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Al cabo de un cuarto de hora aproximadamente, se sentó un rato en una roca. Los centinelas estaban muy lejos, allá abajo, a su izquierda, así que decidió que ya podía caminar a paso más normal. Miró el reloj: las nueve y doce minutos. Oh, ¿dónde estaría Luis, dónde? Tendría que haber encontrado ya algunas de las pistas que ella había dejado.

Después de una hora y media de camino, cuando creía que habría recorrido ya la mitad de la pared del cráter volcánico, oyó un fuerte zumbido sobre la cabeza y, de repente, potentes luces recorrieron toda la ladera rocosa. Se acurrucó aterrorizada bajo una gran roca. ¿Habrían descubierto su desaparición y avisado a los helicópteros para que la buscaran? Podía ver ahora a los cuatro aproximándose desde el este. Los vio avanzar como torpes libélulas en dirección a las hogueras y aterrizar luego junto a ellas entre una gran polvareda que borró momentáneamente sus luces de posición.

Parecía que no la buscaban. ¿Sería que iban a trasladar las tropas por la actividad sísmica que se había producido por la mañana? Aún faltaban ocho días para poner en práctica el Plan Mencey… ¿o serían nueve? Comprendió que había hecho mal en no llevar la cuenta de los días. Y lamentó también no haber prestado más atención a los detalles de las rutas y horarios que había visto en el mapa mural de las oficinas de Alcorán, S.A., para poder informar de ello a Luis. Estaba segura de que se trataba de una operación terrorista que coincidiría con la visita del presidente a Las Palmas el 18 de julio, el mismo día en que le habían dicho los médicos que daría a luz. Y era evidente que planeaban tomar las islas e independizarlas de España con la ayuda de mercenarios africanos.

Consuelo siguió de prisa por el camino pedregoso, los pies llenos de cortes por los zapatos de tacón alto, ahora destrozados; al menos todavía no se había roto un tacón. Estaba resuelta a llegar hasta un teléfono antes de que Tamarán descubriera que se había escapado. ¿Iría él en uno de los helicópteros? Eso era lo que más le preocupaba. Si era así, e iba a la caverna para ver si estaba, todo estaría perdido. Enviaría a sus hombres en la camioneta a buscarla. Olvidando toda cautela, Consuelo empezó medio a correr medio a caminar lo mejor que le permitía su peso.

Después de hora y media de haber encontrado la pista que Consuelo Lozano había dejado en el centro de Telde, Bernal y Lista se sentían desanimados. Estaban ahora en la sinuosa carretera rural que va al sur, sin la ayuda de las luces de las calles. Bernal advirtió que las pilas de su linterna se estaban agotando.

– Tendremos que conseguir pilas nuevas pronto, y hombres de relevo para seguir el rastro, Lista. No podemos esperar que esos hombres sigan trabajando indefinidamente sin un descanso. Tendrás que comunicar por radio con el teniente y ver si puede conseguirnos unos bocatas y café en el cuartel de la Guardia Civil y también hombres para que releven a éstos, que llevan trabajando desde las dos.

– Usted también tiene que descansar, jefe -comentó Lista-. Puedo pedir el coche para que se eche un ratito en la parte de atrás.

– No, mi obligación es seguir -dijo cansinamente Bernal, deteniéndose a escudriñar un mapa plegado con la linterna, cuya luz se debilitaba por segundos-. Mira, no podemos estar lejos de este empalme, del que parte una carretera secundaria que sube hacia Las Cumbres en dirección oeste. Al parecer, no hay otra desviación en unos cuatro kilómetros hasta Cuatro Puertas, donde tuerce hacia el sureste la carretera del aeropuerto.

– De acuerdo, jefe. Pero si en la siguiente desviación no encontramos nada, pediré el coche. Tiene usted que descansar un rato y tomar un tentempié.

Mientras seguía rastreando la escabrosa orilla, las lagartijas se escabullían de vez en cuando de debajo de sus pies, metiéndose en la maleza, y casi les ensordecía el chirriar de las cigarras, algunas de las cuales saltaban a la luz de las linternas. Cuando coronaron laboriosamente un repecho del camino y pudieron ver un poste de señalización no muy lejos, más adelante, los transmisores de los guardias civiles que rastreaban el otro lado de la carretera cobraron vida.

– El teniente pregunta si envía relevos para que usted y el inspector vayan a comer algo, comisario.

– ¿Ha encontrado algo su grupo?

– Nada, y están ya a un kilómetro al norte del pueblo.

– Dígale que inspeccionaremos la siguiente desviación y volveremos a llamarle.

El pequeño poste de señalización indicaba la dirección a la Caldera de los Marteles, y Bernal preguntó a uno de los guardias si conocía el camino.

– Lleva sólo a cuatro pueblecitos y luego muere, comisario. Sube casi hasta Pozo de las Nieves, uno de los picos más altos de la isla, en el que hay un repetidor de televisión, pero no hay ningún enlace que lleve a Tejeda. El terreno es muy malo allá arriba.

– Inspeccionemos con mucho cuidado la desviación -les dijo Bernal-. Lista y yo miraremos en la entrada a la carretera de montaña mientras ustedes dos rastrean la carretera principal pasada la desviación.

Al principio no encontraron nada. Sin embargo, Lista, que se había adelantado a Bernal a la orilla del camino montañoso, se metió en los matorrales de euforbios a la derecha del estrecho camino de carros y de pronto soltó un grito triunfaclass="underline"

– Aquí hay más cuentas, jefe. Tres, otras tres.

Bernal corrió a su lado y ambos rastrearon la zona circundante.

– ¡Aquí hay otra! -dijo Bernal.

Encontraron en total otras cinco, la última a unos veinte metros sendero montañoso arriba.

– Tienen que haberse caído en esta dirección al tomar el camión, o lo que fuera, el camino secundario, jefe. Es evidente que tomaron esta dirección montaña arriba.

– Si los guardias no encuentran nada en la carretera principal pasaba esta desviación, lo que dices quedará confirmado -comentó Bernal con cautela. Volvió a consultar el mapa-. Esto simplificará enormemente nuestra tarea, Lista. Parece que no hay camino abierto al tráfico rodado al final de esta carretera de montaña, que va por Lomo Tegenales a lo largo de más de veinte kilómetros, hasta Caldera de los Marteles. ¡Les atraparemos allí! -exclamó satisfecho-. Hay que colocar aquí, en este punto, una barrera y registrar todos los vehículos que entren o salgan de la zona y comprobar los carnés de sus ocupantes.

– Me ocuparé de que la Guardia Civil lo organice todo de inmediato, jefe.

– Que se haga con discreción, sin que se advierta nada desde la carretera principal. Podría colocarse en la carretera secundaria pasada la primera curva. Así, si alguno de los secuestradores vuelve al escondite no podrá escabullirse antes de la desviación.

Lista comunicó al teniente las instrucciones del comisario por el transmisor del mayor de los guardias civiles.

– Dígale que mande a sus hombres de regreso al cuartel y pida a Ángel y Elena que vengan a recogernos en el coche oficial -le gritó Bernal.

Cuando Lista volvió junto a su jefe, le preguntó si quería que le llevaran en coche montaña arriba.

– Tendremos que dejarlo hasta que haya luz, Lista, y ver qué pasa entre tanto con el bloqueo de la carretera. Tampoco quiero presionarles demasiado, no vayan a matar a la señora Lozano -la idea le estremeció.

– ¿Pero cómo sabremos dónde se ocultan si no mandamos explorar a la Guardia Civil?

– Sería inútil en la oscuridad. Averiguad si tienen un helicóptero disponible. Si alguno conociera perfectamente el terreno y pudiera reconocer las diversas viviendas por las luces que se vean, podría localizar cualquier cosa fuera de lo normal, como por ejemplo hogueras. Pero sería realmente muy arriesgado y además les prevendría de que estamos tras ellos.