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– Sabes perfectamente que no tienes estómago para estas cosas, Luis, nunca lo aguantas. Vamos, siéntate ahí y echa un trago de esta frasca.

– No, no, en seguida me encontraré perfectamente.

Un grito de Ángel hizo volverse a ambos.

– Creo que no es la señora Lozano, jefe. Esta mujer es baja, tiene la piel bastante morena y el cabello negro entrecano. Y lleva un vestido negro raído. Creo que no encaja en absoluto en la descripción.

Bernal corrió tambaleante junto a Ángel.

– Es cierto, Ángel. Gracias a Dios no es Consuelo Lozano -jadeó-. Seguro que siguen reteniéndola como rehén. ¿Quién podrá ser esta pobre criatura?

Colocaron el cuerpo en una camilla para que el juez y el doctor Peláez lo examinaran.

– Será difícil determinar la hora de la muerte, Luis -gritó Peláez-. La lava volcánica prácticamente ha cocido el cuerpo.

– Pero la mataron en las últimas veinticuatro horas, ¿no es así?

Peláez conferenció con el forense, mientras ambos miraban los termómetros que habían insertado en el cuerpo.

– Menos de eso. Seguramente de diez a doce horas.

Bernal y los otros oficiales examinaron las ropas miserables y el anillo de boda que llevaba en el anular de la mano derecha.

– Parece de aquí, juez -comentó Bernal-. Tal vez alguien de Telde la reconozca.

– Yo la reconozco -dijo el juez, con tristeza, mientras Bernal le miraba sorprendido-. La conocí hace mucho tiempo, cuando era una hermosa joven. Se llama Catalina Umiaga. Recuerdo que se fugó con un viajante…

El juez movió gravemente la cabeza sobre el cuerpo lleno de magulladuras, recordando sin duda a la mujer cuando tenía dieciséis hermosos abriles.

– ¿Y la causa de la muerte, Peláez? -preguntó Bernal.

– Heridas múltiples en la cabeza y en la cara, Luis. Nos llevará tiempo examinarlas y tomar muestras. Tal vez haya fractura de cráneo -ayudó al forense a dar la vuelta al cadáver-. Vaya, parece que le ataron muñecas y tobillos con una cuerda antes de que muriera. Pueden apreciarse aún los hematomas, aunque no haya cuerdas.

– Sería mejor que la llevaran al depósito de Telde. Lista y Gallardo se quedarán aquí para el enlace con la Guardia Civil. Quiero ir a Arucas.

Después de dejar a Peláez en Telde, Bernal pidió al conductor de la policía que le llevara primero al Gobierno Militar de Las Palmas. Consideraba urgente discutir el asunto con los gobernadores civil y militar. Le acompañó a la reunión Miranda, en tanto que Elena ayudaba a Navarro en su despacho.

El gobernador militar recibió a su colega civil y a los dos policías madrileños con la máxima cortesía.

– Parece que tenemos una crisis entre manos, caballeros, a pocos días de la llegada del presidente del Gobierno a Tenerife para iniciar su visita.

– ¿Hay alguna noticia de Tenerife, Excelencia? -preguntó Bernal-. Si, tal como parece, se trata de un movimiento independentista de todas las islas, sin duda planearán también alguna acción en Tenerife.

– Hasta el momento, nada. Pero el gobernador civil y la policía de Tenerife, con la colaboración del subcomisario Zurdo, de Madrid mantiene una estrecha vigilancia.

– Entonces, si el objetivo es el presidente, actuarán aquí el dieciocho de julio -dijo Bernal-. Mi opinión es que tenemos que descubrir su nuevo escondite y agarrarles antes de que llegue el presidente.

– Pero nada de publicidad en la prensa -dijo el gobernador civil con cierto nerviosismo-. De lo contrario, habría que acortar la visita presidencial.

– No sé si no necesitará la Guardia Civil el apoyo del Ejército para inspeccionar la zona sudeste. El terreno es muy malo -dijo Bernal al gobernador militar-. Creo que tendría que contar también con más medios de reconocimiento aéreo.

– Ya hay un helicóptero averiado -replicó él, malhumorado-. Tenemos muy pocos en la isla.

– ¿Y qué me dice de los últimos, con detectores infrarrojos y sensibles al calor? ¿Hay alguno disponible?

El gobernador militar movió la cabeza.

– Aquí no tenemos nada tan avanzado como eso, comisario. Claro que podríamos pedirlo a Madrid.

– Querría un control permanente de las comunicaciones de radio -dijo Bernal-. Los terroristas tienen que estar en contacto con sus compinches conspiradores de las otras islas y probablemente con el norte de África, de donde tal vez partieran esos cuatro helicópteros. Con control de radio y vigilancia de radar constantes, deberíamos poder detectar su posición.

En el camino de Las Palmas a Arucas, el comisario Bernal pidió al conductor que parara en el chalé de Consuelo para hablar un momento con Manolita. Encontró a ésta sentada a la mesa de la cocina, llorando desconsoladamente.

– ¿Y el bebé de la señora, comisario? ¿Quién va a cuidarla ahora?

– Manolita, estoy casi seguro de que vamos a encontrarla en seguida. Y tiene que ser muy fuerte para haber escapado como lo hizo, para poder telefonearte. Desgraciadamente, la sorprendieron en la cabina telefónica. Pero es muy ingeniosa; ya verás como vuelve a intentarlo -le dijo, pensando que lo hacía tanto para tranquilizarse él como por calmar a la muchacha.

Cuando se dirigían a Arucas por la sinuosa carretera hacia el oeste, Bernal advirtió que el paisaje había cambiado, demostrando la grandísima variedad de las islas. Las villas con preciosos jardines, que se alzaban entre pinos y eucaliptos, habían dado paso a densas plantaciones de plátanos, en los que los trabajadores escardaban flores de Pascua y otras hierbas que quemaban en grandes hogueras.

– No me digas que no es curioso -le dijo Bernal a Miranda-. Por Navidad, en la península, esas plantas se pagarían a precio de oro, y en cambio aquí son tan corrientes que las arrancan y las queman.

En Arucas, que se alzaba en una colina, el aire parecía más áspero y enrarecido; era un pueblo de calles empinadas y plazas irregulares. Pararon junto a un impresionante jardín botánico y se encaminaron a la comisaría. Allí, Bernal preguntó cómo iba la vigilancia de la casa del misterioso señor Tomás que había pagado el impuesto municipal de circulación del Mercedes negro utilizado por los terroristas, el cual ahora estaba bajo la custodia de la Guardia Civil.

– No se ha advertido ninguna actividad -le aseguró el inspector de policía de Arucas-. Y la casa parece desierta.

– ¿Está amueblada?

– Eso sí, aunque, según los vecinos, hace por lo menos tres días que no se ve a nadie por allí.

– Creo que tendríamos que conseguir un permiso para entrar y hacer un registro -dijo Bernal-. Es un asunto de seguridad del Estado.

El gobernador civil de Las Palmas se mostró muy atento y servicial al teléfono cuando le llamó, y se puso en contacto con el juez de Arucas para pedirle que extendiera la orden necesaria.

Cuando Bernal, Miranda y el inspector local llegaron a la casa, una hermosa vivienda que se alzaba en un pequeño jardín vallado, Miranda sacó un juego de ganzúas y se puso a trabajar en la doble cerradura de la puerta principal.

– Me va a llevar un rato, jefe. Una de las dos es de seguridad.

– Prueba en la de atrás. Los constructores siempre piensan que no necesita tanta protección.

No tardó Miranda en abrir la puerta de la cocina y todos pudieron entrar en la casa. Se fijaron en que la nevera estaba provista como si alguien pensara volver pronto. Y la luz piloto del calentador de agua de gas butano estaba encendida. No vieron nada fuera de lo normal en la cocina y Bernal pasó a la sala principal, costosamente decorada y amueblada. Bernal señaló un escritorio y pidió a Miranda que lo abriera. No ofreció dificultades y el comisario empezó a hojear rápidamente los montones de documentos entre los que figuraban los papeles del coche a nombre de Juan Manuel Tomás.

– Es extraño que no haya ninguna fotografía por ningún lado -comentó Bernal al inspector de Arucas-. ¿No tiene Tomás familia?