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– Ahora vamos al cráter.

Uno de los guardias se acercó a hablar con el conductor.

– No deberías llevar este Mercedes por ese camino tan abrupto. Tenemos aquí un Land Rover y podemos llevar al comisario y a los inspectores.

Bernal se sentó encorvado e incómodo en la parte de atrás del Land Rover y se agarró bien cuando empezaron a saltar por el empinado sendero. Miraba aterrado el precipicio; era casi inconcebible que Consuelo hubiera conseguido hacer tan difícil escalada de noche y en su estado. Estaba seguro de que se había hecho auténtico daño, como indicaban claramente las señales físicas que había dejado en la cabina.

Al final de la cuesta vieron otro vehículo de la Guardia Civil y dos guardias, que saludaron a los policías cuando éstos bajaron.

– ¿Algún problema durante la noche? -preguntó Bernal.

– No señor, en absoluto, pero la lava aún echa vapor en esa fisura. El viejo volcán está dando muestras de actividad. En algunos sitios el terreno está bastante caliente al tacto.

Salía el sol cuando los policías se acercaban a la cueva, que inspeccionaron brevemente.

– Te sugiero que examines a fondo este refugio, Lista -dijo Bernal-, por si se han olvidado algo que pueda ser importante.

Ángel acompañó a su jefe a la tienda de campaña abandonada y en cuyo interior encontraron dos sacos de dormir.

– Deshazlos y mira a ver si encuentras algo, Ángel.

Bernal se encaminó luego hacia las hogueras apagadas y examinó los restos de comida, que parecía haber consistido principalmente en guiso de cordero; miró luego en los montones de botellas de vino vacías y de latas de cerveza La Tropical y coca-cola.

Ángel salió de la tienda de campaña con un librito y un paquete.

– Está escrito en caracteres árabes, jefe. Creo que es un ejemplar del Corán.

– ¿Alguna otra cosa?

– Sólo esto -y enseñó al comisario una baraja española muy manoseada y un montoncito de astrosas fotografías de una bailarina árabe en diversas poses de moderado desenfreno.

– Un tanto anticuadas, ¿no crees? -comentó Bernal-. Parecen tomadas en Tánger durante nuestra ocupación. Veamos qué más hay.

Se acercaron con cautela al borde de la grieta en la que la lava aún humeaba ligeramente.

– Esto debió de causarles problemas con los que no contaban. Cruza el suelo del cráter en una extensión de cuatrocientos o quinientos metros.

Ángel recorrió el borde de la fisura volcánica atisbando su interior.

– En algunos sitios la profundidad es sólo de un metro o así, jefe; y en cambio, en otros no se alcanza a ver el fondo.

– Ten cuidado, no vayas a caerte.

Ángel llegó hasta donde terminaba la grieta, cerca ya de la entrada de la cueva. De pronto dio un grito:

– ¡Eh, jefe, ahí abajo hay algo! -se arrodilló en el humeante borde-. Creo que es un cuerpo.

Bernal se tambaleó y estuvo a punto de caerse.

– ¿Un hombre o una mujer?

– Una mujer, señor -Ángel adoptó de pronto un tono muy solícito-. Oiga, jefe, usted vaya a sentarse en el Land Rover mientras Lista y yo nos ocupamos de esto.

A Bernal se le cortó la respiración. Se llevó la mano al pecho.

– Llamaré por radio a Navarro. Tendrá que venir Peláez y el juez de instrucción de este partido judicial. Será preciso que la Guardia Civil traiga una polea especial para poder sacarla de ahí. Es demasiado peligroso que baje alguien, a no ser con una cuerda.

Después de dar instrucciones a Navarro por la radio de la Guardia Civil, Bernal se quedó fumando con los ojos cerrados en la parte de atrás del vehículo. Nunca se había considerado una persona vengativa, pero ahora sentía un furor asesino contra los perpetradores de tan abominable crimen. El garrote vil sería demasiado bueno para ellos; deseaba destriparles con sus propias manos.

Entretanto, Lista y Ángel Gallardo habían transportado algunas tablas de la cueva y las habían colocado sobre la parte más estrecha de la fisura, lo más cerca posible de donde estaba el cadáver.

– Me preocupa el jefe, Juan -confió Ángel a Lista-. Creo que la señora Lozano era amiga íntima suya y está destrozado. ¿No podríamos convencerle de que vuelva a la oficina de Las Palmas? ¿O de que vaya a Arucas a ver la casa de ese tal Tomás? Lo que sea, con tal que se vaya de aquí ahora.

– No lo conseguirías, Ángel. No hasta que haya visto lo que tiene que ver -Lista miró al fondo de la humeante cavidad-. ¿A qué profundidad dirías que está?

– Por lo menos a un par de metros. Tendremos que colocar una polea en estos tablones.

Casi una hora después llegó un jeep con el juez de instrucción de Telde, el teniente de la Guardia Civil y el médico forense. Y, a continuación, llegó otro vehículo más grande, con equipo especial. El equipo de la Guardia Civil montó una polea y el juez autorizó el levantamiento del cuerpo. Bernal se quedó con él al borde de la grieta, tan pálido que podría desmayarse en cualquier momento, pensó Lista. Todos se volvieron a mirar al oír un coche que bajaba el último tramo del camino.

– Es el doctor Peláez, nuestro patólogo jefe de Madrid -dijo Bernal al juez, en un susurro-. ¿Tiene usted algún inconveniente en que intervenga en la autopsia?

– En absoluto, comisario. ¿Quién cree usted que lo habrá hecho?

– Nos enfrentamos con una banda peligrosa y despiadada, señor juez, que no se detendrá ante nada para alcanzar sus objetivos. Creo que se trata de independentistas, que se apoyan en cierta ayuda militar del Sáhara occidental para conseguir la total autonomía de Canarias. Esperemos que no acaben convirtiendo las islas en una colonia de algún Estado africano.

El juez estaba claramente perplejo por las palabras del comisario.

– Desde luego, hemos tenido una serie de movimientos independentistas -dijo-. Pero todos han acabado en nada. Estos tipos de ahora, influidos por ideas marxistas y apoyados por dinero extranjero, sueñan con liberarse de Madrid. Cierto que a muy pocos canarios nos gusta la península. En realidad, la mayoría ni siquiera hemos estado allí (tenemos lazos más firmes con los caribeños), pero, desde luego, sería desastroso cambiar el mal conocido por cualquier amo africano. Esos saharauis sólo están en el asunto por lo que puedan sacar.

Peláez salió del gran Mercedes policial, cuya suspensión seguía tambaleándose por la espeluznante bajada, y se acercó con los gruesos cristales de sus gafas destellando ansiedad y alegría. Estrechó la mano a todos y luego se dirigió a Bernaclass="underline"

– He echado un vistazo al ahogado. Un caso interesantísimo. Desde luego, no hay duda de que le ahogaron en agua dulce, aunque fue encontrado en agua de mar poco profunda. Poco antes de producirse la muerte le habían dado un buen golpe en la cabeza. Los casos para los que me llamas son siempre fascinantes. Merece la pena el viaje.

– Entonces, ¿cómo explicas lo que le ocurrió a ese hombre? -le preguntó Bernal.

– Oh, desde luego es un homicidio, eso seguro. Encontré rastros de protóxido de hierro en los bronquios y un leve olor a queroseno en el tejido pulmonar. Te sugiero que busques algún tipo de depósito de hierro que contenga agua dulce estancada.

– Creo que ya sé dónde está, Peláez. Gracias por darme la confirmación que necesitaba.

Ambos se volvieron a mirar cómo bajaban a un guardia civil sujeto con una gruesa cuerda por la humeante fisura volcánica; pronto desapareció de vista.

– ¿Es una mujer? -preguntó Peláez.

– Eso es -consiguió susurrar Bernal, con voz entrecortada-. Ángel descubrió el cuerpo poco después de que llegáramos aquí.

El guardia ató otra cuerda alrededor de la cintura de la mujer y volvieron a subirle de nuevo; luego alzaron lentamente el cadáver. Cuando llegó al borde, Bernal retrocedió y se volvió, doblándose con náuseas. Peláez le tomó del brazo y le llevó hacia el coche.