Al cabo de cinco minutos oyeron un coche que se acercaba procedente de Telde. Era uno de los primeros que habían visto desde hacía más de una hora; casi todos los vehículos que habían pasado eran vehículos agrícolas.
– Es el Mercedes negro, jefe. Serán Elena y Ángel.
– Gracias a Dios -dijo Bernal-. No me vendrá mal entrar en calor.
Tanto el comisario como Lista y los dos guardias civiles se llevaron una gran sorpresa cuando el coche pasó de largo con un chirriar de neumáticos, tomando la desviación hacia la carretera de Los Marteles.
– No eran ellos, jefe -jadeó Lista-. En ese coche iban cuatro hombres uniformados.
– ¿Qué tipo de uniformes? -preguntó Bernal.
– Ninguno identificable. No tengo ni idea -dijo Lista.
– Yo tampoco -comentó el guardia civil mayor.
– ¿Cogiste el número de matrícula? -preguntó Bernal.
– Sólo la GC de Gran Canaria y los tres primeros números: 892… -replicó Lista, pesaroso.
– ¿Y ustedes? -preguntó el comisario a los guardias civiles.
– No, comisario. Lo siento. Como creí que era el coche de la policía, casi ni me fijé.
Consuelo creía que se moriría de la punzada que sentía en el costado. Rezaba para estar ya cerca del final del sendero, ahora que la inmensa mole rocosa del cráter ya no bloqueaba las estrellas y el cielo parecía más claro. Ya se había acostumbrado a las lagartijas, cigarras, escarabajos y enormes arañas que le rozaban los tobillos; esas pequeñas criaturas la habrían asustado normalmente, sobre todo por las historias que había oído sobre especies venenosas. Había olvidado incluso su temor a los animales más grandes que oía claramente moverse furtivos en la maleza. ¿Serían cabras, o gatos monteses? Siguió el sendero pedregoso a toda prisa, contenta de que no hubiera aparecido ningún vehículo y de que los helicópteros no hubiesen dado señales de despegar de nuevo. Tal vez los pilotos se habían unido a los mercenarios para la comida nocturna. Rodeó una gran peña y se encontró de pronto en una estrecha carretera asfaltada. ¡Gracias a Dios! Ahora todo el camino sería prácticamente bajada, en dirección al mar, hasta llegar a alguna casa con teléfono. Se olvidó del dolor del costado y de la extraordinaria pesadez que sentía en la matriz y avanzó a grandes zancadas, con renovado vigor de sus doloridas piernas. Pronto perdió de vista la caldera en la que la habían tenido prisionera.
Al cabo de media hora vio una luz fija hacia el sur, debajo de donde se encontraba. ¿Sería una hacienda? Seguro que había teléfono, pero no veía la forma de llegar allí desde la carretera. Podía ver también, en la lejanía hacia el oeste, los faros de los vehículos que pasaban por la autovía hacia Maspalomas; y luego vio un avión a reacción que entraba en el aeropuerto de Gando para tomar tierra. Esto la animó extraordinariamente. ¡La civilización estaba al alcance de la mano!
La empinadísima carretera hacía una hondonada y le alegró ver delante el letrero de un pueblo: LAS BREÑAS. ¿Había visto aquel letrero en el camino de subida? No podía recordarlo. Sólo recordaba Valle de los Nueves, más abajo en la carretera de montaña. Destacaba ahora en la oscuridad la forma de dos o tres casas, rodeadas de árboles y de enredaderas floridas más claras. Todas las viviendas estaban a oscuras y ya no podía ver la luz de la supuesta hacienda hacia el sur.
Decidió arriesgarse a llamar a la puerta de la primera casa en la que viera que entraba el cable del teléfono. Podía vislumbrar los postes del telégrafo y de luz que subían hasta el pueblo. Pero en ese momento la atacó un súbito temor: ¿y si los aldeanos estaban aliados con los terroristas? En tal caso, informarían inmediatamente a los secuestradores de su visita. Miró con cautela la casa de la esquina que sobresalía en la calzada. Parecía cerrada a cal y canto, y deshabitada. Pasó de largo con sigilo, doblando la esquina y entrando en el pueblo propiamente dicho.
Y allí, ante ella, surgió una agradable visión: una cabina telefónica apagada. ¡Gracias a Dios por la Telefónica! ¿Funcionaría? Recordó con desaliento las muchas veces que se había encontrado teléfonos públicos destrozados en Madrid. Probablemente la gente fuera mucho más respetuosa de la ley en este rincón remoto. Buscó el monedero tanteando en el bolso; no estaba. Claro, se lo habían quitado. ¿Habría al fondo del bolso alguna moneda suelta que se hubiera caído? Tenía que llamar a Manolita, que estaría desquiciada, y luego a la Guardia Civil. Le ahorraría largas explicaciones a la operadora.
Encontró con alivio en el fondo del bolso una moneda que al tacto parecía de cinco duros. Suspirando agradecida, Consuelo entró en la cabina y descolgó el receptor. Sí, daba la señal de línea. La cabina estaba demasiado oscura para poder leer las instrucciones, pero metió la moneda en la ranura y marcó el número de su chalé alquilado de Las Palmas. Oyó con satisfacción la señal de llamada. Luego, descolgaron.
– ¿Sí, dígame?
– Soy Consuelo Lozano, chiquita.
– ¡Oh, Santa María y toda la corte celestial! ¿Dónde está usted, señora? He estado tan preocupada por usted… ¿Qué le ha pasado?
– Escucha con atención, Manolita. Me secuestraron un tal señor Tamarán y sus hombres, de Alcorán, S.A., la empresa de la calle de Pío XII que fui a visitar. ¿Lo has entendido? Conseguí escapar; ahora estoy en las montañas, al oeste de Telde. Telefoneo desde una cabina de un sitio que se llama Las Breñas. Queda encima de un pueblo que se llama Valle los Nueves.
La chica parecía histérica. Consuelo tuvo que decirle que se calmara.
– ¿Te dejó el comisario Bernal un número de teléfono para que le llamaras? ¿Sí? Pues llámale ahora mismo y dile todo lo que te he dicho. Ahora repíteme exactamente lo que te dije. Yo llamaré luego al 091, para comunicar con la Guardia Civil y con la Policía. Tú llama en seguida al comisario, ¿me oyes?
Colgó el teléfono; sentía bastantes dolores y se apoyó contra la pared de la cabina, apretando las mejillas enfebrecidas contra el frescor del cristal. Suplicaba angustiada no dar a luz sin ayuda de nadie en aquel lugar solitario cuyos habitantes parecían estar todos dormidos o muertos. Hizo un gran esfuerzo para volver a descolgar el teléfono y marcó el número de urgencias. Una abrupta voz masculina le preguntó cuál era la urgencia.
– Soy Consuelo Lozano, que he estado secuestrada. Llamo desde una cabina de Las Breñas, no muy lejos de Telde. Por favor, envíen una ambulancia a buscarme. Estoy casi a punto de dar a luz, estoy a punto… Por favor, informen al comisario Bernal, de la Policía Judicial, de que hay una conspiración de terroristas, denominada Plan Mencey, que están preparando un golpe de Estado aquí en Canarias para el día dieciocho de julio. Por favor, comuníquenselo sin demora.
Consuelo sintió de repente un rasgamiento en la ingle y una pegajosidad tibia que le bajaba por las piernas. Oh, santo cielo, ¿habría roto aguas por los esfuerzos que había tenido que hacer en la huida? Sintió más líquido caerle en los zapatos y se desplomó en el suelo de la cabina, en el preciso instante en que la enfocaban los faros de un coche que apareció de repente a toda velocidad calle arriba. El vehículo se detuvo con un fuerte chirrido y cuatro hombres uniformados saltaron de él.
Al menos, pensó Consuelo semiinconsciente, estos soldados me llevarán a dar a luz al hospital. Luchaba por mantener los fatigados ojos abiertos contra el brillo de las luces del coche y, de pronto se encogió aterrorizada al reconocer los arrogantes rasgos del señor Tamarán.
Bernal, Lista y los dos guardias civiles se recobraban de la sorpresa de ver pasar el Mercedes negro de largo a gran velocidad, cuando apareció en la carretera de Telde otro coche grande. Éste se detuvo en la desviación y Ángel y Elena salieron del mismo.