– Sabía que elegirían precisamente este día -dijo Bernal-. Tenemos que desplegar todos los medios de seguridad para cubrir el itinerario del presidente a Puerto de la Luz para la inauguración de la terminal.
Bernal volvió a disponer a su equipo a todo lo largo de la ruta en puntos más elevados; cada uno de sus inspectores iba acompañado por un tirador. Asignó a Elena Fernández la azotea del hotel Don Juan; la de Correos, en la calle de Albareda, a Juan Lista; la azotea del teatro de la esquina de Juan Rejón, a Ángel Gallardo; él mismo ocupó la torre del Castillo de la Luz, y Carlos Miranda el alto almacén del Puerto de la Luz, mientras que Navarro se encargaría de coordinar toda la operación por su propia frecuencia de radio.
A las ocho de la mañana Bernal estaba instalado con sus tiradores en las almenas del castillo, sobre el agradable parque frente al muelle. El coche del presidente debía llegar a las diez en punto a la terminal. Bernal fumaba un Káiser tras otro y revisaba de vez en cuando la zona con los prismáticos, a la búsqueda de cualquier actividad sospechosa. Veía allá abajo, a lo lejos, grupos de ancianos que llegaban después del desayuno a jugar a los bolos y a un grupo de niños que jugaban al escondite entre los arbustos.
La calle principal de Juan Rejón estaba acordonada por policías y soldados a intervalos de veinte metros a cada lado; a las 9.45 se cortaría el tráfico de todas las calles adyacentes. Bernal recorrió con los prismáticos el puerto de pescadores y pudo distinguir a lo lejos, en lo alto del extraño edificio del hotel Don Juan, la delgada figura de Elena entre las columnas de cemento de la piscina de la azotea. Navarro empezó a comunicar por radio breves mensajes informándole del recorrido del presidente. El coche oficial había salido de la calle de León y Castillo y había llegado sin incidentes a la plaza de Santa Catalina. Elena informó de que no había nada sospechoso cuando el desfile pasó por su punto de observación.
En ese momento los coches aceleraron en la calle de Albareda, sin tráfico, y Lista informó de su avance a través de «El Refugio». Bernal sabía que uno de los puntos peligrosos sería el teatro que vigilaba Ángel, porque allí los coches tendrían que aminorar para tomar la calle de Juan Rejón. Captó de repente un fuerte zumbido procedente del parque que había debajo de su punto de observación y se apresuró a mirar qué sucedía. Allá abajo, en el pradillo del embarcadero, un grupito de cinco niños estaba poniendo en marcha dos grandes aeromodelos. Les observó muy preocupado mientras intentaban poner correctamente los motores en marcha; estaban solos no les acompañaba ningún adulto, y todo resultaba de lo más inocente.
Bernal tomó el transmisor y llamó por radio a Navarro.
– Dile a la policía que vaya urgentemente al parque del castillo y confisque dos modelos de aeroplanos que está manejando un grupo de niños.
Bernal se volvió a comprobar si podía ver algún rastro de los coches oficiales. En ese momento, en la calle de Juan Rejón no había tráfico, pero vio un camión que bajaba a gran velocidad por una de las empinadas calles de La Isleta hacia la calle principal que llevaba a la terminal. Llamó de nuevo a Navarro:
– Paco, avisa a la policía de que un camión grande baja la calle de enfrente de donde yo estoy a toda pastilla -consultó el plano urbano-. La calle Artemi Semidan, se llama. Diles que lo detengan antes de que llegue a Juan Rejón.
El zumbido se hizo más fuerte y Bernal se asomó entre dos almenas. Pudo ver a cuatro agentes de la Policía Nacional cruzar a toda prisa los macizos de flores hacia el grupo de niños que jugaban a la orilla del embarcadero, pero uno de los aeromodelos ya estaba en el aire y los chicos intentaban hacer despegar el otro. Extrañaba a Bernal el hecho de que ninguno de los niños, al parecer, tuviera el aparato de mando a distancia necesario para controlar el vuelo de los aviones. Le distrajo repentinamente el sonido de disparos de armas ligeras procedente de la calle de enfrente. El camión se había lanzado contra el cordón policial y había quedado atravesado en la avenida principal, bloqueándola en unos dos tercios de su anchura, del lado interior. Los coches oficiales sólo estaban a unos cien metros de distancia, y el vehículo policial que abría la comitiva conectó la sirena y se desvió a la derecha para evitar el camión, cuyo conductor asomaba por el parabrisas roto, sangrando por la cabeza y el pecho. La policía había conseguido detenerle, pero demasiado tarde, se dijo Bernal, con el pensamiento espoleado por la angustia ante la velocidad de los acontecimientos.
Tocó al tirador de la policía en el hombro.
– ¡Derribe ahora mismo esos aeromodelos!
El tirador, que tenía el dedo en el gatillo del rifle automático de mira telescópica, disparó con reflejos admirablemente rápidos. El primer aeromodelo había alcanzado la altura de la palmera que había al borde del camino y, cuando explotó, con un enorme destello amarillo, Bernal vio las ramas de la palmera desintegrarse como en cámara lenta, antes de que la onda expansiva le alcanzara derribándole. Se incorporó sacudiéndose el polvo, a tiempo de ver al tirador apuntar y dar al segundo aeromodelo, que despegaba a la orilla del embarcadero en el momento en que los restos del primer modelo caían al parque.
Los niños corrieron despavoridos y los cuatro policías y los jugadores de bolique estaban tirados boca abajo entre las bochas en el momento de producirse la segunda explosión, que alzó por el aire todo un macizo de cañacoros rojos y amarillos, esparciéndolos como fino confeti con los colores nacionales. Bernal sintió menos el impacto de la segunda explosión, e intentó ver qué le había ocurrido al coche del presidente. Los conductores de los coches oficiales habían virado, tal como se les había dicho, para eludir el camión y luego habían acelerado hacia las puertas de la terminal, donde se hallaban ahora a salvo.
El comisario felicitó al tirador y le dijo que siguiera atento por si pasaba algo más mientras él bajaba a investigar e informar al gobernador civil.
– Comisario -gritó el tirador-. Mire, una motora rápida sale del puerto pesquero. Estaba oculta entre la primera hilera de pesqueros. ¿Debo detenerla? ¿Disparo?
Bernal dio su permiso, pues comprendió de pronto cómo había conseguido Tamarán estar lo bastante cerca para dirigir el vuelo de los aeromodelos con las cargas explosivas: sin duda, pagando a los niños para que pusieran los motores en marcha mientras él controlaba su rumbo desde la lancha. No era extraño que ni la policía ni la Guardia Civil les hubieran encontrado a él o a sus seguidores, estando escondidos en una lancha que, además, les había proporcionado libertad de movimientos a lo largo de la costa desde Maspalomas. Bernal dio un breve informe radiado a Navarro y recibió la confirmación de que el presidente estaba a salvo.
Vio al certero tirador disparar a la motora, que salía zigzagueando del puerto pesquero hacia la zona más amplia del Puerto de la Luz, y pasaba luego el dique del Generalísimo, pero la distancia era demasiado grande para poder alcanzar un blanco que se alejaba rápidamente.
– Daré la alerta a la base naval y a los guardacostas. Deberá desembarcar en algún lugar de la isla, pues no tendrá combustible suficiente para llegar a Tenerife o a Fuerteventura.
A las once de la noche, la Marina comunicó que los buques de la Marina saharaui habían vuelto a sus puertos, pero seguía sin haber noticias de Tamarán. El resto de los actos oficiales del presidente para aquel día se celebró sin incidentes, y el jefe de Gobierno propuso seguir su gira por la provincia canaria oriental.
El 19 de julio, a las cuatro de la madrugada, despertaron a Bernal en su habitación del hotel para informarle de un pequeño naufragio ocurrido en Punta Sardina, al extremo noroeste de Gran Canaria. Una lancha motora se había estrellado contra un arrecife en Roque Negro, bajo el faro que señalaba la entrada a Puerto Sardina. Hasta el momento, la Guardia Civil había rescatado tres cadáveres.