Ángel habló a toda prisa con Bernaclass="underline"
– Los terroristas tienen por lo menos cuatro helicópteros ahí abajo. Han disparado contra el de la Guardia Civil y parece que le han alcanzado, pero sigue en el aire.
– ¡Lo sabía, Ángel! Suponía que debían tener otro medio de escapar. Seguid alerta mientras consulto con el teniente y la base de la Fuerza Aérea de Gando.
Ángel y los guardias civiles vieron el helicóptero verde seguir las señales verdes de la linterna y luego tomar tierra en la carretera. El sargento corrió a abrir la cubierta corrediza de la cabina del piloto.
– ¿Se encuentra bien?
– Me dispararon primero con armas ligeras y luego con lo que parecía un bazuca. Creo que han tocado el depósito de combustible -apagó los motores y bajó a inspeccionar el aparato-. Sí, el depósito está agujereado -dijo, desconsolado-. ¡Dios santo, miren estos agujeros de bala!
– Tiene suerte de que no haya explotado -dijo Ángel.
Después de recibir las últimas noticias del ataque al helicóptero, el teniente de la Guardia Civil miró muy serio al comisario.
– Esto va a ser una operación a gran escala, comisario. Es evidente que no son delincuentes comunes. Tienen más potencia de fuego que simples armas ligeras. Esos extraños uniformes, el bazuca y los cuatro helicópteros indican una incursión o un levantamiento de grandes proporciones.
– Hay que avisar ahora mismo al gobernador militar para que dé la alerta general -dijo Bernal-. Es preciso seguir la pista de los helicópteros por radar. En Gando deben disponer de equipamiento.
– Creo que es bastante primitivo, comisario, especialmente por tierra. Están mejor cubiertos los accesos marítimos, pues los aparatos civiles y militares entran siempre desde el mar para evitar las cumbres.
– Pues tendrán que esforzarse al máximo. Tenemos que saber exactamente a dónde se proponen ir.
Ángel y los guardias civiles contemplaron con desaliento cómo apagaban las hogueras en el cráter y cómo despegaban los cuatro helicópteros con sus luces de posición destellando en verde y rojo. Ángel los enfocó con los prismáticos especiales.
– Hay que fijarse en la dirección que toman -comentó al sargento.
Cuando los helicópteros llegaban casi a su mismo nivel al borde del cráter, se apagaron súbitamente sus luces de posición.
– ¡Malditos cerdos! -gritó Ángel.
– Corren un gran riesgo de estrellarse -comentó el piloto de la Guardia Civil. Dio una patada al tren de aterrizaje de su inútil aparato, exclamando furioso-: ¡Si al menos pudiera seguirles!
– Aquí el terreno es muy malo, ¿no? -preguntó Ángel-. ¿Qué ruta seguiría usted si pilotara uno de esos aparatos? Señálelo en el mapa.
– Desde luego, evitaría los picos de Pozo de las Nieves y Roque Nublo, y sobre todo de noche y sin luces. Claro que no sabemos si llevan radar a bordo. Si tuvieran radar podrían seguir la orografía, manteniéndose siempre a cincuenta o sesenta metros del terreno. Pero en esos picos hay vientos fortísimos. Yo dejaría mayor margen de seguridad.
Se interrumpieron para escuchar el sonido de los aparatos alejándose.
– Siguen rumbo noroeste -dijo el sargento-. Así que se mantienen lejos de las altas cumbres.
– Como suponía -dijo el piloto, señalando en el mapa la posible ruta-. No iban a arriesgarse a tomar rumbo este hacia el aeropuerto y la base aérea militar. Ahora sobrevuelan una zona relativamente despoblada y en cuanto estén al norte de Roque Nublo podrán largarse en la dirección que quieran.
– Su teniente debería dar alerta general a todas las unidades de la Guardia Civil de la isla -dijo Ángel, alzando el transmisor de radio-. Deberíamos avisar a todas las patrullas que estén atentas al ruido de helicópteros sin luces de posición. Al menos, el ruido de las hélices no pueden amortiguarlo.
Bernal no soportaba la impaciencia mientras oía la conversación del teniente de la Guardia Civil, que había llamado al aeropuerto.
– ¿Que han desconectado el radar durante la noche? -repitió, incrédulo.
– Después de la llegada del último vuelo civil. Dicen que lo hacen siempre hasta las seis de la mañana. Y parece que llevará un tiempo volver a conectarlo y que vuelva un operador.
– Es absolutamente increíble -exclamó Bernal-. ¿Qué me dice de la protección militar de la isla?
– Ah, dicen que el sistema funciona en la base de la Fuerza Aérea, pero que sólo detectará a los cuatro helicópteros en caso de que crucen la costa en cualquier dirección.
– Diga al personal de la Fuerza Aérea que mantenga una estrecha vigilancia. Y le sugiero que siga el consejo del inspector Gallardo y pida a todas sus patrullas que estén atentas y procuren detectar el ruido de los helicópteros.
– ¿No cree que debiéramos mandar a su inspector y a mis hombres bajar a la caldera y hacer un registro? Los secuestradores podrían haber dejado allí atada a la señora Lozano.
– Sí, pero que procedan con muchísimo cuidado. Los terroristas podrían haber colocado trampas explosivas.
La inspectora Elena Fernández preguntó al comisario si no debería ir ella a la Caldera de los Marteles por si encontraban a la señora Lozano y precisaba la ayuda de una mujer.
– Hice un curso de obstetricia cuando estudiaba en la Academia de Policía, jefe.
– A estas horas, ya debe de haber llegado la ambulancia de Las Palmas a Las Breñas, Elena. Creo que ellos podrán ocuparse de todo.
Cuando los dos guardias civiles llegaron al pie del abrupto camino que bajaba al cráter, el sargento montó un proyector en el borde exterior de la puerta y con él fue recorriendo lentamente el campamento abandonado. Las hogueras todavía humeaban y seguía montada una de las tiendas, abandonada en la apresurada partida. Ángel registró a fondo la camioneta, pero no encontró nada interesante. Luego se acercó al Mercedes negro que estaba a la entrada de una de las cuevas, a un lado de la cual se veía un boquete en un tabique de tablas.
– Ése parece el lugar del que escapó la señora Lozano, sargento -gritó.
– Tenga cuidado, inspector, se ha abierto una profunda fisura aquí, parece que a causa de actividad volcánica, y todavía despide vapor y calor del flujo de lava.
Ángel iluminó con la linterna los asientos de cuero del Mercedes y vio manchas recientes de sangre en los asientos traseros y también un charco de una sustancia amarillenta y viscosa veteada de sangre en la alfombrilla. ¿Se habría puesto la señora de parto en el coche? Y, de ser así, ¿dónde estaría el niño? Seguramente se lo habrían llevado con la madre.
– No hay ninguna duda de que a la señora Lozano la trajeron aquí en este coche -le gritó al sargento-. Vamos a registrar la cueva.
Descubrieron en el registro la cocina primitiva, los dormitorios y la celda con la cama bajo la ventana que había estado bloqueada con tablas. Pero ni el más leve rastro de vida.
El informe de Ángel dejó preocupadísimo al comisario.
– Se la han llevado como rehén, tal como suponía -le dijo al teniente-. Y estaba a punto de dar a luz, eso si no se puso de parto en el coche mismo. Pero ¿qué clase de bestias serán esos individuos? Aunque no la maten a sangre fría, puede igualmente morir por falta de asistencia médica.
El teniente pensó que el comisario estaba palidísimo.
– ¿Por qué no descansa un poco, comisario? Si quiere le prepararemos una cama aquí mismo.
– De acuerdo. Pero también usted necesita descansar un poco. Elena, tú debes volver en coche al hotel para poder estar bien despejada mañana y ayudar a primera hora a Paco Navarro en el Gobierno Civil. Tengo la impresión de que este asunto nos llevará todavía unos días, pero tenemos que echarles el guante antes de que el presidente pise la isla.
Se volvió luego al oficial de la Guardia Civil y añadió:
– No olvide decir a sus hombres que me despierten si hay noticias durante la noche. Sobre todo si descubren dónde han aterrizado esos helicópteros. Hasta que no amanezca no podremos registrar a fondo el campamento del cráter. Le sugiero que mande volver a sus hombres en cuanto les envíe relevos para mantener la guardia.