—¿Por qué poseen unos cerebros tan desarrollados, si continúan en la Edad de Piedra? —arguyó Haraszthy.
—¿Por qué los teníamos nosotros, en nuestra propia Edad de Piedra? —repliqué—. No era necesario para la supervivencia. El hombre de Java, el hombre de Pekin y el resto de razas inferiores, poseían cerebros muy desarrollados. Pero hay que tener en cuenta que éste es un medio vital que no plantea dificultades, al menos en la actual época geológica. Los indígenas ni siquiera parecen tener guerras, las cuales podrían estimular el progreso técnico. En consecuencia, tienen pocas ocasiones de utilizar sus poderosas mentes para algo que no sea arte, filosofía y experimentación. social.
—¿Cuál es el promedio de su cociente de inteligencia? —susurró Lejeune.
—Insensato —dijo Vaughan hoscamente—. Más allá de 180, la escala se rompe. ¿Cómo podemos medir una inteligencia muy superior a la nuestra?
Se produjo un breve silencio. Oí el rumor nocturno del bosque a nuestro alrededor.
—Sí —rumió Baldinger—. Siempre imaginé que tenía que existir alguien superior a nosotros. Sin embargo, no esperaba encontrarlo en este microscópico rincón de la galaxia que hemos explorado… Y… bueno, siempre imaginé que tendrían máquinas, ciencias, viajes espaciales…
—Los tendrán —dije.
—Si nos marchamos… —empezó a decir Lejeune.
—Demasiado tarde —le interrumpí—. Les hemos dado ya un nuevo juguete, la ciencia. Si les abandonamos, vendrán a buscarnos dentro de un par de centenares de años. Como máximo.
Haraszthy pegó un puñetazo sobre la mesa.
—¿Por qué hemos de dejarlos? —rugió—. ¿De qué diablos están asustados? Dudo que la población de este planeta llegue a los diez millones de personas. ¡Y en el Sistema Solar y las colonias hay quince mil millones de seres humanos! De modo que no me importa que un joriliano sea más inteligente que yo. ¿Y qué? Hay otros muchos que lo son, y no me molesta, mientras pueda hacer negocio.
Baldinger sacudió la cabeza. Su rostro parecía tallado en hierro.
—El asunto no es tan sencillo. El problema estriba en saber qué raza dominará este brazo de la galaxia.
—¿Sería tan horrible que lo hicieran los jorilianos? —preguntó Lejeune suavemente.
—Quizá no. Parecen bastante decentes. Pero… —Baldinger se removió en su silla—. No voy a ser el animal doméstico de nadie. Quiero mi planeta para decidir su propio destino.
Aquél era el hecho inalterable. Permanecimos sentados y en silencio, sopesándolo durante un largo rato.
Los hipotéticos superseres habían estado siempre cómodamente lejos. No les habíamos encontrado, ni ellos a nosotros. Por lo tanto, lo más probable era que no se mezclaran nunca en los asuntos de la remota franja galáctica donde morábamos. Pero un planeta a sólo meses de distancia de la Tierra; una especie cuyos miembros eran genios, y cuyas genialidades resultaban incomprensibles para nosotros: surgiendo de su mundo, irrumpiendo en el espacio, vigorosos, ávidos, realizando en una década lo que a nosotros nos llevaría un siglo —si conseguíamos realizarlo—, destruirían irremediablemente nuestra civilización, tan penosamente edificada. Y lo mismo les sucedería a todas las otras especies pensantes, a menos que los jorilianos fueran lo bastante misericordiosos como para dejarlas solas.
Y los jorilianos, probablemente, serían misericordiosos. Pero, ¿quién desea esa clase de misericordia?
Alcé la mirada con horror, únicamente Vaughan tuvo el coraje de expresar lo que pensaba:
—Existen planetas sometidos a un bloqueo tecnológico. Culturas demasiado peligrosas para permitirles tener armas modernas, naves espaciales… Joril puede ser sometida a uno de esos bloqueos.
—Ahora que tienen la idea, inventarán todas sus derivaciones sin ayuda de nadie —dijo Baldinger.
—No, si las dos únicas regiones que nos han visto fueran destruidas —replicó hoscamente Vaughan.
Haraszthy se puso en pie de un salto.
—¡Dios mío! —exclamó.
—¡Siéntese! —aulló Baldinger.
Haraszthy profirió una palabrota. Su rostro ardía de indignación. Los demás permanecimos sentados, inundados por un sudor frío.
—Usted me ha llamado a mí desaprensivo —gritó el Comerciante—. Retire inmediatamente esa sugerencia diabólica, Vaughan, o le aplastaré los sesos.
Pensé en el cañón nuclear vomitando sobre Joril, pensé en la pequeña Mierna, y dije:
—¡No!
—La alternativa —dijo Vaughan— es no hacer nada hasta que se haga necesaria la esterilización de todo el planeta.
Lejeune sacudió la cabeza con expresión de angustia.
—Error, error, error. Sería un precio demasiado elevado para sobrevivir.
—¿Y qué me dice de la supervivencia de nuestros hijos? ¿De su libertad? ¿De su orgullo y…?
—¿Qué clase de orgullo podrían sentir, cuando conocieran la verdad? —interrumpió Haraszthy. Agarró a Vaughan por la pechera de la camisa, y le atrajo hacia sí hasta que las facciones del federal quedaron a tres centímetros de sus ojos—. Le diré a usted lo que vamos a hacer —continuó—. Vamos a comerciar, y a enseñar, y a confraternizar, lo mismo que con los otros pueblos cuya sal hemos comido. ¡Y a aceptar nuestros riesgos como hombres!
—¡Suéltele! —ordenó Baldinger. Haraszthy levantó un puño—. Si le golpea, haré que le juzguen por insubordinación… ¡He dicho que le suelte!
Haraszthy soltó a Vaughan, el cual se desplomó sobre su silla. A continuación, Haraszthy se sentó, ocultó la cabeza entre sus manos y no trató de disimular sus sollozos.
Baldinger volvió a llenar nuestros vasos.
—Bueno, caballeros —dijo—, esto parece un callejón sin salida. Mal si lo hacemos, y mal si no lo hacemos…
—Que decida el Consejo —sugirió Lejeune.
¡Bendito sea el whisky! Me permitió dormir unas horas antes de que amaneciera. Entonces, la claridad del día, penetrando a través de los ventanucos de la nave, me despertó, y no pude quedarme dormido otra vez. Al final me levanté y salí al exterior.
El paisaje estaba completamente inmóvil. Las estrellas palidecían, y por oriente avanzaba una luz rosada. A través del fresco aire matinal oí los primeros trinos de los pájaros en el bosque que me rodeaba por todas partes. Me quité los zapatos y paseé descalzo por la húmeda hierba.
No me extrañó en absoluto ver aparecer a Mierna con su camelloterio. Soltó la cuerda y corrió hacia mí.
—¡Hola, Mister Cathcart! Tenía la esperanza de que alguien de ustedes se hubiera levantado. No he desayunado aún.
—Tendremos que arreglar eso. —La columpié en el aire, hasta que chilló de placer—. Y luego tal vez podamos llevarte a dar un pequeño paseo en este bote. ¿Te gustaría?
—¡Ooooh! —Sus ojos inmensos reflejaron su alegre sorpresa. Pasó un buen rato antes de que se atreviera a preguntar—: ¿Iremos a la Tierra?
—No, tan lejos, no. La tierra se encuentra a una distancia considerable.
—¿Algún día, quizás? ¡Por favor!
—Desde luego, querida, algún día.
—¡Voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra, voy a ir a la Tierra! —exclamó Mierna, acariciando al camelloterio—. ¿Me echarás de menos, Pies-Grandes-Ojos-Salientes-Lleva-Hombre-Encima? No estés tan triste. Tal vez puedas venir también tú. ¿Podrá, Mister Cathcart? Es un camelloterio muy bueno, palabra, y le gustan mucho las galletas.
—Bueno, quizá sí, quizá no —dije—. Pero tú irás, si lo deseas. Te lo prometo. Cualquiera de este planeta que lo desee, irá a la Tierra.