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– ¡No querrá decir que era policía! -comentó Guedes, que alzó la prenda del montón de ropa del difunto, para examinarla-. Vestía bastante pobremente, ¿no le parece? Pero éste no tiene por qué ser el atuendo de un marinero. Los zapatos blancos de lona están viejísimos y tienen las suelas muy gastadas en la parte interior, como si caminara con los pies más abiertos de lo normal.

– ¿No ha encontrado ninguna pista en el contenido de los bolsillos? -preguntó el médico, que estaba acabando de coser la incisión que había practicado en torso y abdomen-. Llevaba mucho dinero suelto en el bolsillo derecho de los pantalones, unas cuatrocientas o quinientas pesetas. Más de lo que cualquiera llevaría normalmente. Las monedas forzaron el cuerpo a una posición de costado y lo hundieron un poco. ¿No sería camarero de barco?

– En tal caso, iría mucho mejor vestido -dijo Guedes.

Bernal entró en «The Old Colonial» con cierto nerviosismo. Su origen social le hacía sentirse aún torpe en determinados ambientes lujosos; en ellos le faltaba la desenvoltura propia de quienes nunca tuvieron que preguntarse de dónde saldría su siguiente comida. La puerta verde, con pesados adornos de latón, el hecho de que no hubiera ningún letrero a la entrada del famoso restaurante, el que se diera por sentado que los presuntos comensales no precisaban ver el precio de la carta antes de entrar, pues sabían que no tenían más que pulsar el discreto timbre para entrar (con el corolario de que quienes no localizaran el timbre nunca serían bien recibidos); la impresión de que se trataba de una distinguida casa particular, entrar en la cual era un privilegio, de un club para la flor y nata de manjares y comensales… todo ello hizo que Bernal se detuviera en el umbral.

Y en el mismo instante en que lo hacía, como si hubiera intuido su indecisión, el amable propietario abrió la puerta bien engrasada y, con experta naturalidad, como entre iguales en poder y riqueza, dijo afablemente:

– Buenas noches. ¿El comisario Bernal? El ministro le espera en el salón.

Vestía aquel caballero un traje impecable, probablemente confeccionado a la medida en una tienda de moda londinense, pensó Bernal mientras el otro le estrechaba cordialmente la mano y le guiaba hasta una mesa situada en un discreto rincón, flanqueado por dos butacas de mimbre con altos respaldos en forma de abanico.

– Me alegro que haya podido venir a esta ligera cena tête-à-tête, comisario. ¿Qué quiere beber?

– Me siento honrado por su invitación, señor ministro. Creo que tomaré un gintónic.

El solícito propietario en persona les trajo al momento dos inmensos vasos de aperitivo bordeados de hielo y coronados por lo que parecía una abundante macedonia de frutas.

– Iré directamente al grano, comisario, para poder dedicarnos luego a disfrutar de la cena -dijo el ministro, mientras encendía un purito habano-. La semana que viene, el presidente hará una visita de cinco días a las islas Canarias, para reunirse con la gente activa del partido en cada centro importante y para hablar en dos asambleas, una en Santa Cruz de Tenerife y otra en Las Palmas. Estoy preocupado por su seguridad personal. Su propia guardia tomará las medidas habituales y los gobernadores civiles están cooperando plenamente, claro. Pero, de todos modos, la visita sigue preocupándome. Las islas se han visto agitadas durante mucho tiempo, primero por el MPAIAC, el movimiento independentista de Cubillo, quien, como sabe usted, se refugió en Argel, y últimamente por grupos de jóvenes marxistas-leninistas, y tienen apoyo: pese a la permanente situación de puerto libre y las bajas tarifas a las importaciones, la economía es un desastre. La influencia de los comerciantes asiáticos, que forman casi una mafia en los puertos y centros turísticos, es enorme; y luego están las consabidas luchas entre los viejos caciques por el control del abastecimiento de agua. Pero, bueno, todo esto no tiene que ver con la visita del presidente -el ministro hizo una pausa para tomar un generoso trago de gintónic-. La verdadera desestabilización empezó en 1975, con la Marcha Verde de los saharauis y nuestra cesión oficial del Sahara español a Marruecos y Mauritania en febrero del setenta y seis. Lo que me preocupa es el Frente Polisario. ¿Se da usted cuenta de que reclaman la «devolución», según dicen ellos, del archipiélago al continente africano? La idea es absurda, claro, porque las islas nunca han sido africanas, ni racialmente ni en ningún otro sentido, pese a toda su proximidad con El Aaiún.

Bernal empezaba a preguntarse dónde encajaría él en todo aquello, y miró expectante al ministro, que mordisqueaba un canapé de salmón.

– Me propongo enviar dos equipos, uno a Tenerife y otro a Gran Canaria, una semana antes de que el presidente inicie su visita, para que trabajen con la policía local pero independientemente de la guardia de seguridad del presidente. Su tarea consistirá en estudiar la situación política y la seguridad pública de las islas y controlarla hasta que finalice la visita presidencial. He consultado con el subsecretario del Interior y con el jefe de la Brigada Criminal y ambos me han confirmado que usted y su grupo podrían estar disponibles en este momento. Me propongo enviar también a Zurdo y a su grupo. Sabrá usted que le han ascendido a subcomisario, ¿no?

– Sí, y me alegro por él. En tiempos trabajamos juntos en muchos casos.

– Eso tengo entendido. Precisamente por eso le elegí, ya que tendrán que colaborar plenamente en todo momento. Y ambos tendrán que actuar con mucho tiento con las autoridades locales, a quienes incomodará su presencia allí.

– ¿Y cuál ha de ser exactamente nuestra labor, señor ministro? ¿Hay algo concreto que usted o los servicios secretos del CESID consideren que hemos de investigar?

– Bueno, en realidad, no, Bernal. En los dos últimos años ha estado usted metido en casos políticos cruciales que solucionó a plena satisfacción. Lo único que quiero es que salga para allá con todo su equipo, que tantee el ambiente, que revisen los informes policiales más recientes y toda la información política local, en especial la relativa a extremistas de todo tipo. Siempre es mucho mejor contar con un grupo que, por lo menos una semana antes de una visita oficial, tome el pulso a la situación, por así decirlo.

Bernal consideró la vaguedad de la operación que se le proponía, pero advirtió también que le proporcionaría una oportunidad ideal para estar junto a Consuelo cuando naciera su hijo, así que por aquello de que la ocasión la pintan calva, contestó en seguida:

– Muy bien, señor ministro. Reuniré a mi equipo y partiremos de inmediato. Le agradecería que nos asignara Gran Canaria a nosotros, pues la conozco mejor que Tenerife.

– Excelente, Bernal. Como usted quiera. Seguro que Zurdo estará encantado de ir a Santa Cruz de Tenerife con su grupo. Los dos contarán con plenos poderes del presidente. Le sugiero que tengan una breve reunión con el subsecretario del Interior antes de marcharse. Tomaremos medidas para que tengan autoridad superior a todas las demás fuerzas policiales y autoridades militares, salvo el CESID y la escolta personal del presidente -el ministro suspiró con satisfacción y volvió su atención al exótico menú-. Bien, ahora tal vez quiera elegir la cena, ¿eh? ¿Qué le parece langosta termidor para empezar?

Bernal examinó lúgubremente la carta, sintiendo creciente tensión gástrica y esperando encontrar algún plato menos agresivo para el deteriorado interior de su sufrido estómago.

Como a las once de la noche del día seis su marido aún no había llegado a casa, la mujer de Gregorio el Lotero, preocupadísima, decidió salir a buscarle. Hacía horas que había apagado la vieja cocina de gas butano para que el potaje se enfriara. ¿No se habría emborrachado Gregorio en uno de los muchos bares que frecuentaba? ¿No le habrían invitado sus conocidos a demasiados chatos de vino blanco y se habría caído en cualquier rincón? Esperaba que al menos hubiera entregado el dinero de los cupones en la sucursal de la ONCE.