Bernal durmió poco en el catre que le prepararon en las viviendas de oficiales del cuartel de la Guardia Civil de Telde, en parte por tener que dormir vestido en un medio extraño y también porque le molestaban los ruidos esporádicos de los vehículos que pasaban junto a la ventana, pero, sobre todo, por su extrema preocupación por la seguridad de Consuelo y el hijo de ambos. ¿Le habría dicho Ángel absolutamente todo lo que había visto en el Mercedes abandonado y en el refugio de los Marteles? ¿O quizá, al comprender que Consuelo era amiga íntima suya, le había ocultado los detalles más terribles? Decidió ir personalmente hasta los Marteles en cuanto amaneciera. Luego tendría que ir a Arucas para inspeccionar la residencia del misterioso señor Tomás, y más tarde, quizá al mediodía, celebraría una reunión estratégica con su equipo.
Decidió también que tenía que ponerse en contacto con el subcomisario Zurdo, que estaba haciendo su mismo trabajo en Santa Cruz de Tenerife, para saber si su grupo había descubierto allí alguna conspiración parecida; y esto era especialmente urgente, ya que el presidente llegaría a Tenerife, según lo previsto, dentro de pocos días. Estaba seguro de que se trataba de una conspiración, a juzgar por el número de soldados metidos en el asunto y por el modernísimo equipo de que disponían. Debía concertar también una reunión con el gobernador militar lo antes posible, para saber su opinión sobre la probable procedencia de aquellos hombres. Especulaba sobre las transferencias mensuales regulares de dinero desde Argel, que, evidentemente, había descubierto Consuelo; indicaban una conexión con los nacionalistas saharauis, quienes, a su vez, estaban apoyando la variedad más netamente nativa.
Bernal se incorporó en el destartalado catre, demasiado pequeño para un hombre de su corpulencia, y abrió un paquete de Káiser. Intentaba determinar qué podría significar realmente el Plan Mencey que Consuelo había mencionado en su llamada telefónica pidiendo ayuda. ¿No le resultaba familiar aquel nombre, Mencey? Lo había visto como nombre comercial corriente en Las Palmas; pero, ¿no sería el nombre indígena de algún tipo de dirigente? Qué lástima que se hubiera dejado el libro de historia de la isla en la mesita del hotel, se dijo.
El comisario Bernal despertó sobresaltado y consultó su reloj con ojos nublados: las 7.10 de la mañana. El intenso aroma de las flores de azahar, que entraba por la ventana de su alojamiento provisional del cuartel de Telde, le mareaba ligeramente. No le habían molestado para nada en toda la noche, lo cual significaba sin duda, que no había ninguna noticia, ni buena ni mala, sobre Consuelo, y que no se sabía nada sobre el nuevo escondite de los terroristas. ¿Por qué se habrían marchado de la Caldera de los Marteles? ¿Sólo porque Consuelo se había escapado y había avisado a las autoridades? ¿O les habría obligado a ello alguna otra razón? Ángel había mencionado algo sobre actividad sísmica en el cráter, lo cual extrañó a Bernal. Aunque en determinados lugares del archipiélago canario como Fuerteventura, Tenerife y La Palma, seguía habiendo actividad volcánica, que Luis supiera en Gran Canaria no existía ninguna. Pero en caso de que se hubiera producido, habría sido motivo suficiente para obligar a Tamarán y a su pandilla a levantar el campamento; y los preparativos de la marcha podrían haber dado a Consuelo la ocasión de escapar. Y ahora, lógicamente, la vigilarían más de cerca que antes, si es que seguía con vida. Dio un respingo y volvió a cerrar los ojos. ¿Por qué, oh, por qué, habría decidido meterse en los asuntos financieros de Alcorán, S.A.? Ella diría que porque era su trabajo, pero Bernal sabía que era curiosa y tenaz por naturaleza. Tal vez estas cualidades se hubieran reforzado por la prolongada relación con él.
Llamaron a la puerta y entró un guardia civil con un cuenco de agua caliente y una toalla.
– Para su afeitado, comisario. Hay una maquinilla de afeitar en el armario. El café está preparado y a su disposición.
– ¿Ha habido alguna noticia durante la noche?
– Se han recibido tres informes sobre los helicópteros que han sobrevolado la zona occidental de la isla, comisario. Pero ninguna noticia concreta sobre su lugar de aterrizaje. En seguida le informará de todo el teniente.
Bernal encontró al teniente tan fresco como si no llevara de servicio más de treinta y seis horas.
– Venga y fíjese en este mapa a gran escala, comisario. Nuestras patrullas comunicaron que se había oído ruido de helicópteros a las doce cincuenta anoche, cerca de Artenara, y luego, inmediatamente después, cerca de San Nicolás, que es una zona remota hacia el sudoeste. El último informe recibido llegó a la una y veintitrés, de Mogán, donde el sargento que está al mando oyó pasar helicópteros rumbo nordeste. Y desde entonces, nada.
– ¿Y ningún comunicado de que hayan sido detectados por radar?
El teniente le miró desolado.
– Ninguno, señor.
– Eso puede significar que no han salido de la isla, si es que los sistemas de radar funcionaban como es debido -Bernal señaló en el gran mapa en relieve los lugares en que había sido detectado el sonido de los aparatos-. Parece que dieron una vuelta de casi doscientos ochenta grados para evitar las cumbres del centro de la isla. Veamos, al nordeste de Mogán sólo hay embalses y pinares, ¿no es así?
– Exactamente, comisario. Y no hay carreteras transitables con coche, aunque sí caminos por los que podría abrirse paso un jeep.
– Pero tienen que conseguir otro campamento al que pueda llegarse por un camino de grava, o de lo contrario no podrían movilizar sus tropas. Lo cual significa que han de estar en un sitio desde el que se pueda acceder fácilmente a la carretera principal sur de Mogán a Maspalomas, o en algún otro lugar cerca de San Agustín.
– Mis superiores ya me han dado permiso para ordenar el reconocimiento de las zonas sur y sudeste, comisario. Creo que ahora estarán empezando.
– ¿No cree que tendríamos que pedir ayuda al Ejército?
El teniente pareció irritarse ante la mera sugerencia de que la Benemérita, título honorífico de su Cuerpo, no fuera capaz de arreglárselas sin ayuda.
– Mis superiores han puesto en acción a todos nuestros hombres. Y ellos conocen el terreno mejor que los legionarios. También hemos pedido un helicóptero a la Fuerza Aérea.
– Muy bien, teniente. Me propongo ir a registrar el cráter de Los Marteles en cuanto llegue mi inspector. Luego quiero ir a Arucas para investigar al propietario del Mercedes negro que estuvo a punto de atropellarnos anoche.
Cuando Bernal estaba terminando de tomar un café y una enorme tostada, llegaron en un coche policial de Las Palmas Juan Lista y Ángel Gallardo.
– Navarro está arreglándolo todo para que el doctor Peláez practique una segunda autopsia al hombre ahogado, jefe -dijo Lista-. Y Varga ha ido con el inspector Guedes a La Isleta para hacer un registro pericial detallado de la barraca vacía en la que encontraron a la mujer.
– Y está preparando una reunión de todos para el mediodía, ¿no es así?
– Dice que sería mejor a las doce treinta, jefe, para darle a usted tiempo de ir a Arucas y volver.
Subieron desde Telde por la carretera de montaña, entre la grisácea luz matinal, sin mirar apenas el paisaje reseco y desolado en el que enormes cubiertas de polietileno protegían las tomateras de los terribles vientos del nordeste. Cuando llegaron a Las Breñas, el comisario pidió al conductor que parara para que Ángel le enseñara la cabina telefónica. El pueblo parecía extrañamente desierto, y la pareja de la Guardia Civil que el teniente había dejado de guardia saludó al comisario cuando éste mostró sus credenciales. Bernal miró lúgubremente las manchas de sangre y las demás pruebas físicas y volvió al coche.