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– Quizá debiera mandar a la policía a detenerlos antes de que llegue el presidente. Con esa canalla más vale asegurarse -dijo el capitán general, y lanzó una mirada fulminante al gobernador civil.

– El presidente preferiría que no lo hiciera -terció el vicepresidente-. Las elecciones generales se celebrarán en octubre y no queremos provocar resentimientos innecesarios. Ésta es una operación destinada a conseguir votos. ¿Qué me dicen del itinerario del presidente en Tenerife? ¿Les parece bien?

El gobernador civil de las islas occidentales repasó detenidamente el resumen mecanografiado.

– Bueno, yo creo que sería mucho más seguro que el presidente llegara al nuevo aeropuerto del sur de la isla, al Reina Sofía, en vez de al antiguo aeropuerto de Los Rodeos, que casi siempre está cubierto de niebla. Pero esto significaría un trayecto mucho más largo en coche hasta el Puerto de la Cruz, donde está programado que pronuncie su primer discurso. Naturalmente, se tomarían las precauciones normales a lo largo de la ruta.

– ¿No podría ir en helicóptero desde el Reina Sofía a El Puerto? -preguntó el vicepresidente.

– Sí, podría, pero los aparatos no son nada seguros en la isla -comentó el capitán general-. Hay fuertes vientos colados de la cumbre del Teide, por causa de los alisios del nordeste, y además hay turbulencia por la brisa contraria de la costa hacia el interior; y la temperatura del aire puede variar súbitamente, con diferencias de ocho o diez grados en cien metros. Hemos perdido allí algunos helicópteros a lo largo de los años.

Parecía más bien animado ante la idea, como si no le preocupara en absoluto perder un aparato más, éste con el ineficaz presidente incluido.

– Hay que sopesar los peligros en uno y otro caso -dijo el jefe de la guardia del presidente-. El viaje en coche desde el Reina Sofía por la nueva autopista TF-21 será mucho más largo, pero más seguro. Hay menos sitios en los que poder preparar una emboscada. He inspeccionado personalmente el terreno.

– ¿Y qué me dicen del viaje a la isla de La Gomera? -preguntó el vicepresidente-. ¿Tendría que hacerse en el transbordador local?

– En realidad, es más seguro que una lancha motora veloz y que uno de sus helicópteros -dijo el jefe de seguridad al capitán general-, pero, también en este caso, es mucho más lento.

– Hemos dispuesto un refrigerio oficial a bordo para los dirigentes locales del partido -dijo el gobernador civil de Tenerife-. Y, a primera hora de la mañana, los del Grupo Especial Acuático -a quienes en la jerga se denominaba simplemente geas-, revisarán la embarcación por si hubiera minas magnéticas o bombas.

– La Armada colocará una pantalla electrónica en torno a la embarcación desde dos submarinos -comentó el capitán general-. Ningún comando terrorista podría cruzar tal barrera sin ser detectado.

– Esperemos que el mar no esté picado -comentó el vicepresidente-. El presidente no es muy buen marinero.

– Estará bien protegido en el complejo hotelero de El Puerto la primera noche -comentó el gobernador civil-, y la segunda, después del viaje a La Gomera, la pasará en la residencia oficial de Santa Cruz conmigo. Allí estará totalmente seguro.

– Antes de pasar al programa para Gran Canaria y Fuerteventura, hay otra cuestión -dijo el vicepresidente-. Los asesores de seguridad del presidente están preocupados por la relativa escasez de oficiales superiores en las brigadas policiales tanto de Las Palmas como de Tenerife. En realidad, lo que quería consultarles es si no debiéramos enviar algunos oficiales expertos, con rango de subcomisario o superior, para que refuercen las brigadas de las islas durante la visita presidencial.

Miró a los dos gobernadores, a la espera de una respuesta. El gobernador de Tenerife le devolvió la mirada con frialdad.

– Creo que el hacerlo provocaría cierto descontento entre nuestra propia gente, que viene quejándose hace tiempo de sus escasas posibilidades de promoción. Y no existe verdadero motivo de alarma, ¿no es así, señor vicepresidente?

El gobernador civil de Gran Canaria se apresuró a convenir con su colega en este punto, pese a que no siempre estaban de acuerdo en otras cuestiones.

– Muy bien, caballeros. Pero si surge alguna novedad desde ahora hasta el inicio de la visita presidencial, desearía que se reconsiderara esta propuesta. He solicitado a los Servicios de Información que se me comunique de inmediato cualquier cosa fuera de lo normal que se detecte en sus islas.

La tarde de aquel mismo calurosísimo martes de julio, el comisario Luis Bernal curioseaba en los puestos de libros de la Cuesta de Claudio Moyano, detrás del Jardín Botánico de Madrid. Como de costumbre, buscaba ejemplares, a precio razonable, que añadir a su nada despreciable colección sobre el Madrid antiguo. ¡Qué baratos eran antes los libros de los revueltos estantes de los treinta y tantos tingladillos gris desvaído de los vendedores callejeros!

El comisario no era tan viejo como para recordar a los vendedores ambulantes de libros que causaban embotellamientos de tráfico con sus carretillas por el paseo del Prado allá por los años veinte, hasta que el alcalde les obligó a trasladarse a esta cuesta, que va del parque del Retiro a la estación de Atocha, e instalarse allí de forma permanente; pero sí había visto antiguas fotografías de escenas callejeras de la época. En la actualidad, en los años ochenta, muchos de los libreros habían dejado los libros antiguos y de ocasión por lo que Bernal consideraba basura, estúpidos libros de bolsillo, pésimas traducciones del sin duda execrable inglés americano, cuyo contenido no podía traicionar la dudosa promesa de sus cubiertas sensacionalistas. Pero había aún tres o cuatro casetas cuyos ancianos propietarios mantenían la más honorable tradición, si bien a precios que Bernal estimaba escandalosos; naturalmente, le tenían por un buen cliente habitual y solían rebajarle el precio turístico marcado en el interior de la portada de algún ejemplar especialmente selecto.

Bernal se sentía en paz con el mundo, al menos con su trocito particular de mundo. Se había tomado tres días de permiso después del último caso de homicidio, aunque había pasado casi todo el tiempo en su apartamento secreto redactando los informes legales para el magistrado del juzgado número 16, que oiría el testimonio al día siguiente. Bernal seguía sintiéndose obligado a volver cada día a casa de su esposa Eugenia para la cena y el inquieto reposo nocturno a su piadoso lado. La inquietud procedía principalmente de la cena a base de sobras recalentadas que solía preparar su mujer.

Hacia las ocho menos cuarto sintió la vista cansada de escudriñar las hileras de polvorientos libros mientras se abría paso entre la aglomeración de estudiantes y bibliófilos de todas las edades; decidió, por tanto, cruzar la calle Alfonso XII y entrar en el parque del Retiro por la puerta del Ángel Caído, para pasear hasta casa al relativo frescor de la sombra de los árboles. Cruzó la explanada que hay junto al estanque, donde los niños probaban sus aeromodelos teledirigidos, y se encaminó a la salida de O’Donnell; decidió recompensarse por la caminata con un gintónic de Larios en el bar de Félix Pérez. Una vez en la calle, comprobó el dinero suelto que llevaba para ver si era suficiente para telefonear a Consuelo Lozano, su amante, que estaba en Las Palmas esperando su primer hijo. No podía llamar desde casa y exponerse a que le oyera Eugenia, aunque tenía fundadas sospechas de que ya se había dado cuenta de que él había formado este estrecho vínculo al margen de su deprimente matrimonio que, a decir verdad, llevaba ya más de dieciocho años roto.