Considerando que poco más se podía hacer razonablemente hasta que se emprendiera la operación, Bernal decidió pasar el rato que faltaba en la clínica con Consuelo para intentar sacarla de la depresión en que se hallaba sumida. Le sugirió planes para unas vacaciones de verano en la península.
– Mi hermano se ha comprado hace poco un apartamento dúplex estupendo en Puerto de Cabo Pino, no lejos de Marbella, Luchi. Estoy segura de que nos lo dejaría por quince días.
– Pues llámale entonces, Conchi y arréglalo todo. Eso me evitará tener que ir al encierro de toros anual del pueblo, donde me espera Eugenia.
La noche de la operación de los geos, Bernal llevó consigo a tres de sus inspectores, Ángel Gallardo, Juan Lista y Carlos Miranda, a Maspalomas, pues allí, en el cuartel de la Guardia Civil, había instalado su centro de operaciones el jefe de los geos. El teniente ya estaba esperándoles.
– Voy a El Tablero a ver el bombardeo artillero de los helicópteros, comisario -dijo éste-. ¿Quiere acompañarme?
En las frías primeras horas del día quince, Bernal y el teniente vieron cómo emplazaban los morteros y se centraban las miras infrarrojas sobre el objetivo: los cuatro helicópteros medio ocultos. A las 3.55 de la madrugada vieron aproximarse los aviones de transporte desde el mar y luego cuatro helicópteros procedentes de Gando. A las 4 en punto se dio la señal por los transmisores-receptores y los morteros lanzaron su primera andanada con un estruendo ensordecedor. El teniente sujetaba en tensión un par de prismáticos de noche y, de repente, soltó una risa de júbilo entrecortada.
– Dos de los helicópteros han quedado hechos pedazos, y otro está ardiendo.
– Tienen que darles a todos -dijo nervioso Bernal-, porque si no los cabecillas podrían escapar.
Lanzaron la segunda andanada; hubo un gran destello, seguido de una explosión sorda, al resultar alcanzado el cuarto aparato.
– Tienen que haber vuelto a cargarlos de combustible -comentó el teniente- para que exploten de ese modo.
– Seguro que encontraron el combustible apropiado en la estación.
Lejos, en lo alto, vieron girar los aviones después de lanzar a los paracaidistas, y los pequeños destellos de granadas, mientras los helicópteros de la Guardia Civil se cernían sobre los tejados de los edificios principales. A la media hora cesaron los destellos y también se apagó el sonido lejano de armas ligeras.
– Todo ha concluido, comisario. Creo que podemos ir allá.
A la entrada del recinto les esperaba triunfal el jefe de los geos.
– Los tenemos a todos, comisario. Y hemos encontrado también a los norteamericanos encerrados en el sótano.
– ¿Alguna baja? -preguntó Bernal.
– Dos de mis hombres tienen quemaduras leves, y uno de los paracaidistas se rompió una pierna al aterrizar. Tenemos la estación bajo control. Estoy esperando el informe sobre los terroristas muertos o capturados.
A las primeras luces del amanecer se había inspeccionado todo el campamento y los heridos habían sido enviados bajo custodia al hospital militar.
– En total parece que hay diez terroristas muertos y seis heridos -le dijo a Bernal el oficial de los geos-. Más otros seis que se entregaron. Les interrogaremos luego.
– Pero tiene que haber más -dijo Bernal, preocupado-. La señora Lozano contó más de treinta en la Caldera de los Marteles. ¿Han capturado a Tamarán?
– Como no sabemos qué aspecto tiene, no podemos estar seguros. Ahora están examinando la documentación que llevaban encima.
El día quince al mediodía se sabía ya que no todos los terroristas estaban en la estación de la NASA. Aunque le costó mucho pedírselo, Bernal dispuso que llevaran a Consuelo en una silla de ruedas a la prisión y al hospital militares para ver si podía identificar a los prisioneros, ya que era la única persona viva que les había visto de cerca. Entre los prisioneros no vio a Tamarán ni a sus colaboradores más íntimos.
– ¿Y los que resultaron muertos, Luis? Pueden estar entre ellos.
– No quiero hacerte pasar por algo tan penoso, Conchi. Tendrías que haber vuelto ya a la cama del hospital.
– Tendré que hacerlo o no podrás seguir adelante con el caso. Vamos, haz que me lleven al depósito.
Cuando el teniente de la Guardia Civil la sacaba en su silla de ruedas de la cámara frigorífica del depósito de cadáveres, Consuelo estaba pálida y crispada.
– Tamarán no está entre ellos, pero sí el árabe que me golpeó en el segundo refugio al que me llevaron -agarró a Bernal del brazo y empezó a sollozar-. ¿Sabes, Luis? Sentí una satisfacción casi germánica al verle con la tapa de los sesos destrozada.
Luis la tranquilizó y la acompañó al coche que la había llevado hasta allí.
– Ahora vuelve, siéntate delante de la televisión y procura olvidarlo todo.
Bernal consultó con el teniente:
– Los cabecillas debieron irse de la estación de la NASA poco después de que la señora Lozano perdiera el conocimiento a causa del golpe. Lo que más me preocupa es que no hemos encontrado ni rastro del artefacto asesino que estaban probando.
– Los geos están interrogando ahora a los terroristas capturados, comisario. Yo diría que no tardarán mucho en hablar.
– Verifiquen todos los vehículos oficiales de la NASA, teniente. Tamarán y sus colaboradores más íntimos deben de haber cogido uno.
El 16 de julio por la mañana aún no había rastro de Tamarán y sus compinches, y ninguno de los prisioneros, sometidos a enérgico interrogatorio por los geos, confesó su paradero. Bernal obtuvo retratos robots basándose en los recuerdos que Consuelo tenía de sus rasgos, y éstos se enviaron a todas las unidades. Se echó en falta un coche alquilado por uno de los oficiales de la estación de la NASA, del que no había rastro.
El día 16 por la tarde Bernal repasaba, con el gobernador civil y el militar, los planes para la llegada del presidente a primera hora de la tarde del día siguiente.
– Quizá hubiera que instarle a cancelar esta parte del viaje -sugirió Bernal-. No podemos asegurar que no corra peligro con estos locos sueltos.
– El presidente quiere a toda costa seguir adelante según lo previsto -dijo el gobernador civil-. Las elecciones generales se celebrarán en octubre, y nuestro partido está dispuesto a asegurarse los escaños de las Canarias en el Congreso de los Diputados.
– Pero no sabemos todavía en qué consiste ese artefacto asesino -objetó Bernal-. ¿Cómo vamos a interceptarlo si no sabemos siquiera de qué se trata?
– El coche presidencial está blindado, comisario -comentó el gobernador militar-. Y habrá tiradores de primera apostados en los tejados a lo largo de toda la ruta.
– Sigue sin gustarme -dijo Bernal-. Corremos un riesgo muy grande.
El día diecisiete a la hora del almuerzo, Ángel y Elena convencieron a Bernal para que fuera a tomar el aperitivo con todo el grupo a la plaza de Santa Catalina.
– No puede perderse el estar allí sentado en la terraza del bar Derby, jefe, y contemplar las vistas más típicas -le dijo Ángel.
– Tal vez sea ésta mi última oportunidad de hacerlo, Ángel, porque si le pasa algo al presidente me despedirán.
Sentados al cálido sol que se filtraba entre las altas palmeras, contemplaban el desfile diario: africanos que vendían collares de dientes de tiburón y de falsas perlas; el retratista Thea, que hacía rápidos bocetos a los turistas; y la pièce de résistance de la plaza, Lolita, que, según los rumores, era viuda de un oficial del Ejército, y que aparecía dos veces al día engalanada con distintos y atroces atuendos punk y la cara pintada a juego, vendiendo caramelos y chicle en una antigua caja de puros Edward VII y parándose de vez en cuando a bailar una breve danza para sus clientes preferidos.