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Consuelo consultó el reloj. Santo cielo, ¿podrían ser ya las cuatro y media? No había tenido hambre en absoluto. Sintió de pronto una patada en el vientre y se inclinó algo molesta hasta que el movimiento cesó. Su inminente maternidad la llenó de gozo, y decidió telefonear a Luis antes de salir de la oficina. Marcó el 91 (el prefijo de Madrid) y a continuación el número del apartamento secreto de Bernal en la calle Barceló. A estas horas, debe estar allí, pensó. Dejó sonar el teléfono un rato, luego apoyó la mano en el receptor. Volvió a marcar, ahora el número del despacho de Luis en el viejo edificio de Gobernación, la actual Dirección de Seguridad del Estado (DSE); el agente de guardia le dijo que el comisario Bernal había salido a la una y media y no había vuelto.

Consuelo recogió el bolso con un suspiro y se encaminó a la calle, haciendo un animado gesto de despedida al guardia de seguridad, que era la única persona que quedaba en la sede bancaria. Tenía el tiempo justo para hacer una visita a las oficinas de Alcorán, S.A., de camino hacia casa.

Bernal miraba a su mujer, Eugenia, que lavaba ropa en la gran pila desportillada de mármol de la cocina de su destartalado piso, en la octava planta del edificio decimonónico junto a la calle de Alcalá. Frotaba enérgicamente con lejía los cuellos de las camisas de su esposo con un cepillo de aspecto mugriento, y luego volvía a darles con una pastilla amarilla de jabón barato y a restregarlos en la vieja tabla de lavar de aluminio. A Bernal aún le molestaba que su mujer se negara a utilizar aparatos modernos, como la lavadora automática Zanussi que él había comprado en Navidad y que allí seguía, sin estrenar, detrás de la puerta de la cocina, con los precintos de fábrica aún intactos.

– ¿Cuándo piensas estrenar la lavadora, Geñita? -le preguntó, quejoso-. El fontanero ya vino y la conectó, ¿no?

– Sabes muy bien cómo destrozan la ropa esos artefactos modernos, Luis. Y el fontanero me dijo que consumen muchísima energía. Lo único que lamento es que te gastaras tantísimo dinero en algo inútil e innecesario y que ocupa tanto espacio. ¿No podríamos pedir a los de la tienda que se la vuelvan a llevar? -echó una mirada ceñuda al brillante electrodoméstico-. ¡Y otra cosa, además! Me ha dicho la señora Pilar que magnetizan la ropa y que luego, cuando la planchas, sueltan chispas y que eso acaba produciendo cáncer.

– Me extraña que no te haya dicho también que pueden incendiar la casa.

– Le da más miedo que inunden la escalera -dijo Eugenia secamente-. Dice que siempre se están estropeando.

Ante esta nueva muestra de la pésima influencia que ejercía en su mujer la portera cerril y medio loca, Bernal declaró una tregua temporal y decidió comunicarle la noticia de su inminente salida para Canarias.

– El ministro me envía con mi grupo a Las Palmas, Geñita, para una misión especial. Estaremos allí unos quince días.

– Pero yo creía que ibas a venir conmigo a Ciudad Rodrigo, Luis, para cobrar las rentas. Sabes que no podré volver sola con todos los jamones y chorizos y barriles de aceitunas…

– Ya que tus arrendatarios no te pagan en metálico, ¿por qué no lo vendes todo allí mismo, Geñita, y te ahorras la molestia de tener que cargar con ello hasta aquí? En realidad -dijo, señalando el techo, del que colgaban tres jamones serranos y ocho ristras de chorizos cubiertos de cagadas de moscas-, nunca podemos acabarlo todo, ¿verdad?

– Estás loco, Luis. ¿Pero es que no sabes lo que cuestan aquí en Madrid esos jamones? -golpeó los restos escuálidos de uno de los jamones que colgaban del techo, espantando a cuatro moscardas azules que volaron con un fuerte zumbido-. Y los barriles de aceitunas que traigo… Las preparan a mano. ¿Tienes idea del tiempo que lleva rajar las aceitunas una a una y luego cambiarles la salmuera cada pocos días mientras están en remojo? Las que se venden aquí son veneno puro… Se limitan a empaparlas en sosa para eliminar el ácido, y así quedan, que no saben absolutamente a nada -protestó-. Venderlas en el pueblo sería como regalarlas, prácticamente no me darían nada por ellas. ¡Pero no te preocupes! Mientras tú te pegas la vidorra padre en Las Palmas, ya me ayudará mi hermano a recaudar las rentas de medio año y lo facturaremos todo en el tren a finales del mes que viene cuando volvamos. Pero te espero para la fiesta del pueblo y para el encierro y la corrida el quince de agosto, como siempre.

– ¿Te doy dinero para que pagues la instalación de agua de la finca, Geñita? Me parece estúpido haber instalado el retrete y el baño nuevos y luego no poder utilizarlos.

– Qué ideas disparatadas tienes, Luis -dijo ella, con un suspiro-. A mis padres, a mis abuelos y a mis tatarabuelos siempre les bastó el pozo del corral para lavarse y la paja del prado para hacer sus necesidades, así que, ¿por qué voy a cambiar yo las cosas?

– Pero eso es antihigiénico, Eugenia. Y estoy harto de tener que ir al retrete y a afeitarme a casa de tu hermano. Puse esa condición para volver allí, recuérdalo. Lo increíble es que no se produzca un brote de tifus o de cólera.

– Tonterías y simplezas, Luis. Hay muchos más peligros en la ciudad… ¿Qué me dices de lo del aceite de colza, que se vendió en casi todas partes y que intoxicó a tanta gente? Y eso por no hablar de la porquería de alimentos que anuncian en televisión. Es una suerte tener este aceite sano, de nuestras propias aceitunas. Supongo que vendrás a comer. Estoy preparando lentejas con chorizo y luego filetes de pez espada.

– Pues no sé -dijo Bernal, sintiendo extrañas convulsiones en la cicatriz de su úlcera gástrica-. Tengo que organizar aún un montón de cosas con Navarro.

Bernal tomó la Línea 2 del metro de Retiro a Sol y subió las escaleras hacia el extraordinario calor de la plaza, en la que multitud de compradores se veían asaltados por los gritos de las gitanas que vendían lotería, por los vendedores ambulantes que instalaban sus mesitas plegables, que habrían de levantar a toda prisa si aparecía un municipal, y por los vendedores de helados y horchata. Se abrió paso como pudo cruzando la calle Carretas, famosa últimamente por los traficantes de drogas, chulos y prostitutas de ambos sexos, y llegó al fin a la entrada lateral del antiguo edificio de Gobernación, que iba a ser desocupado en breve por los principales grupos de la DSE. Se detuvo un momento a saludar a Manolo, el joven lotero ciego, y eligió una tira de la pinza metálica que llevaba sujeta al bolsillo de arriba.

– Espero que haya escogido uno que termine en nueve, comisario -murmuró el chico-. Creo que es el que saldrá esta noche.

– Ojalá aciertes, Manolito. No me ha tocado ni una sola vez en cuarenta años.

– ¡No pierda la esperanza, comisario! Uno nunca sabe cuándo saldrá su número.

El sargento de recepción saludó al comisario y le entregó un sobre oficial.

– Es lo del traslado al nuevo edificio, comisario. Hay uno igual para cada jefe de grupo.

– Gracias, Emilio. Diré a Navarro que se ocupe de todo. Al fin llega el momento, echaremos de menos este lugar pese a lo mucho que hemos despotricado contra él a lo largo de los años.

– ¿Ha visto el nuevo edificio, comisario? Es todo de vidrio ahumado y aluminio, todas las habitaciones y todos los pasillos son iguales y están llenos de ordenadores. Es como estar en una nave espacial.

– Si es tan horrible como dices, Emilio, creo que pediré pronto el retiro. ¿Cuándo nos trasladarán?

– La semana que viene, según radio macuto. Pero supongo que en la carta se lo comunicarán, jefe.

Bernal saludó afectuosamente a su segundo.

– ¿Has visto las órdenes sobre nuestra misión en Gran Canaria, Paco?

– Sí, jefe. Y ya he avisado a todo el equipo. Casi todos estarán libres para poder tomar el vuelo de mañana al mediodía.

– Estupendo. Si pudiera ser, me gustaría salir esta noche. ¿En qué hotel has reservado habitaciones?