– Iremos allí directamente, jefe. Acaba de pasar sobrevolándonos el helicóptero de la Guardia Civil. No tardará en informarnos.
Justo antes de medianoche, el piloto del helicóptero de reconocimiento transmitió un mensaje al cuartel de la Guardia Civil de Telde: «Se ven luces en la Caldera de los Marteles, seguramente luces de hogueras de campamento. Prosigue inspección».
– Dígale que tenga cuidado -aconsejó Bernal al teniente-. No debe correr riesgos innecesarios. Sólo queremos tener una idea de su número.
Entretanto, Ángel Gallardo y el primer destacamento de la Guardia Civil habían cruzado a gran velocidad los tres primeros pueblos carretera de montaña arriba, sin encontrar rastro de los terroristas. Ángel avistó delante el letrero del pueblo de Las Breñas y pidió al conductor que aminorara, al tiempo que sacaba la pistola reglamentaria. Entraron en el pueblo, cuyas casas parecían cerradas a cal y canto, y Ángel vio una cabina telefónica al fondo de la pequeña calle principal.
– Pare frente a la cabina -ordenó- y mantenga las luces enfocándola.
Bajó del vehículo y se encaminó a las sombras del edificio de al lado. Los guardias le cubrían con sus rifles. No se veía rastro de la señora Lozano, ni en la cabina ni en sus proximidades; se acercó con mucho cuidado, atento a cualquier posible ruido. Abrió la puerta de cristal e iluminó el interior con la linterna. Habían arrancado el cable del receptor, que estaba tirado en el suelo en un denso charco de sangre, salpicado de lo que parecía un líquido viscoso y amarillento.
Ángel volvió corriendo al jeep y alzó el micrófono de la radio:
– Con Telde, por favor, con el comisario Bernal.
Esperó, preguntándose cómo tomaría el comisario la noticia. Parecía unirle una gran amistad con aquella señora desaparecida, que le había invitado a cenar y prometido ir a esperarle al aeropuerto. Elucubraba Ángel sobre si tendrían relaciones íntimas; la verdad es que no le sorprendería en absoluto, pensando en el cardo borriquero de su esposa, que en más de una ocasión había sido tan brusca con él por teléfono.
La radio crujió y llegó la voz del comisario.
– Estoy en la cabina telefónica de Las Breñas, jefe. No hay rastro de la señora Lozano. Han arrancado el auricular de la pared y hay un charco de sangre en el suelo y un rastro de manchas de sangre hasta la carretera -Ángel consideró que no debía mencionar la evidencia más horrible-. Parece que la metieron en un vehículo y se largaron. ¿Debemos continuar?
Siguió un sombrío silencio. Luego Bernal dijo, con voz estrangulada:
– Sigue con cautela carretera arriba. El piloto del helicóptero ha comunicado que hay actividad en el cráter volcánico, debajo de donde estáis, hacia el norte, aunque seguramente desde vuestra posición todavía no se puede ver, a juzgar por las curvas de nivel del mapa. Ángel, recuerda que nos superan en número y en potencia de fuego. No entres en el cráter hasta que enviemos refuerzos, pero detén a todo vehículo que intente escapar por la carretera. Disparando a las ruedas si es preciso.
Ángel dio las instrucciones al sargento de la Guardia Civil, que ordenó a sus hombres volver a los jeeps. Cuando salieron con resolución de Las Breñas, en cada vehículo iba un hombre con una metralleta lista para disparar.
Paco Navarro telefoneó a Bernal desde Las Palmas.
– Acabo de recibir noticias del aeropuerto de Gando, jefe, el doctor Peláez acaba de llegar en el último vuelo de Madrid, junto con Varga y su ayudante técnico.
– ¿Les has reservado plaza en algún hotel?
– Sí, jefe. Peláez se hospedará con nosotros en el Don Juan y Varga y su hombre se quedarán con Ángel en el Tigaday. He enviado un coche a buscarles. ¿Hay instrucciones para ellos?
– Dile a Peláez que practique una segunda autopsia al hombre ahogado hallado en la playa de Las Canteras y a Varga que quiero que registre la casa abandonada de La Isleta con el inspector Guedes, de la comisaría de Miller Bajo. Hoy ya es demasiado tarde. Les sugiero que lo dejen para mañana a primera hora.
– ¿Cuándo va a venir, jefe?
– Cuando tenga noticias definitivas de la señora Lozano. Ángel estaba sobre su pista en Las Breñas, pero ella ha desaparecido de la cabina telefónica, en la que hay un charco de sangre. Tiene que seguir con vida, pues de lo contrario habrían abandonado el cadáver. Supongo que la sorprendieron cuando nos estaba llamando. Rompieron el teléfono.
– Jefe, en este momento están llegando los datos sobre el Mercedes negro. La matrícula fue expedida a Alcorán, S.A., con domicilio en Pío XII, pero el impuesto municipal de este año fue abonado por un tal Juan Manuel Tomás, con domicilio en el pueblo de Arucas, al oeste de Las Palmas.
– Son datos muy valiosos, Paco. Dile a la Policía Nacional que pida confirmación a la policía de Arucas y que monten una discreta vigilancia en ese domicilio. Pero que no actúen todavía.
Bernal y el teniente de la Guardia Civil consultaban en ese momento un mapa mural.
– ¿Está usted seguro de que no hay. ninguna ruta que salga de ese cráter que no hayamos cubierto, teniente?
– Para vehículos de motor sólo hay un acceso y es muy abrupto y pendiente, más adecuado para un vehículo con tracción en las cuatro ruedas que para uno convencional. Los otros senderos sólo son transitables a pie o a lomos de una caballería. Recuerde que ahí arriba siguen utilizando animales de carga.
Bernal seguía preocupado.
– Yo creo que han de tener alguna otra forma de escapar en la que aún no hemos pensado. Porque de lo contrario estarían atrapados en ese cráter, y no han hecho ningún intento de escapar por la carretera de la montaña. Y sin embargo, tienen que habernos visto a nosotros y a sus hombres rastreando en la desviación de la carretera, y supondrán que la señora Lozano consiguió enviar un mensaje, en caso de que no se lo hayan sacado a ella a estas alturas. Puede estar mal herida. Pero, ¿por qué seguirán reteniéndola si están seguros de que ha hablado de ellos? No le veo sentido.
– Una posibilidad sería que ella supiera mucho más de sus planes y que impidieron que nos lo dijera cuando la sorprendieron, comisario.
– Y otra posibilidad es que quieran utilizarla como rehén si tienen que negociar con nosotros -concluyó Bernal lúgubremente.
Cuando los dos jeeps llegaron al borde del cráter, el sargento y Ángel pudieron ver el humo que se alzaba allá abajo a lo lejos a la luz de las hogueras. El helicóptero de reconocimiento de la Guardia Civil había hecho una pasada hacia el noroeste y en ese momento volvía a sobrevolar el cráter, demasiado bajo, a juicio de Ángel. El sargento le pasó un par de prismáticos que enfocó hacia las hogueras.
– Parece que las estén apagando, sargento. Hay muchos hombres uniformados, tal vez más de treinta -Ángel escudriñó la escena con los prismáticos infrarrojos-. Hay una camioneta aparcada junto a la pared del risco, y también un Mercedes negro. ¿Y qué serán aquellos aparatos que hay al otro lado de las hogueras?
En aquel preciso instante una ametralladora retumbó en el cráter.
– Dios mío, están disparando contra nuestro helicóptero -exclamó el sargento.
Vieron aterrados cómo el gran aparato Sikorski se ladeaba tambaleante y empezaba luego a ganar altura, avanzando rápidamente hacia su punto de observación.
– ¡Aquellos aparatos son helicópteros pintados de marrón! -gritó Ángel-. Puedo ver a los soldados subir a bordo.
Volvió corriendo al jeep para llamar por radio. El helicóptero de la Guardia Civil estaba virando en ese momento en su dirección y las hélices le sonaban como si estuvieran perdiendo el ritmo.
– Creo que le han dado -exclamó el sargento, haciendo señales en morse, con un filtro verde sobre el cristal de la potente linterna que llevaba-. Le indicaré nuestra posición.