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—Envidio a los jorilanos —observé.

—Hasta cierto punto —admitió Lejeune—. Aunque quizá su medio vital sea demasiado bueno. ¿Qué estimulo tienen para progresar?

—¿Por qué tienen que desearlo?

—No lo desean de un modo consciente, amigo mío. Pero todas las razas inteligentes descienden de otras que en pasadas épocas tuvieron que luchar duramente para sobrevivir. Incluso en los herbívoros más pacíficos hay el instinto de la aventura, y tarde o temprano tiene que encontrar explosión…

—¡Recaramba!

La exclamación de Haraszthy nos llevó rápidamente, a Lejeune y a mí, al otro lado de la nave. Durante unos instantes, mi razón se tambaleó. Luego decidí que el espectáculo no resultaba tan sorprendente como todo eso… aquí.

Del bosque había surgido una niña. El equivalente de una terrestre de cinco años, calculé. Su estatura no llegaba al metro (los jorilanos son más bajos y más delgados que nosotros), y tenía la enorme cabeza de los de su especie, lo cual le daba un aspecto todavía más raro. El pelo rubio y muy largo, las orejas redondeadas, y unos rasgos delicados que eran completamente humanoides, a excepción de la frente, muy alta, y de los inmensos ojos color violeta. Su moreno cuerpo estaba cubierto por un simple taparrabo. Agitó alegremente hacia nosotros una mano de cuatro dedos. En la otra sostenía una cuerda. Y al extremo de aquella cuerda había un saltamontes del tamaño de un hipopótamo.

No, no era un saltamontes, comprobé mientras la niña danzaba hacia nosotros. La cabeza era muy parecida, pero las cuatro patas que utilizaba para andar eran cortas y robustas, y las otras eran simples apéndices desprovistos de huesos. Me di cuenta también de que su respiración era pulmonar. A pesar de todo, era un monstruo impresionante; y babeaba.

—Género insular —dijo Vaughan—. Indudablemente inofensivo, ya que de no ser as! no lo… ¡Pero una niña, apareciendo de un modo tan casual…!

Baldinger sonrió y bajó el rifle.

—Creo que hemos estado de suerte —dijo.— Para un chiquillo, todas las cosas son igualmente maravillosas. Podrá recomendarnos favorablemente a sus mayores.

La niña (tengo que darle este nombre) se dirigió en línea recta hacia Haraszthy, alzó aquellos inmensos ojos hasta posarlos en el rostro de pirata de nuestro agente comercial y trinó, con una irresistible sonrisa:

—Por favor, mister, ¿podría darme una galleta para mi camelloterio?

No recuerdo exactamente los instantes que siguieron. Fueron muy confusos. Eventualmente nos encontramos, los cinco, andando a lo largo de un sendero que cruzaba el bosque y que estaba bañado por el sol. La chiquilla triscaba a nuestro lado, parloteando como un xilofón. El monstruo avanzaba pesadamente detrás, masticando golosamente lo que le habíamos dado.

—Me llamo Mierna —dijo la chiquilla—, y mi padre hace cosas de madera, no sé cómo se llama en inglés, díganmelo, por favor, ¡oh! Carpintero. Gracias, es usted un hombre muy amable. Mi padre piensa mucho. Mi madre hace canciones. Son unas canciones muy bonitas. Me envió a buscar un poco de hierba dulce para la cama de un recién nacido, porque su esposa ayudante va a tener un niño muy pronto, pero cuando les vi a ustedes bajar del modo que dijo Pengwil, supe que tenía que venir a saludarles y acompañarles a Taori. Es nuestra aldea. Tenemos veinticinco casas. Y cobertizos, y una Sala de Pensar que es mayor que la de Riru. Pengwil dice que las galletas tienen un gusto espantoso. ¿Puedo probar una?

Haraszthy la complació, con una expresión que revelaba su desconcierto. Vaughan sacudió la cabeza y casi gritó:

—¿Cómo es que conoces nuestro idioma?

—En Taori todo el mundo lo conoce. Desde que llegó Pengwil y nos lo enseñó. Eso fue hace tres días. Hemos estado esperando y esperando que llegaran ustedes. ¡Los de Riru se morirán de envidia! Pero no les permitiremos verles, si no nos lo piden como es debido.

—Pengwil…, un nombre dannicariano, desde luego —murmuró Baldinger—. Pero no habían oído hablar de esta isla hasta que se la mostré en nuestro mapa. ¡Y no pueden haber cruzado el océano en aquellas balsas! Los vientos son contrarios, y las velas cuadradas…

—¡Oh! El bote de Pengwil puede navegar perfectamente contra el viento —rió Mierna—. Yo le vi con mis propios ojos, llevó a todo el mundo a dar un paseo, y ahora mi padre está haciendo un bote como aquél, pero mejor.

—¿Por qué vino Pengwil aquí? —preguntó Vaughan.

—Para ver lo que había. Es de un lugar llamado Folat. En Dannicar tienen unos nombres muy raros, y visten de un modo muy raro, también. ¿No es verdad, mister?

—Folat… sí, lo recuerdo, una comunidad situada al norte de nuestro campamento —dijo Baldinger.

—Pero los salvajes no se arriesgan a navegar a través de un océano desconocido por… por simple curiosidad —tartamudeé.

—Pengwil lo ha hecho —gruñó Haraszthy.

Casi pude ver los relés latiendo en el interior de su maciza cabeza. Aquí existían inmensas posibilidades comerciales, alimentos, materias textiles y especialmente la deslumbrante artesanía. A cambio…

—¡No! —exclamó Vaughan—. Sé lo que está pensando, Comerciante Haraszthy, y no va usted a traer máquinas aquí.

Haraszthy enarcó las cejas.

—¿Quién dice eso?

—Lo digo yo, en virtud de la autoridad que poseo. Y estoy seguro de que el Consejo ratificará mi decisión. —A pesar de la agradable temperatura, Vaughan estaba sudando—. ¡No nos atreveremos a tanto!

—¿Qué es un Consejo? —preguntó Mierna. Una sombra de preocupación cruzó por su rostro. Se arrimó más a la masa de su animal.

A pesar de todo, tuve que acariciar su cabeza y murmurar.

—Nada que deba preocuparse, querida. —Y para alejar de su mente, y de la mía, vagos temores—: ¿Por qué llamas camelloterio a tu compañero? ¡Ese no puede ser su verdadero nombre!

—¡Oh, no! —La niña olvidó inmediatamente sus preocupaciones—. Es un yao, y su verdadero nombre es, bueno, significa Pies-Grandes-Ojos-Abultados-Lleva-Hombre-Encima. Ese es el nombre que le puse. Es mío y es muy bonito… —Acarició una antena del monstruo, el cual ronroneó de placer—. Pero Pengwil nos contó que ustedes tenían algo llamado un camello en su país, que es peludo y asustadizo y lleva cosas y babea como un yao, de modo que pensé que sería un bonito nombre inglés. ¿No lo es?

—Mucho —asentí débilmente.

—¿Qué significa ese asunto del camello? —inquirió Vaughan.

Haraszthy se pasó una mano por el pelo.

—Bueno —dijo—, ya sabe que a mí me gusta Kipling, y una noche, en una reunión, les leí algunos de sus poemas a unos indígenas. Supongo que entre ellos estaría el del camello. Seguramente les gustó Kipling.

—Y recuerdan el poema a la perfección después de una sola lectura, y lo hacen circular a lo largo de la costa, y ahora ha cruzado el mar —dijo Vaughan, en tono de asombro.— ¿Quién les ha explicado que la desinencia terio significa «mamífero»? —pregunté.

Nadie lo sabía, pero era indudable que uno de nuestros naturalistas lo había mencionado de un modo casual. Y la pequeña Mierna había captado la desinencia de labios de un marinero vagabundo y la había aplicado con absoluta corrección: a pesar de sus antenas y de sus ojos insectoides, el yao era un verdadero mamífero.

Al cabo de un rato llegamos a una faja de terreno despejado enfrente mismo de la bahía. Allí estaba la aldea, con sus casas de madera de tejados puntiagudos, muy diferentes en estilo de las de Dannicar, pero igualmente agradables a la vista. Unas canoas eran arrastradas hasta la playa, donde estaban puestas a secar unas redes de pesca. Anclada un poco más allá había otra embarcación. Desde luego, en nuestra supermecanizada Tierra no teníamos nada parecido; pero su esbelta silueta sugería una capacidad de navegación rápida y segura.