Entró en una de las nuevas cabinas telefónicas para llamadas interurbanas e internacionales que hay junto a las Escuelas de Aguirre y miró el reloj para asegurarse de que pasaba de las ocho, pues a partir de esa hora rigen tarifas más bajas. Buscó en la agenda el prefijo de Canarias y marcó el número. Suponía que Consuelo habría vuelto del banco hacía mucho rato, aunque en Canarias fuera una hora menos que en la península. Oyó una serie de clics y luego los largos intervalos de la señal de llamada. Al fin contestó una chica que hablaba con marcado acento canario.
– ¿Sí? ¿Diga?
– ¿Oiga? ¿Señorita? ¿Está la señora en casa?
Bernal reconoció la voz de la sirvienta que había contratado Consuelo.
– ¿De parte de quién? -preguntó la chica.
– Soy su marido.
Bernal y Consuelo habían convenido que durante los seis meses que estuviera en la sucursal del Banco Ibérico de Canarias, se haría pasar por una mujer casada a cuyo marido retenía en Madrid el trabajo.
– Ah, buenas tardes, señor Lozano -la chica había supuesto erróneamente que Lozano era el apellido del marido de Conchi-. La señora fue al banco esta mañana como de costumbre, pero todavía no ha vuelto. Me dijo que por la tarde iría a comprar más cosas para tenerlo ya todo listo cuando nazca el bebé dentro de diez días. Ella le espera a usted antes.
– Espero estar ahí pronto. ¿Puede decirle que volveré a llamar esta noche?
– Sí, señor, con mucho gusto. Hasta luego.
Bernal se extrañó un poco de que Consuelo (que daría a luz precisamente, y lamentándolo mucho como socialista, el 18 de julio, aniversario del levantamiento franquista contra la Segunda República) pasara tantas horas fuera de casa. Pero quién puede saber cómo va a reaccionar una mujer en las últimas etapas de embarazo; recordaba que Eugenia había ido en peregrinación descalza al santuario de la Virgen de Guadalupe cuando esperaba a Santiago, su primer hijo, sólo para pedir a la Virgen un buen parto.
Bernal entró al fin en su bar favorito de la calle de Alcalá; el camarero le preparó su gintónic antes de que lo pidiera y le ofreció luego un canapé de bonito. El viejo propietario, don Félix, ya semirretirado, se acercó a charlar con él y a recordar sus tiempos de jugador del equipo nacional con Santiago Bernabeu en el estadio inglés de Wembley en 1924. El padre de don Félix había sido administrador de Correos con Alfonso XIII y, tras la caída de la monarquía en 1931, se había hecho cargo de este antiguo establecimiento de la calle Alcalá, con su diminuta galería falsa sobre la entrada a la zona de atrás, donde los parroquianos jugaban al tute y al mus en mesas cubiertas con tapetes verdes. Bernal sabía que a don Félix le caía bien, no sólo por ser comisario de policía sino porque llevaba siempre corbata, que se consideraba allí el distintivo de un caballero.
Después de despedirse con un apretón de manos del ex futbolista -aún bien derecho pese a sus ochenta años-, salir del bar y doblar hacia su propia calle, retrasó más la vuelta a los tiernos favores de Eugenia, parándose a hablar con la señora Pilar, la hermana del conserje, que se explayó sobre el insoportable calor del día, el continuo martilleo de los obreros que reparaban el escape de agua del quinto, la conducta escandalosa de la mujer del tercero izquierda, que se decía viuda pero todos sabían muy bien lo que era, el hedor insoportable de la basura que tiraban los basureros todas las mañanas en la escalera y que ella tenía que limpiar de rodillas, el extravagante atuendo y desastrosos modales y comportamiento de la juventud en general, y en especial de las chicas, que hablaban como carreteros, la parsimonia del Ayuntamiento en reparar la calle que llevaba levantada ya más de un año, y por último la ola de espantosos delitos desde que el Caudillo había dejado este mundo: ¿no era un milagro que los grapos, los etarras o algún otro nuevo grupo terrorista no les asesinaran mientras dormían? Y los ministros repantigados en sus poltronas de las Cortes tomándose cafetitos y seguro que otros brebajes más fuertes, hablando de legalizar el divorcio y el aborto, lo cual significaría el fin de la sociedad tal como la conocían… Qué razón tenía el Generalísimo cuando dijo: «No os puedo dejar solos», ¿verdad?
Esta letanía de lamentos le parecía a Bernal poco más vociferante que la idea que tenía su esposa de una breve charla, y ya hacía mucho tiempo que había conseguido que le resbalase mientras ponía los apropiados gestos de interés, disgusto o preocupación que, al parecer, era cuanto necesitaban sus interlocutoras. Consiguió al fin cerrar las puertas del elegante y desvencijado ascensor isabelino mientras la portera seguía gritando todavía más por la media puerta superior abierta de la portería; Bernal inició su vacilante ascenso por la lóbrega caja de escalera, identificando inconscientemente los olores de la cena que preparaban en cada planta, hasta llegar a la suya.
La casa estaba oscura; Eugenia, sentada en uno de los incómodos sillones de cuero de imitación, rezaba el rosario. Terminó un avemaría y le señaló una nota que había en la mesita redonda del comedor.
– Han estado llamándote todo el día. ¿Dónde has estado? -inquirió, en tono acusador-. El ministro quiere hablar contigo.
– ¿El ministro? -preguntó Bernal con cierta sorpresa.
– Sí. Llamó personalmente para invitarte a cenar con él hoy en un restaurante de Chamberí. He apuntado el nombre.
– ¿Y Diego? ¿Todavía no ha llegado?
– Llegó y volvió a salir -contestó ella en tono cortante-. No estudia nada. Si al menos se pareciera a su hermano mayor… -se lamentó-. Todo lo que nos está costando en la Universidad de Santiago es tirar el dinero. Tendrías que ponerte firme y obligarle a estudiar, o si no, que lo deje y se busque un trabajo y se gane la vida. No tiene sentido moral, eso es lo que le pasa. Y mira que le he llevado veces a misa y a confesar y a que le aconsejara el padre Anselmo incluso. Pero es inútil, los malos sentimientos siempre salen…, y eso no le viene de mi familia -concluyó, mordazmente.
El miércoles 7 de julio a las once de la mañana, en Las Palmas, el inspector Guedes observaba cómo cosía el forense los restos del ahogado.
– Le entregaré el informe mecanografiado a media tarde, inspector, aunque no puedo decir gran cosa sobre la causa de la muerte hasta que se analicen las vísceras. A juzgar por los incipientes signos vitales, la herida de la frente podría haberse producido poco antes de la muerte. Pero en mi opinión, no pudo causarla la hélice de un barco. Creo que tuvo que ser algo más contundente. El extremo del objeto tenía que ser redondeado -señaló el lugar del rostro, hinchado e irreconocible, del difunto, tendido sobre la losa de mármol blanco-. Los animales marinos atacaron los orificios que no estaban cubiertos por la ropa.
– ¿Cuánto tiempo permaneció en el agua? -preguntó Guedes.
– Calculo que de doce a quince horas, por el estado de la epidermis. Fíjese en las rugosidades de los dedos y las palmas. Supongo que querrá usted huellas dactilares, si es que puedo tomarlas, para comprobar el documento de identidad, ¿no? Tendré que sacar la piel y montar las yemas de los dedos sobre cera, porque las arrugas producidas por la inmersión no permiten tomarlas directamente.
– ¿Cree usted que podrían haberle atacado en un barco y haberle arrojado luego por la borda?
– En los pulmones hay bastante agua y petequias, por lo que estoy casi seguro de que murió ahogado y no del golpe en la cabeza. Pero habrá que esperar los análisis. No puedo ver otra posible causa de la muerte. Tenía bastante buena salud para su edad.
– ¿Qué edad le calcula usted, doctor? -preguntó Guedes.
– Cincuenta y pocos. Tiene unas extrañas callosidades en la palma de la mano derecha, pero ninguna en la mano izquierda. Y también tenía los pies planos; seguramente tenía que caminar mucho por el trabajo. Hay dos pares de agujeritos muy curiosos en el bolsillo superior del chaleco. ¿No llevaría alguna insignia que se haya caído?