lozano fue también tirando cuentas en el trayecto del aeropuerto hasta aquí, desde su propio coche, antes de que los secuestradores cambiaran de vehículo. La carretera que viene de Gando pasa por aquí, ¿no es así?

– Sí, señor, así es.

En ese momento intervino Lista:

– Si después de raptarla en el aeropuerto los secuestradores la trajeron aquí en el Renault azul, tal vez atada en el asiento trasero u obligándola a conducir ella misma a punta de pistola, ¿habría podido tirar realmente las cuentas sin que lo advirtieran? Quizá sólo después, cuando habían pasado ya al vehículo más grande, el camión o lo que fuera, pudo ingeniárselas para ir tirando algunas cuentas siempre que tomaban una desviación importante, como en esta esquina.

– Aunque estuvieras en lo cierto, Lista, seguiríamos sin saber si el vehículo torció a la derecha o a la izquierda, así que más vale no perder tiempo. Seguiremos rastreando a ambos lados, como antes, hasta que encontremos otra pista o hasta que Ángel y Elena llamen por radio para comunicarnos que ellos han encontrado una -puntualizó Bernal. Antes de que él y Lista volvieran a cruzar la calzada, se dirigió a los dos guardias: -No olviden fijarse también en otros posibles objetos, como el contenido del bolso de la señora. Tal vez no tuviera cuentas suficientes y tirara otras cosas.

En la caverna se hizo súbitamente el silencio y Consuelo permaneció quieta, conteniendo la respiración, angustiada. Tamarán y sus secuaces subieron a un vehículo y lo pusieron en marcha. Pronto lo oiría empezar a subir la sinuosa cuesta que llevaba al borde de la caldera. Por el ruido del motor dedujo que era un coche muy potente, quizás el Mercedes negro que la había seguido el día antes, ¿o había sido hacía dos días? Comprendió que estaba perdiendo la noción del tiempo. Tal vez debiera haber marcado las fechas en las tablas de su prisión, pero el hacerlo le parecía un acto desesperado. Esperaba estar pronto lejos de aquel lugar espantoso. Se desvaneció el plañido del coche que subía la cuesta en primera y ahora sólo podía oír el canto beodo y las conversaciones de hombres alrededor de las hogueras a unos trescientos metros de distancia. Suponía que la vieja ya estaría dormida, pero aún no la oía roncar.

Con el cuchillo de cocina en la mano, Consuelo avanzó en silencio hacia la ventana bloqueada y se puso a trabajar febrilmente para soltar las tablas. La del centro cedió sin problema y al poco consiguió soltar un extremo de la de abajo. Contuvo otra vez la respiración para escuchar y tiró luego de la tabla con todas sus fuerzas; se soltó con una súbita sacudida, lanzándola de espaldas contra la carriola, en la que aterrizó con un batacazo.

Escuchó luego atentamente, asustada. La vieja tenía que haberlo oído, seguro. O alguno de los centinelas. Esperó. No apareció nadie. Se incorporó con cautela, posó con mucho cuidado la tabla en el suelo e inspiró grandes bocanadas del fresco aire nocturno que ahora entraba por el ancho boquete. Se aventuró a asomar la cabeza e inspeccionar el exterior. Aparte los estruendosos soldados que estaban demasiado lejos para poder oír algo, no veía a nadie más. Cuando su vista se adaptó mejor a la densa oscuridad, distinguió el brillo de un cigarrillo a unos quince metros, junto a la camioneta aparcada al principio del sendero por el que la habían bajado hasta allí. Un centinela, pensó; debía tener muchísimo cuidado. Se volvió a la siguiente tabla y se puso a trabajar en ella con el cuchillo oxidado. Calculaba que si conseguía soltar otra, sería suficiente para que pudiera pasar su voluminoso cuerpo. Pero esta tabla quedaba demasiado alta para llegar bien a ella.

Movió la cama lo más silenciosamente posible, empujándola hacia la ventana, y luego se sentó en ella a recuperar el aliento y escuchar. Seguía sin oírse ningún ruido de la vieja, que estaba en la zona principal de la cueva. Algo vacilante sobre el tosco armazón de madera del catre, empezó a soltar la última tabla que le bloqueaba el paso. Resultó ser esta empresa mucho más ardua, y Consuelo maldijo entre dientes al clavarse una punta en el dedo. Oh, Señor, tendría que ponerse una inyección antitetánica en cuanto estuviera libre. ¿No sería peligroso para el bebé? Como si hubiera adivinado sus pensamientos, el bebé le dio una patada que casi la hizo desmayarse de dolor. Luego, con súbita resolución, consiguió sacar las puntas del marco y la tabla se soltó y le cayó encima, dejándola tendida en la cama rechinante. Sintió por un momento un leve desvanecimiento y un gran terror por el ruido que había hecho. Pero nadie acudió, nadie le había oído. Con una sensación de triunfo, Consuelo subió al alféizar y deslizó las piernas hacia los desconocidos peligros del exterior. El marco de la ventana era más estrecho de lo que había calculado y sintió que la tosca madera le rasgaba la falda. No llegaba al suelo con los pies (tal vez la altura hasta el suelo fuese mayor fuera que dentro). Y ahora estaba el problema de conseguir pasar, apretando su vientre voluminoso sin hacerse daño ni hacérselo al bebé. No tardó en darse cuenta de que estaba atascada y de que no podía salir ni entrar. Empezó a gemir con desaliento y luego enmudeció de pronto al sentir que alguien le agarraba las piernas.

Dios mío, pensó Consuelo, el centinela me ha descubierto. Pero quien fuera le soltó los pliegues de la falda enganchados en el marco y la ayudó a pasar. Y la ayudó a bajar, muy despacio. Luego, una mano pestilente le cubrió la boca.

– ¡Por ahí no, que la verán! -susurró una voz ronca-. Venga conmigo.

Claro, la vieja la había oído quitar las tablas, razonó Consuelo rápidamente, pero, había decidido echarle una mano, aunque sólo en la medida en que pareciera que había escapado sin ayuda. La mujer la guió por detrás de la camioneta, deslizándose entre ella y la pared rocosa de la cueva y lejos de los dos centinelas que estaban sentados fumando un cigarrillo. La vieja la tocó en el brazo y le señaló la cuesta salpicada de piedras, susurrándole al oído que procurara no desprender ninguna piedra al subir. Llegaron pronto a terreno más alto sobre la cueva y a unos veinte metros a la izquierda del sendero.

– Ahora siga ese camino, ¡pero escóndase si aparece algún coche! Vaya con Dios.

En un súbito arranque de gratitud, Consuelo besó a la vieja en la mejilla antes de que ésta desapareciera deslizándose en las sombras.

Se detuvo para recuperar el aliento; miró nerviosa hacia abajo, a los dos centinelas; seguían charlando tranquilamente, contemplando la estruendosa escena que se desarrollaba junto a las hogueras y seguramente deseando formar parte de ella. Debía caminar con muchísimo cuidado para que no cayera ninguna piedra hasta que ya no pudieran oírla. Alzó la vista hacia el cielo estrellado y la oscura mole de la ladera de la caldera, cuya altura la desanimó. ¿Podría realmente coronarla, en su estado y por aquel camino tortuoso de curvas escalofriantes? Ascendía poco a poco, sintiendo el frío limpio de la montaña punzante en los pulmones.