Los habitantes de la aldea, que no nos habían visto descender, interrumpieron sus tareas —cocinar, limpiar, tejer, los incontables trabajos de los primitivos— para correr a nuestro encuentro. Iban vestidos con tanta sencillez como Mierna. A pesar de sus grandes cabezas, que no eran grotescamente grandes, de sus extrañas manos y orejas, y de las proporciones corporales ligeramente distintas, las mujeres tenían muy buen aspecto: demasiado bueno. Los hombres, imberbes y de cabellos muy largos, eran guapos, a su manera, y ambos sexos poseían la gracia flexible de los felinos.
No gritaron ni se reunieron en tumulto. En la playa sonó un exuberante cuerno. Mierna corrió hacia uno de los hombres, le cogió de la mano y le arrastró hacia nosotros.
—Este es mi padre —cacareó—. ¿No es maravilloso? Y piensa mucho. El nombre que utiliza ahora es el de Sarato. Me gustaba más el que usaba antes.
—Uno llega a cansarse de la misma palabra —rió Sarato—. Bienvenidos, terrestres. Nos hacéis un gran… lula… perdón, desconozco la palabra inglesa adecuada. Esta visita nos eleva mucho.
Su apretón de manos —Pengwil debió de hablarle de esa costumbre— fue vigoroso, y sus ojos se encontraron con los nuestros con respeto, pero sin temor.
Las comunidades dannicarianas confiaban el poco gobierno que necesitaban a especialistas, escogidos a base de algunas pruebas que aún no hemos comprendido. Pero no establecían ni siquiera aquella diferencia de clase. Fuimos presentados a todo el mundo por su ocupación: cazador, pescador, músico, profeta (creo que es lo que significa nonalo), etcétera. En Taori había la misma ausencia de tabúes que habíamos observado en Dannicar, pero un código igualmente elaborado de modales y costumbres… que no esperaban que nosotros observáramos.
Pengwil, un joven robusto que llevaba la túnica de su propia civilización, nos acogió cordialmente. No era simple casualidad el hecho de que hubiera llegado al mismo lugar que nosotros. Ardía en deseos de mostrarnos su embarcación. Le complací, nadando hasta ella y trepando a bordo.
—Un excelente trabajo —dije, con absoluta sinceridad—. Aunque me gustaría hacer una sugerencia. Para navegar a lo largo de la costa, no necesitas una quilla fija. —Describí una orza de deriva—. De ese modo podrías arrimarla a la playa.
—Sí, Sarato ha pensado en ello después de haber visto mi embarcación. Ha empezado ya a construir una así. También piensa colocar un trozo de madera plana, giratoria, en la pared de atrás. ¿Irá bien?
—Si —murmuré, asombrado.
—Lo mismo creo yo —sonrió Pengwil—. La corriente de agua puede ser partida en dos, como la corriente de aire. Su mister Ishihara me habló de la aerodinámica. Aquello fue lo que me dio la idea para construir una embarcación como ésta.
Regresamos nadando a la playa y volvimos a vestirnos. La aldea bullía de animación, preparando un festín en nuestro honor. Pengwil se unió a ellos. Yo me quedé detrás, paseando por la playa, demasiado excitado para sentarme. Mirando fijamente a través de las aguas y respirando un olor a mar que era casi como el de la Tierra, tuve unos extraños pensamientos. Fueron interrumpidos por Mierna. Avanzaba hacia mí, arrastrando un pequeño carretón.
—¡Hola, Mister Cathcart! —exclamó—. Tengo que recoger algas para dar sabor a la comida. ¿Quiere ayudarme?
—Desde luego —dije.
Mierna hizo una mueca.
—Me alegro de estar aquí. Mi padre, y Kuaya, y otros hombres, le están preguntando a Mister Lejeune cosas de matemáticas. Yo soy demasiado pequeña para que me gusten. Lo que me gustaría sería oír contar cosas de la Tierra a Mister Haraszthy, pero está hablando solo en una casa con sus amigos. ¿Me contará usted cosas de la Tierra? ¿Podré ir allí algún día?
Murmuré algo. Mierna empezó a recoger algas filamentosas que el mar había arrojado a la playa.
—Antes no me gustaba este trabajo —continuó—. Tenía que ir y venir demasiadas veces. No me permitían utilizar mi camelloterio, porque cuando se le mojan los pies se pone malo. Les dije que podían hacerle unos zapatos, pero me dijeron que no. Pero ahora es muy divertido con este… este… ¿qué nombre le dais?
—Un carretón. ¿No habías tenido ninguno antes?
—No, nunca. Pengwil nos habló de las ruedas. Vio que los terrestres las utilizaban. El carpintero Huanna empezó a construir carretones con ruedas. Sólo tenemos unos cuantos.
El carretón estaba construido de madera y hueso, y tenía grabadas unas figuras profesionales.
—He estado pensando y pensando —dijo Mierna—. Si hiciéramos un carretón más grande, un camelloterio podría tirar de él, ¿no es cierto? Sólo tendríamos que encontrar un buen sistema para atarlo, de modo que no se hiciera daño y pudiéramos guiarlo. He pensado en un sistema que me parece bueno.
Trazó unas líneas en la arena: un arnés en pleno funcionamiento.
Con una carga completa, regresamos hacia las casas. Me quedé absorto admirando las columnas labradas a mano. Sarato me enseñó sus herramientas con filo de obsidiana. Dijo que los moradores de las zonas costeras iban tierra adentro en busca de material, y habló de obtener acero de nosotros.
¿O seríamos tan increíblemente amables que les explicáramos cómo extraíamos el metal de la tierra?
El banquete, la música, las danzas, las pantomimas, la conversación, todo fue tan espléndido como habíamos imaginado, o más. Pero decepcionamos a nuestros anfitriones al no aceptar su invitación para que pasáramos allí la noche. Nos acompañaron al regreso, a la luz de numerosas antorchas, y cantaron durante todo el trayecto, hasta que llegamos a nuestra nave. Entonces dieron media vuelta y se marcharon. Mierna iba en la cola de la procesión. Permaneció largo rato inmóvil, agitando en dirección a nosotros su mano de cuatro dedos.
Baldinger sacó vasos y una botella de whisky.
—Es lo único que he encontrado a faltar —dijo—. Un trago de whisky.
—¡Desde luego! —exclamó Haraszthy, apoderándose de la botella.
—Me pregunto cómo será su vino, en el momento que lo inventen —murmuró Lejeune.
—¡No hay cuidado! —dijo Vaughan—. No van a inventarlo.
Todos nos quedamos mirándole. Vaughan se sentó, muy rígido, en la pequeña cabina.
—¿Qué diablos quiere usted decir? —preguntó finalmente Haraszthy—. Si hacen vino la mitad de bien de lo que hacen las otras cosas, se pagará a diez créditos el litro en la Tierra.
—¿Es que no lo comprende? —gritó Vaughan—. No podemos tratar con ellos. Tenemos que marcharnos de este planeta y… ¡Oh! ¿Por qué les habremos encontrado?
—Bueno —suspiré—, los que nos hemos molestado en pensar en la cuestión, siempre hemos sabido que algún día íbamos a encontrar una raza como ésta.
—Ésta es una estrella probablemente más vieja que el Sol —dijo Baldinger—. Menos maciza, de modo que puede permanecer más tiempo en la secuencia principal.
—No es necesaria mucha diferencia en la edad planetaria —dije—. Un millón de años, medio millón…, eso no significa nada en astronomía ni en geología. Sin embargo, en el desarrollo de una raza inteligente…
—¡Pero, ellos son salvajes! —protestó Haraszthy.
—La mayoría de las razas que hemos encontrado lo son —le recordé—. El hombre también lo fue, durante la mayor parte de su existencia. La civilización es un espejismo. No llega de un modo lógico. En la Tierra empezó, según me han enseñado, porque el Oriente Medio se secó cuando los glaciares retrocedieron, y algo había que hacer para seguir viviendo cuando la caza empezó a escasear, Y la civilización científica, mecánica, es un accidente todavía más anormal. ¿Por qué tenían que pasar los jorilianos más allá de la tecnología del Paleolítico Superior? Nunca han tenido necesidad de hacerlo.