Intentó que Ronnie, que la escuchaba atentamente y controlaba muy de cerca sus expresiones faciales, no se diese cuenta de su sorpresa.
– Correcto. Nadie ha resultado herido.
– Usted es la señorita McCoy pero no quiere que sepan que es reportera de televisión. Comprendo. Su jefe, un tipo llamado Gully, ha llamado dos veces a la oficina diciendo que usted había desaparecido. Dijo que había salido de Rojo Flats y tenía que llamarle…
– ¿Qué está diciendo? -preguntó Ronnie.
Tiel interrumpió al sheriff.
– Por el interés de todos, estaría muy bien si pudiese proporcionarnos un médico. Un ginecólogo, a ser posible.
– Dígale que traiga consigo todo lo necesario para un parto difícil.
Tiel transmitió el mensaje de Doc.
– Asegúrese de que está al corriente de que el bebé viene de nalgas -añadió Doc.
Después de que Tiel transmitiera eso, el sheriff le preguntó quién le daba aquella información.
– Se hace llamar Doc.
– Me toma el pelo -dijo el sheriff.
– No.
«Doc es uno de los rehenes -oyó que comentaba. Doc dice que la chica Dendy necesita un especialista, ¿habéis oído?».
– Eso es, sheriff. Y lo antes posible. Nos preocupa tanto ella como el bebé.
– Si se rinden, la llevaremos enseguida al hospital. Se lo garantizo.
– Me temo que esta eventualidad no entra en el plan.
– ¿Davison no la deja marchar?
– No -dijo Tiel-. Ella se niega a irse.
– Mierda, vaya lío -dijo, con un potente suspiro-. Está bien, veré qué puedo hacer.
– Sheriff, no tengo palabras para expresar lo mal que está pasándolo esta joven. Y…
– Adelante, señorita McCoy. ¿Qué?
– La situación está controlada -dijo lentamente-. De momento, todo el mundo está tranquilo. No tome medidas drásticas, por favor.
– Ya la he captado, señorita McCoy. Nada de exhibiciones, nada de fuegos artificiales, ni equipos especiales, ni nada de eso.
– Exactamente. -Se sintió aliviada al ver que la había entendido-. Hasta el momento, nadie ha resultado herido.
– Y a todos nos gustaría que la cosa siguiese así.
– Me alegra oírle decir eso. Por favor, por favor, consiga un médico lo más rápidamente posible.
– Estoy en ello. Le doy el número del teléfono que llevo conmigo.
Tomó nota del número de memoria. Montez le deseó suerte y colgó. Tiel devolvió el teléfono al mostrador, contenta de ver que se trataba de un modelo antiguo sin manos libres. Ronnie habría querido oír futuras conversaciones.
– Está tratando de conseguir un médico.
– Eso me gusta -dijo Doc.
– ¿Cuánto tardará en llegar?
Volviéndose hacia Ronnie, respondió Tieclass="underline"
– Llegará lo antes posible. Voy a ser sincera contigo. Ha adivinado tu identidad y la de Sabra.
– ¡Oh!, mierda -gruñó el chico-. ¿Qué más puede salimos mal?
– ¡Los han localizado!
Cuando se oyó el grito procedente de la habitación contigua, Russell Dendy casi derriba al agente del FBI que casualmente se interponía en su camino. No pidió perdón por haber derramado el café hirviendo en la mano del agente. Entró a toda prisa en la biblioteca de su casa que, desde aquella mañana, se había convertido en un puesto de mando.
– ¿Dónde? ¿Dónde están? ¿Le ha hecho algún daño a mi hija? ¿Está bien Sabra?
El responsable del caso era el agente especial William Calloway. Un hombre alto, delgado, casi calvo que, de no ser por la pistola que llevaba colgada, más parecía un banquero especializado en hipotecas que un agente federal. Su comportamiento tampoco casaba con el estereotipo. Era tranquilo y de voz suave…, casi siempre. Russell Dendy había puesto a prueba la actitud agradable de Calloway.
Cuando Dendy entró en la habitación lanzando preguntas, Calloway le indicó que se calmara y continuó con su conversación telefónica.
Dendy, impaciente, pulsó una tecla del teléfono y por el altavoz se filtró una voz femenina:
– Se trata de Rojo Flats. Prácticamente en medio de la nada, al sudoeste de San Angelo. Van armados. Han intentado atracar un pequeño supermercado, pero el atraco se ha visto frustrado. Ahora mantienen rehenes en el interior del establecimiento.
– ¡Maldita sea, maldita sea! -Dendy hundió el puño de una mano en la palma de la otra-. ¡Ha convertido a mi hija en una delincuente común! Y ella no comprendía por qué no me gustaba.
Calloway volvió a indicarle que bajara la voz.
– Ha dicho que van armados. ¿Hay algún herido?
– No, señor. Pero la chica está de parto.
– En la tienda.
– Afirmativo.
Dendy maldijo profusamente.
– ¡La retiene en contra de su voluntad!
La mujer incorpórea dijo:
– Según uno de los rehenes, que habló con el sheriff, la joven se niega a irse.
– Le ha lavado el cerebro -declaró Dendy.
La agente del FBI de la oficina de Odessa siguió como si no le hubiese oído.
– Al parecer, uno de los rehenes tiene conocimientos médicos. La está controlando, pero han pedido un médico.
Dendy dio un puñetazo en la mesa del despacho.
– Quiero que saquen a Sabra de allí, ¿me han oído?
– Le hemos oído, señor Dendy -dijo Calloway, cada vez con menos paciencia.
– No me importa si para ello tienen que utilizar una carga de dinamita.
– Pues a mí sí me importa. Según el portavoz, nadie está herido.
– ¡Mi hija está de parto!
– Y la llevaremos a un hospital lo antes posible. Pero no haré nada que ponga en peligro la vida de los rehenes, de su hija o del señor Davison.
– Mire, Calloway, si piensa abordar la situación como un pusilánime…
– La forma de abordarla depende de mí, no de usted. ¿Comprendido?
Russell Dendy tenía reputación de ser un verdadero hijo de puta.
Desgraciadamente, conocerlo en persona no había disipado ninguna de esas leyendas ni cambiado la idea preconcebida que Calloway tenía del millonario.
Dendy dirigía de forma despótica diversas empresas. No estaba acostumbrado a ceder el control a nadie, ni siquiera a dar un voto de confianza a otra persona en cuanto a cómo gestionar las cosas. Sus negocios no tenían nada que ver con la democracia, y tampoco su familia. La señora Dendy no había hecho en todo el día otra cosa que sollozar y secundar las respuestas de su marido a las tentativas preguntas de los agentes sobre su vida familiar y su relación con su hija. No había ofrecido ni una opinión que difiriera de la de su marido, ni expresado ningún tipo de observación personal.
Calloway había dudado desde el principio de la acusación de secuestro que había lanzado Dendy. Y se había inclinado hacía la versión más probable: Sabra Dendy había huido de casa con su novio para escapar de un padre dominante.
El rapapolvo de Calloway había dejado a Russ Dendy prácticamente echando espumarajos de rabia por la boca.
– Voy para allá.
– No se lo aconsejo.
– Me importa una mierda lo que usted me aconseje.
– En nuestro helicóptero no hay plaza para más pasajeros -le gritó el agente a la espalda de Dendy.
– Pues iré con mi Lear.
Salió precipitadamente de la habitación y empezó a vociferar órdenes a su banda de omnipresentes lacayos, tan silenciosos y discretos como muebles hasta que las estridentes órdenes de Dendy los ponían en marcha. Salieron en fila detrás de él. La señora Dendy quedó completamente ignorada y sin invitación para acompañarle.
Calloway desconectó el altavoz y cogió el auricular para oír con más claridad a la agente.
– Me imagino que lo habrás oído.
– Veo que estás de lo más ocupado, Calloway.
– Sólo faltaba esto. ¿Qué tal los agentes locales?